Encuentros No Humanos: El Ejército al Descubierto con GAFE423

Encuentros No Humanos: El Ejército al Descubierto con GAFE423

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Foto de Huebert World en Pexels

Más Allá del Deber: Cuando los Soldados Enfrentan lo Paranormal

El mundo del militar es uno de disciplina, lógica y realidades tangibles. Es un universo donde cada acción tiene una reacción predecible, donde el entrenamiento forja la mente para reaccionar ante amenazas concretas: el enemigo, el terreno, el fallo del equipo. Sin embargo, en las largas y solitarias noches de guardia, en los rincones olvidados de bases antiguas o en medio de la sierra inhóspita, existen momentos en los que la lógica se quiebra y la realidad se deforma, enfrentando a estos hombres de acero con un enemigo para el que no existe entrenamiento: lo inexplicable.

Son relatos que no suelen aparecer en los informes oficiales, susurros que se comparten en voz baja entre compañeros de armas, experiencias que marcan a fuego el alma de los más escépticos. ¿Qué sucede cuando la amenaza no lleva uniforme ni empuña un arma, sino que se manifiesta como una sombra que desafía las leyes de la física, como un eco de un suceso trágico que se niega a desaparecer?

Este artículo se adentra en ese territorio liminal, recopilando testimonios y experiencias que se sitúan en la frontera entre el deber y lo desconocido. A través de la voz de un antiguo miembro de las fuerzas especiales del ejército mexicano, exploraremos eventos que desafían cualquier explicación racional, desde encuentros con presencias en prisiones militares hasta fallos en la propia estructura de la realidad. Estas no son meras historias de fantasmas; son las crónicas de hombres entrenados para enfrentar lo peor del mundo de los vivos, que se encontraron cara a cara con los misterios del más allá.

El Espectro de la Sierra de Albarracín: Un Preludio Inquietante

Para comprender que estos fenómenos no conocen de fronteras ni ejércitos, es pertinente viajar a la noche del 23 de octubre de 1974, en la Sierra de Albarracín, Teruel, España. Un destacamento del ejército de tierra español se encontraba realizando maniobras nocturnas de orientación y resistencia, una prueba de habilidad y entereza en condiciones de visibilidad casi nula, sin el apoyo de luces artificiales.

Cerca de las tres de la madrugada, en las inmediaciones del barranco de la Hoz Seca, un soldado llamado Ángel Redondo alertó a sus superiores. A unos treinta metros de distancia, entre los pinos, había una figura de pie, completamente inmóvil. La descripción era desconcertante: un hombre de una altura y delgadez extremas, ataviado con una suerte de uniforme grisáceo que parecía absorber la luz, sin generar brillos ni sombras. Era una mancha de vacío en la penumbra del bosque.

El teniente al mando ordenó mantener la posición. Varios soldados más confirmaron la presencia de la extraña figura. No se movía, no respondía a las señales. Simplemente estaba allí, observando. Uno de los militares apuntó hacia la entidad con un foco de luz infrarroja. Lo que sucedió a continuación heló la sangre de todos los presentes. En un parpadeo, sin haber caminado ni emitido sonido alguno, la figura se encontraba mucho más cerca, casi sobre ellos.

El pánico comenzó a cundir. Las radios, su único enlace con el exterior, dejaron de funcionar, emitiendo un ruido blanco y estático. Una sensación de irrealidad, como el zumbido de una campana dentro del cráneo, se apoderó del pelotón. El bosque, que momentos antes bullía con los sonidos nocturnos de la vida salvaje, enmudeció por completo. Un silencio antinatural y opresivo lo cubrió todo.

Entonces, la figura levantó un brazo. El movimiento fue descrito como lento, mecánico, antinatural. No era el movimiento de una articulación humana. En ese preciso instante, el soldado Redondo y varios de sus compañeros cayeron al suelo, desmayados. Ante la incomprensible escena, el teniente ordenó la retirada inmediata.

Veinte minutos después, al revisar al soldado Redondo, lo encontraron pálido, con temblores musculares y la mirada perdida. Cuando por fin pudo hablar, sus únicas palabras fueron un susurro aterrorizado: Estaba dentro de mi cabeza. Me estaba mirando desde dentro.

Posteriormente, una inspección de la zona reveló extrañas marcas en el terreno, líneas y patrones que no correspondían a ningún fenómeno natural conocido. Tras analizar las muestras recogidas, el alto mando militar tomó una decisión drástica: esa área de la sierra fue clausurada permanentemente para cualquier tipo de maniobra militar. El caso, recogido en archivos desclasificados años después, sigue siendo uno de los mayores enigmas militares de España, y un perfecto ejemplo de que, en la soledad de la noche, los soldados a veces se enfrentan a algo más que al enemigo.

La Sombra en la Torre de Vigilancia: Un Encuentro en la Prisión Militar

Mi escepticismo era una coraza. Como soldado, mi mundo se regía por la causa y el efecto, por lo tangible y lo demostrable. El tema paranormal me parecía un conjunto de cuentos para asustar a los crédulos. Esa coraza, sin embargo, comenzó a agrietarse en uno de los destinos más solitarios que un militar puede tener: la guardia de una prisión militar.

Se trataba de una instalación antigua, con más de setenta años de historia, enclavada en medio de un campo militar en Guadalajara. Su custodia no recaía en guardias de prisiones convencionales, sino en nosotros, los soldados. Era un servicio rotativo, una tarea más en la variada vida castrense. A mi unidad le asignaron la seguridad interna y externa de aquel lugar.

Siendo yo un recluta, un novato, me tocó lo que la tradición no escrita del ejército dicta: los peores puestos. Junto a otro compañero de mi misma condición, fuimos asignados a las torres 4 y 5, las más antiguas y temidas de todo el penal. Estaban en las esquinas más alejadas, y su leyenda negra era bien conocida por todos. Se decía que en una de ellas un soldado, en un arrebato de furia, había acabado con la vida de un cabo. Desde entonces, su espíritu, o algo peor, rondaba por allí.

Para añadir más leña al fuego del misterio, a escasos veinte metros de mi torre había un pequeño cuarto subterráneo. Al llegar, pregunté por él al compañero al que relevaba. Su respuesta fue escalofriante. Me contó que, décadas atrás, en los años 70 y 80, cuando los derechos humanos eran una formalidad fácilmente ignorada, aquel sótano se usaba como sala de torturas para soldados insubordinados. Se decía que a más de uno «se les pasó la mano» y terminaron sus días en esa húmeda oscuridad. Desde ese momento, supe que jamás me acercaría a ese lugar. La curiosidad mató al gato, y yo no tenía intención de ser el siguiente.

Las torres 4 y 5 eran reliquias de otra época. A diferencia de las torres más modernas, estas no tenían electricidad. Ni una sola bombilla. La comunicación era por radio. El acceso, además, era por fuera del perímetro de la prisión, lo que implicaba caminar por el bosque oscuro para llegar a la entrada. La primera vez que subí a mi puesto, en la torre 5, el vigilante saliente me dio una advertencia: «Tráete una linterna. Al cerrar la puerta, no verás ni tu propia mano».

Tenía razón. La oscuridad era absoluta, densa, casi sólida. Había que ascender unos veinte metros por una estrecha escalera de caracol de hierro oxidado, con el único auxilio de la luz temblorosa de una lámpara. Al llegar arriba, el panorama era desolador: el patio de los internos por un lado y un mar de bosque oscuro por el otro. El compañero me entregó las consignas y, antes de irse, añadió: «Aquí asustan. Te avientan piedras a la ventana y se escuchan pasos en la escalera».

Yo, en mi escepticismo, lo atribuí al eco, a la sugestión. ¿Una piedra a veinte metros de altura en medio de la nada? Imposible. Pero esa primera noche, no pude evitar sentir un escalofrío.

Los días pasaron sin novedad. Me fui acostumbrando a la soledad y al silencio. Hasta que una madrugada, el silencio se rompió. Escuché claramente el sonido metálico de unas pisadas ascendiendo por la escalera de caracol. Agarré mi arma, encendí la linterna y apunté hacia abajo. Nada. El sonido se detuvo. Bajé con cautela, revisando cada peldaño, hasta llegar a la puerta. Estaba cerrada por dentro, tal y como la había dejado. «El eco», me dije, intentando autoconvencerme.

Poco después, ocurrió lo de la piedra. Un golpe seco y nítido contra el cristal de la ventana. Me asomé. Nada. Solo la inmensidad oscura del campo. «Un insecto grande, un pájaro desorientado», busqué excusas, cada vez menos convincentes.

El fenómeno fue escalando. Las pisadas en la escalera ya no eran lentas y pausadas. Ahora eran carreras frenéticas que subían hacia mí y se detenían en seco justo antes de llegar. Cada vez que apuntaba con la linterna, no había nada. La explicación lógica se me agotaba. ¿Quién subía corriendo por una escalera dentro de una torre cerrada en medio de una base militar en plena madrugada?

Mi rutina nocturna para abandonar el puesto consistía en reunirme con mi compañero de la torre 4, un chico alto al que apodábamos «el Mono». Yo pasaba por su torre y desde allí caminábamos juntos hasta el ingreso principal de la prisión. Era una dinámica que repetimos durante semanas.

Una noche, tras terminar mi turno, descendí de la torre. No venía pensando en fantasmas ni en ruidos extraños. Mi mente estaba ocupada repasando artículos del reglamento militar que debía memorizar. Iba en mi propio mundo. Al llegar a la base de la torre 4, el punto de encuentro habitual, mi vista captó de reojo una silueta en la esquina de la torre. Era alta, inmóvil, recargada en la mampostería. En mi mente, la lógica se impuso de inmediato: era el Mono, esperándome como siempre.

Con la familiaridad de la rutina, le hablé con total tranquilidad: «Vámonos, Mono».

Pero la respuesta no fue la que esperaba. La figura no se movió como un hombre. En un instante, esa sombra negra se lanzó corriendo hacia mí. Fue un movimiento explosivo, inhumano. Por una fracción de segundo, creí que me iba a impactar de frente, pero en el último instante me rodeó, pasando por mi espalda a una velocidad vertiginosa para luego seguir corriendo hacia el bosque.

Sentí una ráfaga de aire helado y se me erizó hasta el último vello del cuerpo. Me quedé petrificado, con la respiración agitada y el corazón martilleando en mi pecho. Escuché el crujido de la hojarasca seca bajo sus pies invisibles, un sonido que se desvaneció justo en la entrada de aquel cuarto de torturas subterráneo.

No supe qué hacer. No había explicación posible. Un civil no podía estar dentro de un campo militar, y mucho menos comportarse de esa manera. ¿Quién me rodearía para luego huir hacia un sótano abandonado? Cuando recuperé el aliento, me acerqué a la torre 4 y toqué la puerta. Le grité al vigilante que dónde estaba el Mono. Su respuesta terminó de destrozar mi cordura: «Ya se fue. Tenía prisa por ir al baño y bajó corriendo en cuanto desmontó».

El Mono no había estado allí. Lo que yo vi, lo que se lanzó hacia mí, no era mi compañero.

Al llegar al cuerpo de guardia, uno de mis camaradas me vio la cara y me dijo: «¿Y a ti qué te pasó? Parece que viste un fantasma». Solo pude asentir. Más tarde, encontré al Mono saliendo del sanitario y me hizo exactamente la misma pregunta. Les conté a ambos lo que había vivido. A partir de esa noche, la coraza del escepticismo se hizo añicos para siempre. Había visto, había sentido, había vivido algo que no pertenecía a este mundo.

Fallos en la Realidad: El Avión Estático

No todas las experiencias inexplicables vienen envueltas en un aura de terror espectral. Algunas son más sutiles, pero igualmente perturbadoras, pues no desafían las leyendas de ultratumba, sino las propias leyes de la física que damos por sentadas. Son fallos en la realidad, «glitches» en la Matrix que nos hacen cuestionar la naturaleza misma de nuestra existencia.

Ocurrió una noche mientras trabajaba como escolta. Regresaba junto a mi hermano en una patrulla tras haber dejado a nuestro protegido en su domicilio. Eran cerca de las diez y media de la noche. No estábamos especialmente cansados; nuestra rutina habitual nos llevaba a terminar mucho más tarde, a las dos o tres de la madrugada.

Conducíamos por una carretera sinuosa cuando, a lo lejos, vimos una luz en el cielo. Al principio, parecía un avión. Sin embargo, había algo extraño: la luz estaba estática. No se movía. La zona por la que transitábamos está cerca del aeropuerto internacional de Guadalajara, por lo que el tráfico aéreo es constante y familiar. Sabíamos cómo se veía y cómo se movía un avión en aproximación. Aquello no era normal.

Mi hermano sugirió que podría ser un helicóptero, que sí pueden permanecer estáticos en el aire. Pero la luz no parpadeaba como la de un helicóptero. Seguimos avanzando por la carretera, y las curvas nos hacían perder de vista la luz por momentos. Cada vez que volvíamos a tenerla en nuestro campo de visión, seguía allí, en el mismo punto exacto del cielo. Parecía una estrella brillante, pero estaba demasiado baja.

El debate entre nosotros se intensificó. ¿Qué era aquello? Un avión no puede quedarse suspendido en el aire. Un helicóptero no se vería así. A medida que nos acercábamos, la forma se hizo más clara. Ya no había duda: era la silueta inconfundible de un avión comercial. Pero seguía inmóvil, colgado en el cielo nocturno como una fotografía. La escena era surrealista.

Estábamos a punto de pasar casi por debajo de él. Y entonces, justo cuando nos encontrábamos más cerca, ocurrió lo más extraño. Como si alguien hubiera pulsado el botón de «play» tras una larga pausa, el avión comenzó a moverse. Avanzó con total normalidad, como si hubiera estado en movimiento todo el tiempo, y continuó su rumbo hacia el aeropuerto.

En ese momento, ni siquiera se nos ocurrió sacar el teléfono para grabar. Nuestra mente estaba tan ocupada tratando de procesar la imposibilidad de lo que veíamos, debatiendo qué era, que la idea de documentarlo no cruzó por nuestra cabeza. Fue como presenciar un error en la programación del mundo, un objeto que se había quedado «trabado» y que, al ser observado de cerca, retomó su función programada.

¿Fue una ilusión óptica compartida? ¿Un fenómeno atmosférico desconocido? ¿O fue, como a veces se especula, una prueba de que la realidad que percibimos no es tan sólida como creemos? No tengo una respuesta. Solo el recuerdo vívido de un avión congelado en el tiempo, un recuerdo que me hace preguntarme qué otros fallos imperceptibles ocurren a nuestro alrededor cada día.

El Alma que se Negaba a Partir

En el fragor del combate, la muerte es una compañera constante y brutal. Pero lo que sucede después, cuando el eco de los disparos se apaga y el silencio cae sobre los cuerpos inertes, a veces puede ser más desconcertante que la propia batalla. Esta historia transcurre en la sierra, un territorio sin ley donde las almas a menudo se aferran a la tierra que las vio caer.

Tras un intenso enfrentamiento contra miembros del crimen organizado, varios de ellos quedaron sin vida en un paraje de difícil acceso. El servicio forense tardó casi tres días en llegar. Para un vehículo militar, el camino ya era un desafío; para las furgonetas de los forenses, era prácticamente intransitable.

Cuando finalmente llegaron, el calor y la humedad de la sierra ya habían hecho su macabro trabajo. Los cuerpos se encontraban en un avanzado estado de descomposición. El olor era insoportable. Cualquier rastro de rigidez cadavérica había desaparecido hacía tiempo. La tarea que nos encomendaron fue tan desagradable como necesaria: ayudar a trasladar los cuerpos desde el lugar del enfrentamiento hasta los vehículos.

Entre los caídos, había un individuo que destacaba por su enorme tamaño. Era un hombre extremadamente alto y corpulento. Para mover un cuerpo normal, necesitábamos cuatro personas. Para él, tuvimos que unir nuestros cinturones por debajo de su cuerpo para crear una especie de camilla improvisada y, aun así, se requirió el esfuerzo de muchos más hombres.

Cargamos los cuerpos en la parte trasera de nuestras camionetas tipo Cheyenne. A este hombretón, al que apodamos «Big Show» por su parecido con el famoso luchador, lo colocamos sobre la tapa trasera abatida de la caja de la camioneta. Condujimos hasta un punto intermedio donde esperaríamos al resto del equipo que traía más cuerpos. El conductor, con lógica, pensó: «¿Quién va a intentar robarse una camioneta llena de cuerpos en descomposición en medio de la nada?». Dejó el vehículo allí y regresó con nosotros para ayudar.

Cuando volvimos al punto de encuentro, nos topamos con una escena imposible. El cuerpo del «Big Show» ya no estaba sobre la tapa de la camioneta. Estaba en el suelo. Era como si alguien lo hubiera agarrado y lo hubiera arrastrado hasta tirarlo.

Nos quedamos atónitos. ¿Cómo era posible? El cuerpo pesaba una enormidad. No había rodado por sí solo. Estábamos en medio de la sierra, sin un alma en kilómetros a la redonda. Fue entonces cuando uno de los compañeros más veteranos se acercó al cuerpo y, para nuestra sorpresa, comenzó a propinarle varias patadas.

Todos lo miramos, escandalizados. Él, sintiendo nuestras miradas de reproche, se detuvo, se giró hacia nosotros y dijo con una seriedad sepulcral: «Hay personas que, después de que los asesinan, no se hacen a la idea de que ya murieron. No quieren dejar su cuerpo. Denme una explicación lógica de por qué está en el suelo».

Sus palabras resonaron en el silencio de la sierra. Tenía razón. No había explicación lógica. Volvimos a subir el pesado cuerpo a la camioneta, esta vez con una sensación de inquietud que iba más allá de lo macabro de la tarea.

Al día siguiente, un helicóptero Black Hawk llegó para trasladar los cuerpos. Los pilotos, por el hedor insoportable, se negaron a volar con las puertas cerradas. Tras una breve discusión, se decidió que el vuelo se haría con las puertas abiertas. No habían pasado ni quince minutos desde el despegue cuando recibimos un aviso por radio: un cuerpo se había caído del helicóptero.

Era él. El «Big Show».

Nos enviaron a buscarlo. El piloto nos dio un cuadrante aproximado donde creían que había caído. Rastrillamos esa zona de la sierra durante una semana entera, palmo a palmo. No encontramos absolutamente nada. Ni un rastro. Mi unidad fue relevada, pero otros equipos continuaron la búsqueda. El cuerpo nunca apareció. Simplemente, se desvaneció en la inmensidad de la sierra.

Quizás el viejo soldado tenía razón. Quizás hay almas que se aferran con tal fuerza a su envoltura carnal que se niegan a aceptar su final, almas que, incluso en la muerte, siguen luchando por no ser movidas, por no abandonar el último vestigio de su existencia.

Pactos en la Madrugada: El Fantasma Guardián

El estado de Michoacán ha sido, durante años, un hervidero de violencia, un campo de batalla permanente donde las fuerzas armadas libran una guerra sin cuartel. En ese entorno de tensión constante, donde el cansancio es un enemigo tan letal como las balas, a veces la desesperación lleva a buscar ayuda en los lugares más insospechados.

Nos enviaron a un destacamento en el municipio de Peribán. Al llegar y hacer el relevo de la unidad que nos precedía, notamos algo curioso dentro del banco de armas. Sobre una pequeña mesa, había unas fotografías de un funeral militar. Pertenecían a un soldado muy joven que había perdido la vida en un enfrentamiento en esa misma zona. Sus compañeros habían dejado aquel pequeño altar como homenaje. La consigna era simple: mantenerlo limpio y respetarlo.

Pasaron las semanas. Una madrugada, me encontré a un compañero sentado afuera, con la mirada perdida, sumido en sus pensamientos. Me acerqué, preocupado. En nuestro medio, un comportamiento así puede ser una señal de alerta. «¿Qué tienes?», le pregunté.

Dudó un momento, como si temiera que me burlara de él. «Es que… no sé qué hacer», dijo finalmente. «Anoche estaba de vigilante, en el turno de las tres de la mañana. Me estaba muriendo de sueño. Y tú sabes cómo es mi sargento, si me encuentra dormido, me castiga sin relevo hasta la tarde».

Asentí. Su sargento era famoso por su severidad. «¿Y qué hiciste?», insistí.

Bajó la voz hasta convertirla en un susurro. «Le hablé al fantasma», confesó. Se refería al soldado de las fotografías. «Le dije: ‘Carnal, hazme un paro. Si me quedo dormido y viene el sargento, despiértame'».

Me quedé mirándolo, incrédulo. «¿Y qué pasó?», le pregunté, ya metido en la historia.

«Me quedé dormido», admitió con una calma pasmosa. «Le prometí que si me despertaba, le dejaría un cigarro en su altar, como ofrenda. Pasó un rato y, de repente, escuché que alguien me chistaba, muy cerca. Desperté de golpe… y justo en ese momento venía el sargento».

Me contó que no había nadie a su alrededor, pero el chistido fue claro y lo salvó de un castigo seguro. Por eso estaba tan pensativo, porque el miedo y el asombro luchaban en su interior. Le había hecho una promesa a un muerto, y el muerto había cumplido su parte del trato.

Al principio, pensé que podría haber sido la sugestión, una casualidad. Pero en los días siguientes, el pequeño altar del soldado fallecido comenzó a llenarse de ofrendas. Ya no era un cigarro. Eran dos, cinco, diez. Parecía que el fantasma se había montado un estanco. Otros compañeros, al enterarse de la historia, empezaron a hacer lo mismo. Cada vez que sentían que el sueño los vencía en la guardia, le pedían ayuda al «fantasma guardián». Y, al parecer, funcionaba. Nunca más volvieron a sorprender a nadie de nuestro pelotón durmiendo en su puesto.

Era una anécdota que se contaba entre risas y cotorreo, pero debajo de la broma subyacía un misterio. ¿Era la fe colectiva? ¿La sugestión? ¿O realmente el espíritu de aquel joven soldado seguía cuidando de sus hermanos de armas desde el otro lado, pidiendo a cambio solo un poco de tabaco para las largas noches de vigilia eterna?

El Velo Rasgado: Brujería, Dones y Visiones

Mi viaje por lo inexplicable me llevó más allá de los espectros y las apariciones, adentrándome en un mundo igualmente misterioso pero de una naturaleza diferente: el de las personas con dones, aquellos capaces de ver más allá del velo que separa nuestro mundo de lo desconocido.

Todo comenzó con una entrevista a una mujer, una bruja practicante. Durante nuestra conversación, me leyó las cartas del tarot. Nunca antes me lo habían hecho. Para mi sorpresa, cada una de sus predicciones, cada detalle sobre mi vida que reveló, se cumplió con una exactitud asombrosa. Ella me habló de su hija, una joven que poseía un don aún más fuerte, aunque se sentía cohibida por él. Logré convencerla para una conversación y, de nuevo, la experiencia fue impactante.

Tiempo después, un amigo de Monterrey, escéptico pero curioso, me pidió que le concertara una cita con ellas. Estaba tan decidido que tomó un avión solo para que le leyeran las cartas. Organicé un encuentro en mi casa. La madre, Yadi, comenzó leyéndole las cartas a mi esposa. El resultado fue sobrecogedor. Reveló detalles íntimos y personales de nuestra vida que era imposible que conociera, cosas que solo nosotros dos sabíamos. Mi esposa terminó llorando, no de tristeza, sino de pura impresión.

Luego llegó el turno de mi amigo. Yadi tomó su mano, pero frunció el ceño. «No puedo leerte», dijo. «Hay algo que me lo impide. No me deja ver tu pasado, ni tu presente, ni tu futuro». Intentó con las cartas, pero el resultado fue el mismo. De repente, lo miró fijamente y le preguntó: «Eres santero, ¿verdad?».

Mi amigo palideció. Asintió. Era un aspecto de su vida que mantenía en el más absoluto secreto. «Es tu santo», continuó Yadi. «No me da permiso para entrar. Pídele tú, de corazón, que me deje ver».

Tras un momento de concentración, lo intentaron de nuevo. Esta vez, las cartas fluyeron. Yadi comenzó a describir con precisión la delicada salud de su madre, una disputa familiar, e incluso un hobby secreto que mi amigo me acababa de confesar horas antes: su deseo de coleccionar coches clásicos.

Pero el momento más impactante llegó al final. Yadi echó una última carta y dijo: «Tu santo está molesto contigo. Le prometiste un tatuaje y no se lo has hecho». Mi amigo se quedó sin palabras. Efectivamente, era una promesa que tenía pendiente y que nadie más conocía.

Más tarde, su hija, Aid, la joven del don poderoso, pidió hablar con mi amigo en privado. Se encerraron en una habitación. Ella no necesitaba cartas. Su don era directo. Veía a los muertos y escuchaba voces que le transmitían mensajes. Cuando mi amigo salió de la habitación, estaba pálido como un muerto.

En el coche, de camino a su hotel, me contó lo que había pasado. Aid le dijo que había varias personas a su alrededor que querían darle mensajes. Le pidió que le mostraran fotos de sus difuntos para poder identificarlos. Mi amigo, desde su teléfono, le mostró una foto de su altar privado, donde tenía imágenes de sus ancestros. Aid señaló a uno de ellos y transmitió su mensaje: «Te agradece lo que estás haciendo, pero dice que ya es momento de que lo dejes descansar, que no sientas culpa. Agradece que estés cumpliendo la promesa que le hiciste».

Yo, intrigado, le pregunté a mi amigo a qué promesa se refería. Me contó que, en su lecho de muerte, le había prometido a un amigo íntimo que se haría cargo de pagar la carrera universitaria de su hijo. Una promesa que estaba cumpliendo en silencio hasta el día de hoy.

La precisión era quirúrgica, aterradora. ¿Cómo podía saber todo aquello? Desde los secretos de una fe celosamente guardada hasta las promesas hechas en el último aliento. Aquella experiencia me demostró que existen personas que son canales, antenas que captan señales de una realidad mucho más amplia y compleja que la que nuestros cinco sentidos nos permiten percibir. Son la prueba viviente de que el velo entre los mundos es, a veces, increíblemente delgado.

Las Entrañas de la Ciudad: Los Túneles Secretos de Guadalajara

Toda ciudad tiene sus leyendas urbanas, cuentos susurrados que hablan de pasadizos secretos y mundos ocultos bajo el asfalto. De niño, en Guadalajara, escuché la historia de que bajo la majestuosa catedral existía una red de túneles que conectaba los edificios más importantes de la ciudad: el palacio de gobierno, el teatro Degollado… Eran rutas de escape secretas, vestigios de un pasado convulso. Durante años, para mí, no fue más que eso, una leyenda fascinante.

Hoy, esa leyenda se ha demostrado como una realidad. Exploradores urbanos han encontrado y documentado estos túneles. Y yo, gracias a un amigo, tuve la oportunidad de descender a las entrañas de mi propia ciudad.

El acceso es tan mundano que resulta increíble. En medio de una de las avenidas más transitadas, se levanta una tapa de alcantarilla. Debajo, no hay tuberías, sino una escalera de caracol de hierro que desciende a la oscuridad. Hay que hacerlo de noche, para evitar las miradas curiosas.

Bajamos unos quince metros. El aire se vuelve denso y cálido. Nos encontramos en un túnel abovedado por el que corre un pequeño riachuelo de agua sorprendentemente limpia. En él nadan pequeños peces, todos ciegos, adaptados a una vida en la oscuridad perpetua.

Mientras avanzábamos en fila india por el estrecho pasadizo, mi amigo me advirtió sobre un lugar específico: un cuarto lateral que, según se dice, fue una cámara de reunión masónica. Hoy en día, quienes conocen el acceso lo utilizan para realizar trabajos de brujería. «Ahí se aparecen cosas», me dijo en voz baja.

El compañero que iba en la punta de la fila, un explorador que no era de la ciudad y no conocía estas historias, se detuvo en seco justo antes de llegar a la entrada de dicho cuarto. Nos detuvimos detrás de él. Estaba pálido. «Acabo de ver a una persona ahí dentro», susurró. «Se metió al fondo».

Alumbramos el interior con nuestras potentes linternas. El cuarto era un callejón sin salida, con una única entrada. No había nadie. Pero lo más extraño era el ambiente dentro. Al entrar, un calor sofocante, casi infernal, nos golpeó. Era una temperatura mucho más elevada que en el resto del túnel. En menos de cinco segundos, el lente de mi cámara se empañó por completo. El calor era tan intenso que empezamos a sudar a chorros. El suelo estaba cubierto de restos de rituales: velas, plumas, símbolos extraños.

Salimos de allí con una sensación de opresión en el pecho. ¿Qué era ese calor antinatural? ¿Fue una alucinación lo que vio nuestro compañero, o realmente una presencia habita en esa cámara olvidada bajo la ciudad?

Estas experiencias, fragmentos de lo imposible vividos en primera persona, me han enseñado una lección fundamental: el universo es infinitamente más extraño y misterioso de lo que nuestra lógica nos permite aceptar. Ya sea en la soledad de una torre de vigilancia, en una carretera nocturna, en la remota sierra o bajo las calles de una ciudad bulliciosa, hay fuerzas y presencias que operan según sus propias reglas. Para aquellos que, como los soldados, viven en el filo de la navaja, a veces esa frontera entre nuestro mundo y el otro se vuelve peligrosamente visible. Y una vez que has mirado al abismo, el abismo te devuelve la mirada para siempre.

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