AMIGA, AMANTE… ASESINA
Caso Documentado

AMIGA, AMANTE… ASESINA

|INVESTIGADO POR: JOKER|TRUE CRIME

Foto de RDNE Stock project en Pexels

La Sonrisa del Hacha: El Escalofriante Misterio de Candy Montgomery y Betty Gore

En el corazón de Texas, en la década de los 70, existía un lugar llamado Wylie. No era más que un punto en el mapa, una de esas pequeñas ciudades donde el tiempo parece discurrir más lento, donde las puertas se dejan sin cerrar y los vecinos se saludan por su nombre. Wylie era el arquetipo del sueño americano suburbano, un lienzo de céspedes bien cuidados, barbacoas de fin de semana y servicios religiosos dominicales. Era un lugar donde nunca pasaba nada, protegido por una fuerza policial tan pequeña que apenas contaba con seis agentes. Sin embargo, bajo esa superficie de tranquilidad y normalidad, se estaba gestando una tormenta de pasiones reprimidas, secretos y una violencia tan brutal que dejaría una cicatriz imborrable en la memoria de la comunidad. Esta es la historia de dos familias, los Gore y los Montgomery, cuya amistad, forjada en los bancos de la iglesia, terminaría en un baño de sangre y en uno de los veredictos más controvertidos de la historia criminal de Estados Unidos. Una historia tan surrealista que parece extraída del guion de una película de terror, pero que fue, espantosamente, real.

El Retrato de la Perfección Rota: La Familia Gore

En el centro de esta apacible comunidad vivía la familia Gore. Betty y Allan Gore parecían la encarnación de la estabilidad. Betty, cuyo nombre de soltera era Betty Ailen Pomeroy, nació en 1948 en Norwich, Kansas, otra de esas tranquilas ciudades del medio oeste. Creció en un hogar modesto y profundamente religioso, donde el afecto y los valores morales eran el pan de cada día. Era la clásica buena chica americana: educada, respetuosa, muy unida a sus padres y hermanos. Tenía un fuerte sentido del deber y una moralidad inquebrantable.

Desde joven, Betty mostró un carácter serio y reflexivo. Era una estudiante diligente, una perfeccionista que prefería la compañía de los libros a las reuniones sociales. Su naturaleza introvertida y tímida la mantenía un poco al margen de sus compañeros, no por desinterés, sino por una reserva innata. No buscaba grandes aventuras; su sueño era simple y tradicional: un marido amoroso, hijos a los que dedicarse y una vida tranquila y ordenada. Tenía, además, una vocación clara por la enseñanza. Tras graduarse, se matriculó en la Universidad Estatal de Kansas con el objetivo de convertirse en maestra. Le apasionaba la idea de trabajar con niños, de dejar una huella positiva en la sociedad.

Fue en la universidad donde conoció a Allan Gore. Él era el asistente de su profesor de matemáticas, un joven tranquilo, de modales suaves, la definición misma de un hombre ordinario. Allan era de complexión menuda, sin una personalidad avasalladora. No era el tipo de hombre que llama la atención, pero para Betty, él representaba la estabilidad y la seguridad que tanto anhelaba. Se casaron el 25 de enero de 1970 y se mudaron a la idílica Wylie, Texas, para empezar su vida juntos.

Pronto, Allan consiguió un trabajo de alta especialización en el White Sands Missile Range, en Nuevo México. Su labor consistía en diseñar programas para probar la seguridad de sistemas de misiles balísticos, un trabajo importante y reservado que a menudo lo obligaba a viajar. En 1971, la pareja dio la bienvenida a su primera hija, Alisa. Unos años después, en 1976, Betty comenzó a trabajar como maestra en la escuela primaria de Wylie, pero la experiencia no fue lo que esperaba. El entorno era estresante, le costaba mantener el orden en clase y sentía que los alumnos no la respetaban.

La fachada de felicidad comenzó a resquebrajarse. Las constantes ausencias de Allan por trabajo sumían a Betty en una profunda ansiedad. Odiaba estar sola en casa, especialmente por las noches. El miedo se convirtió en una fobia real, diagnosticada como monofobia, el pánico a la soledad. Las lágrimas eran frecuentes, y la casa, en lugar de un refugio, se convertía en una prisión cuando su marido no estaba. A esto se sumó una severa depresión posparto tras el nacimiento de Alisa, que la distanció emocionalmente de Allan. Él, incapaz de comprender la profundidad de su malestar, empezó a sentir resentimiento y se refugió aún más en su trabajo.

En un intento por salvar su matrimonio, Allan le propuso asistir a un seminario religioso para parejas, una especie de terapia con base en la fe. Betty se negó en rotundo, considerándolo inútil. En su lugar, tomaron una decisión desesperada, una que muchas parejas en crisis consideran erróneamente una solución: tener otro hijo. Pero incluso este acto de unión se convirtió en algo mecánico y frío. Betty, en su afán perfeccionista, planificó el embarazo al milímetro para que el nacimiento no interfiriera con su calendario laboral. Los encuentros íntimos se volvieron programados, una tarea más en una lista de deberes. La infelicidad crecía en silencio, oculta tras las paredes de su acogedora casa. Para el resto del mundo, los Gore seguían siendo la familia perfecta, pilares de la comunidad de la iglesia metodista de Lucas, el pueblo vecino. Y fue precisamente allí, en ese santuario de fe y apariencia, donde Betty conocería a la mujer que se convertiría en su mejor amiga y, finalmente, en su perdición.

El Fuego bajo el Hielo: La Familia Montgomery

Candy Montgomery era el sol donde Betty era la sombra. Nacida como Candace Wheeler en 1949, era hija de un técnico de radar del ejército. Debido al trabajo de su padre en la Fuerza Aérea, su infancia fue nómada, mudándose de una base militar a otra por todo el país. Esta vida itinerante la moldeó, enseñándole a ser independiente, a adaptarse rápidamente y, sobre todo, a socializar con extraños. Candy era brillante, extrovertida y poseía una personalidad magnética que atraía a la gente de forma natural.

Su hermana mayor, Joy, fue su mentora en las artes de la vida, enseñándole una lección que marcaría su destino: a usar la seducción como un arma para obtener de los hombres lo que quisiera. Un día, conoció a Pat Montgomery, un joven y brillante ingeniero eléctrico que trabajaba para Texas Instruments, diseñando radares militares. Pat tenía un futuro prometedor y un salario excelente, capaz de ofrecerle a Candy el estilo de vida desahogado que siempre había deseado. Se casaron, y aunque algunos especulaban que Candy solo estaba con él por su dinero, formaron una pareja aparentemente sólida. Tuvieron dos hijos, Jennifer e Ian, y en 1977, buscando una vida más tranquila lejos del bullicio de la ciudad, se mudaron a Wylie.

Candy dejó su trabajo de secretaria para dedicarse a ser ama de casa y madre a tiempo completo, un rol que inicialmente abrazó con alegría. Se integraron perfectamente en la vida de Wylie y se convirtieron en miembros activos de la misma iglesia metodista que frecuentaban los Gore. Candy, con su don de gentes, hizo amigos enseguida. Fue así como las dos parejas, los Gore y los Montgomery, comenzaron una estrecha amistad, compartiendo cenas, barbacoas y confidencias. Desde fuera, los Montgomery eran otra estampa de la felicidad suburbana. Pero por dentro, Candy se estaba ahogando.

Tras nueve meses en Wylie, la rutina la consumía. La vida de campo, que prometía serenidad, se había convertido en una monotonía asfixiante. Cada día era una repetición del anterior: llevar a los niños al colegio, cocinar, limpiar la casa. El sueño de una vida tranquila se había transformado en una jaula dorada. Estaba mortalmente aburrida. Y en ese vacío existencial, su mirada comenzó a posarse en Allan Gore, el marido de su mejor amiga.

No era una atracción lógica. Candy buscaba emociones fuertes, fuegos artificiales, pasión desenfrenada. Allan, como ya hemos visto, era la antítesis de todo eso. Era un hombre predecible, tranquilo, casi anodino. No era un fuego artificial; era una lámpara de escritorio. Pero quizás eso era precisamente lo que lo hacía tan tentador. La idea de corromper a un hombre tan recto, tan dentro de los esquemas, de sacarlo de su ordenada existencia y hacerlo traicionar a su esposa, se convirtió en un desafío irresistible, un pasatiempo peligroso para combatir el tedio. Candy no solo quería una aventura; quería conquistar lo prohibido, demostrarse a sí misma que podía doblegar la voluntad del hombre más convencional que conocía.

La Chispa Prohibida y el Contrato para el Pecado

El momento exacto en que la atracción se cristalizó fue durante un partido de voleibol de la parroquia a finales del verano de 1978. En medio del juego, Candy y Allan chocaron accidentalmente al intentar alcanzar la pelota. Un contacto fugaz, sin importancia para cualquiera, pero para Candy fue una descarga eléctrica. A partir de ese instante, comenzó a fantasear con él, a interpretar cada pequeño gesto como una señal de interés mutuo. Notaba que bromeaba más con ella, que se quedaba más tiempo después de los ensayos del coro para charlar.

Una noche, tras uno de esos ensayos, Candy decidió actuar. Mientras Allan subía a su coche, ella se acercó y, sin rodeos, le lanzó una bomba. Le confesó que llevaba tiempo pensando en él, que la situación la perturbaba y que estaba cansada de darle vueltas. Le dijo, con una claridad pasmosa, que se sentía muy atraída por él. Y luego, simplemente se fue, dejándolo aturdido en el aparcamiento.

Allan quedó confundido, pero también halagado. No estaba acostumbrado a recibir ese tipo de atención. Candy era una de las mujeres más atractivas y carismáticas de la iglesia, y él nunca se había considerado el tipo de hombre que pudiera interesarle a alguien como ella. Su vida íntima se había limitado exclusivamente a su esposa, Betty. La proposición de Candy, sumada a la tensión y la falta de conexión en su propio matrimonio, plantó una semilla en su mente. Durante una semana, la idea lo persiguió. Quería llamarla, pero se contenía. La culpa luchaba contra la tentación.

Se reencontraron una semana después, en otro partido de voleibol. Tras el juego, en la soledad del aparcamiento, Allan le preguntó qué era lo que quería exactamente. La respuesta de Candy fue tan directa como la primera vez: una aventura. Allan se negó inicialmente. Le dijo que amaba a Betty y que no podía hacerle algo así. Le confesó que Betty misma había tenido una breve aventura años atrás y que el descubrimiento le había causado un dolor inmenso. No quería infligirle el mismo sufrimiento. Candy, pragmática, le aseguró que ella también amaba a su marido, Pat, y que no se trataba de sentimientos, solo de algo físico. Nada de involucrarse emocionalmente.

Allan jugó una última carta. Le reveló que Betty acababa de descubrir que estaba embarazada de su segundo hijo. Era imposible traicionarla en ese momento. Pero a pesar de todas las nobles palabras y las justificaciones, esa misma noche, se besaron. La relación clandestina había comenzado.

Aun así, Allan dudó durante un tiempo. Se veían para almorzar, tenían citas discretas, pero sin llegar a lo físico. Estaba aterrorizado, se sentía culpable. Un día, Candy lo invitó a su casa y, en un acto de una lógica escalofriante, decidieron hacer una lista de pros y contras de tener una aventura. No fue un arrebato de pasión, sino un proyecto meticulosamente planificado. El mayor «contra» era el riesgo de que Candy se involucrara emocionalmente, pero ella lo tranquilizó: solo buscaba diversión, los fuegos artificiales que le faltaban a su vida.

El plan se volvió aún más detallado. Juntos, redactaron una lista de reglas para su relación, un contrato para el pecado:

  1. Si uno de los dos quería terminar, la relación acabaría sin preguntas.
  2. Si uno de los dos se involucraba demasiado emocionalmente, la relación acabaría sin preguntas.
  3. Si se empezaban a correr riesgos innecesarios, la relación acabaría.
  4. Todos los gastos (moteles, comida, gasolina) se dividirían a partes iguales.
  5. Solo se encontrarían en días laborables, mientras sus respectivos cónyuges estuvieran trabajando.

Con el contrato establecido, fijaron la fecha para el inicio oficial de su aventura: el 12 de diciembre de 1978. Ese día, Candy preparó el almuerzo y reservó una habitación en un motel barato a solo tres minutos del trabajo de Allan. Tuvieron su primer encuentro. Irónicamente, según confesaría Candy más tarde, la experiencia fue decepcionante. Allan, en la cama, no era nada del otro mundo.

A pesar de ello, continuaron viéndose cada dos semanas, siguiendo su estricto calendario. Los moteles económicos y sórdidos añadían un toque de transgresión que a ambos les resultaba excitante. Esas horas robadas se convirtieron en su isla de felicidad, un escape de sus rutinarias y opresivas vidas. Pero las reglas estaban destinadas a romperse. Pronto, las conversaciones y confidencias forjaron un vínculo que iba más allá de lo físico. Empezaron a sentir algo el uno por el otro. Los gestos románticos aparecieron: Candy le dejaba brownies caseros bajo el limpiaparabrisas de su coche o pequeños regalos con mensajes sugerentes.

En febrero, apenas dos meses después, Candy admitió ante Allan que se estaba enamorando. Había caído en su propia trampa. Allan intentó minimizarlo, la convenció para continuar, asegurándole que solo era algo pasajero. Pero la dinámica había cambiado. Allan, por su parte, sentía un peso cada vez mayor de culpa. Betty estaba en el séptimo mes de embarazo, y la idea de que pudiera ponerse de parto mientras él estaba en un motel con su amante lo atormentaba.

A principios de junio, Allan decidió poner fin a la aventura. Quería dedicarse por completo a su esposa y al bebé que estaba en camino. Acorde a las reglas, Candy aceptó la decisión sin protestar. La hipocresía llegó a su punto álgido cuando, pocas semanas después, Candy organizó un baby shower sorpresa para Betty. La futura madre, ajena a todo, se sintió inmensamente agradecida por el gesto de su mejor amiga.

A principios de julio, Betty dio a luz a su segunda hija. La llegada de la bebé trajo un breve período de reconciliación a la pareja Gore. Pero la tregua duró poco. A finales de ese mismo mes, Allan y Candy reanudaron sus encuentros clandestinos. Sin embargo, algo se había roto. La pasión se había desvanecido, reemplazada por la monotonía. Candy se quejaba constantemente, actuando casi como una segunda esposa resentida. Allan se sentía atrapado entre las demandas de su amante y la culpa hacia su esposa, que pasaba los días sola cuidando de dos niños pequeños.

La situación se volvió insostenible. Betty, sospechando que algo no iba bien, se enfrentó a Allan cuando él insistió en ir a trabajar un día que debería haberse tomado libre. La llamada telefónica que él hizo para cancelar con Candy, llena de tensión y susurros, solo aumentó las sospechas de su esposa. Una noche, Betty intentó acercarse a su marido, pero él la rechazó, agotado tras haber pasado la tarde con Candy. El rechazo la destrozó. Llorando, le confesó que se sentía humillada, no deseada, convencida de que él ya no la amaba por los kilos que había ganado con el embarazo.

Allan, en un acto de crueldad o estupidez, le contó este íntimo y doloroso episodio a Candy, quien, en lugar de mostrar empatía por su amiga, se puso del lado de Allan, criticando la reacción de Betty. La red de mentiras y traiciones se hacía cada vez más densa y tóxica. Allan intentó terminar la relación con Candy varias veces, pero ella se negaba, llegando a decirle que lo amaba. Mientras tanto, la depresión de Betty empeoraba.

Finalmente, tras asistir a aquel seminario de pareja que Betty había rechazado, los Gore lograron reconectar. Allan regresó decidido a terminar con Candy para siempre. Esta vez fue ella quien, dándose cuenta de que era inevitable, tomó la iniciativa y rompió la relación. Oficialmente, la aventura había terminado. Durante meses, la vida pareció volver a la normalidad. Pero la calma era solo el preludio de la tragedia que se desataría en un fatídico viernes 13.

Un Viernes 13 Sangriento

La noche del 13 de junio de 1980, Allan Gore estaba en un viaje de trabajo en otro estado. Alrededor de las once de la noche, una creciente inquietud lo invadió. Llevaba todo el día intentando contactar con su esposa, Betty, sin éxito. Sus llamadas se perdían en el silencio de su casa. La alarma se disparó cuando recordó que un repartidor había llamado a su puerta al mediodía y nadie había abierto. Betty debería haber estado allí.

Desesperado, Allan llamó a su vecino, Richard, y le pidió que fuera a su casa a comprobar que todo estuviera en orden. Richard encontró el coche de Betty en la entrada y las luces de la casa encendidas. A petición de Allan, otros dos colegas se unieron al vecino. Pensaron que tendrían que forzar la puerta, pero para su sorpresa, estaba abierta.

Entraron con cautela, llamando a Betty por su nombre. La única respuesta fue el llanto agudo y desgarrador de un bebé. Provenía de la cuna de Bethany, la hija recién nacida de los Gore. La encontraron sucia, deshidratada, claramente abandonada a su suerte durante horas. El pánico se apoderó de ellos cuando empezaron a ver manchas de sangre en los pomos de varias puertas. Siguieron buscando, habitación por habitación, hasta que llegaron a un pequeño cuarto de servicio en la parte trasera, una especie de lavandería.

Cuando abrieron la puerta, se encontraron con una escena de una película de terror. El cuerpo de Betty Gore yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre tan vasto que había empapado toda la habitación. Su cuerpo había sido masacrado con una violencia indescriptible. Más tarde, la autopsia revelaría que había sido golpeada 41 veces con un hacha. El arma del crimen, una pesada hacha de casi un metro de largo, fue encontrada a pocos metros de su cabeza, parcialmente oculta bajo un congelador.

La pequeña y tranquila Wylie se despertó en una pesadilla. La policía local, no acostumbrada a nada más grave que una infracción de tráfico, quedó horrorizada. La escena del crimen era dantesca. En el baño, era evidente que el asesino se había duchado después de la masacre. Había huellas ensangrentadas en una alfombra, restos de sangre en los azulejos y cabellos humanos en el desagüe. El tamaño de las huellas sugería que el autor era una mujer o una persona joven. La falta de entrada forzada indicaba que Betty conocía a su atacante; le había abierto la puerta a su propio verdugo.

Mientras la policía comenzaba su investigación, uno de los colegas de Allan lo llamó para darle la trágica noticia. Allan, en estado de shock, hizo lo que le dictó el instinto: llamó a Candy. Le contó que Betty estaba muerta, especulando que podría haberse quitado la vida, una primera hipótesis que las autoridades también barajaron brevemente ante la brutalidad del suceso. Pronto quedó claro que no había sido un suicidio. Alguien le había arrebatado la vida a Betty Gore de la forma más brutal imaginable.

La Máscara se Cae

La investigación avanzó rápidamente. Al interrogar al círculo cercano de la víctima, los detectives descubrieron que la última persona que había visto a Betty con vida era su mejor amiga, Candy Montgomery. La citaron a declarar. Con una calma desconcertante, Candy explicó que había estado en casa de Betty esa mañana. La hija mayor de los Gore, Alisa, había pasado la noche en su casa, ya que las niñas también eran amigas. Candy simplemente había ido a recoger el traje de baño de Alisa para llevarla a la piscina más tarde. No notó nada extraño. Esa fue toda su declaración.

Nadie sospechaba de ella. Era una madre devota, un pilar de la iglesia, la amiga perfecta. Pero entonces, Allan Gore, consumido por la culpa o el deber, hizo una confesión que cambió el curso de la investigación: les contó a los agentes que había tenido una aventura con Candy, aunque insistió en que había terminado siete meses atrás.

De repente, la policía tenía un móvil. Los celos, la venganza, una pasión no resuelta. Empezaron a mirar a Candy con otros ojos. Sus sospechas se confirmaron cuando los análisis forenses revelaron una coincidencia devastadora: una huella dactilar encontrada en el congelador del cuarto de servicio y los cabellos hallados en la ducha pertenecían a Candy Montgomery.

Fue arrestada de inmediato bajo la acusación de asesinato. La comunidad de Wylie no podía creerlo. Estaban convencidos de que se trataba de un terrible error. Candy mantuvo su inocencia. Su familia pagó la fianza de 100.000 dólares y ella volvió a casa, a la espera del juicio. Sorprendentemente, recibió un apoyo abrumador. Su marido, Pat, se mantuvo a su lado incondicionalmente, y los miembros de la iglesia le enviaban cartas de ánimo, seguros de su inocencia.

Para su defensa, Candy contrató a un amigo de la iglesia, Don Crowder, un abogado especializado en lesiones personales que nunca antes había llevado un caso de asesinato, y mucho menos uno tan mediático. Crowder, consciente de la magnitud del desafío, buscó la ayuda de expertos. Contactó a un prestigioso psiquiatra, el Dr. Fred Fason, para que evaluara a Candy.

Fue durante estas sesiones cuando la verdad, o al menos una versión de ella, comenzó a emerger. El Dr. Fason sometió a Candy a una serie de pruebas y, fascinado por el caso, decidió utilizar la hipnosis para acceder a sus recuerdos reprimidos. Sesión tras sesión, bajo el estado de trance hipnótico, Candy comenzó a relatar una historia muy diferente. Confesó. Sí, había matado a Betty Gore. La había golpeado 41 veces con un hacha. Pero, según ella, había una razón.

La Ira Reprimida y el Juicio del Siglo

La defensa de Candy se construiría sobre una base psicológica compleja y controvertida. El Dr. Fason testificaría en el juicio que Candy había experimentado una «reacción disociativa» en el momento del crimen. Durante la hipnosis, había salido a la luz un trauma infantil. Cuando era niña, Candy se había hecho daño y corrió a buscar consuelo en su madre. Pero en lugar de abrazarla, su madre la había silenciado con un tajante «shhh», seguido de una amenaza común en la época: deja de llorar o te daré una razón para hacerlo.

Según el psiquiatra, este incidente, aparentemente trivial, había creado en Candy un mecanismo de represión de la ira y el dolor. Y ese mecanismo había explotado fatalmente la mañana del 13 de junio en casa de Betty Gore.

Esta fue la reconstrucción de los hechos según la confesión de Candy bajo hipnosis:

Aquella mañana, después de dejar a los niños en la escuela, Candy fue a casa de Betty para recoger el traje de baño de Alisa. Una vez dentro, Betty, con una calma tensa, la confrontó directamente. Le preguntó si estaba teniendo una aventura con Allan. Candy lo negó. Betty insistió: ¿había tenido una en el pasado? Acorralada, Candy lo admitió, pero aseguró que había terminado hacía mucho tiempo.

En ese momento, según el relato de Candy, Betty salió de la habitación sin decir palabra y regresó del cobertizo de herramientas con el hacha en la mano. Candy, más confundida que asustada, le preguntó qué estaba haciendo. Betty le dijo que podía llevarse a su hija a nadar, pero que nunca más debía volver a verla a ella ni a Allan. Luego, apoyó el hacha contra la pared y fue a buscar el bañador. Cuando se lo entregó, su rostro mostraba una tristeza profunda.

Candy intentó un gesto de consuelo, poniendo una mano en el brazo de Betty y disculpándose. Fue entonces cuando Betty explotó. La empujó violentamente hacia el cuarto de la lavandería, agarró el hacha y la blandió como un arma. Le gritó que nunca tendría a Allan, que él era solo suyo. Candy insistió en que no lo quería, pero Betty, según su testimonio, susurró una amenaza helada y mortal: tengo que matarte.

A continuación, se desató una lucha feroz. Betty intentó golpearla con el hacha, pero Candy logró arrebatársela. Fue en ese momento, afirmó Candy, cuando Betty hizo el sonido que lo desencadenó todo: un «shhh» para silenciarla. El mismo sonido de su trauma infantil. Algo se rompió dentro de ella. Entró en un estado de trance, una furia ciega y disociada. Golpeó a Betty. Y otra vez. Y otra. Cuarenta y una veces. No era consciente, afirmó, no tenía control. Era pura reacción, la explosión de una vida de ira reprimida.

Después, la realidad la golpeó. Cubierta de sangre, se duchó en el baño de Betty, se vistió y se fue, dejando atrás la horrible escena. Continuó con su día como si nada hubiera pasado. Asistió a una clase de la iglesia, almorzó con amigos, llevó a los niños a natación y luego al cine a ver El Imperio Contraataca. Su comportamiento era el de una autómata, una persona desconectada de la atrocidad que acababa de cometer.

En el juicio, la fiscalía argumentó que era un asesinato premeditado y brutal, no un acto de legítima defensa. Pero la defensa se centró en el estado mental de Candy. Cuando subió al estrado, su actitud era fría, casi sin emociones, lo que muchos interpretaron como la prueba de una psicópata. Pero su abogado tenía un as en la manga.

En un momento de gran dramatismo, Crowder presentó el hacha del crimen como prueba y la acercó a Candy. Ella gritó, se tapó los ojos, suplicando que la alejara. El abogado, en un golpe de teatro, empujó el arma directamente frente a su rostro. Candy lanzó un alarido de terror y se derrumbó en un llanto histérico. La escena impactó profundamente al jurado. Dos de sus miembros se conmovieron hasta las lágrimas.

El 30 de octubre de 1980, tras menos de cuatro horas de deliberación, el jurado emitió su veredicto. Candy Montgomery fue declarada no culpable. Habían aceptado la tesis de la legítima defensa.

Veredicto y Sombras Perpetuas

La sentencia fue un shock que sacudió a toda la nación. Mientras Candy salía del juzgado, una multitud enfurecida la recibió con gritos de «¡Asesina! ¡Asesina!». Dentro de la sala, el sentimiento era de incredulidad y consternación. El caso se convirtió en un tema de debate nacional que perdura hasta hoy. ¿Cómo pueden 41 hachazos ser considerados legítima defensa? Incluso si la historia de Candy fuera cierta y Betty la atacó primero, ¿por qué no llamar a la policía? ¿Por qué limpiar la escena del crimen, seguir con su día como si nada y mentir a las autoridades?

Para la comunidad de Wylie, el veredicto legal no importaba. Habían dictado su propia sentencia. La gente comenzó a evitar a Candy y a su familia. Recibían cartas anónimas con insultos y amenazas. Marginada y condenada moralmente por sus vecinos, la vida de los Montgomery en Texas se volvió insostenible.

Poco después del juicio, se mudaron a Georgia. Cuatro años más tarde, Candy y Pat se divorciaron. Candy recuperó su apellido de soltera, Wheeler, y, en una de las ironías más extrañas de esta historia, se reinventó como terapeuta de salud mental y consejera familiar.

El destino de Allan Gore también fue turbulento. Apenas tres meses después del juicio, se volvió a casar y se mudó con sus dos hijas, Alisa y Bethany. Sin embargo, su nueva vida familiar estuvo plagada de acusaciones de maltrato hacia las niñas por parte de su nueva esposa. Las autoridades intervinieron y la custodia de las pequeñas fue otorgada a los padres de Betty, sus abuelos maternos.

A pesar de todo, las hijas de Betty Gore han demostrado una resiliencia admirable. Ambas crecieron y formaron sus propias familias. Alisa se convirtió en maestra, como su madre, y llamó a una de sus hijas Betty, en su honor. Las dos hermanas mantienen una relación muy estrecha y, sorprendentemente, también con su padre, Allan, quien ahora vive jubilado en Florida con una nueva pareja.

La historia de Candy Montgomery y Betty Gore sigue fascinando y horrorizando a partes iguales. Ha inspirado libros, películas y varias series de televisión que intentan desentrañar la psicología detrás de los hechos. Ron Pomeroy, uno de los hermanos de Betty, ha expresado públicamente su descontento con cómo estas producciones a menudo retratan a su hermana, pintándola como una persona extraña y deprimida. Él prefiere recordarla como lo que era: una persona sensible, sana y cariñosa.

El misterio central, sin embargo, permanece. ¿Fue Candy Montgomery una víctima que actuó en un estado de pánico y furia ciega para salvar su propia vida? ¿O fue una asesina a sangre fría que planificó una defensa psicológica brillante para escapar de la justicia? La verdad completa murió con Betty Gore en el suelo de aquella lavandería, en un charco de sangre, en un caluroso y fatídico viernes 13. Y las sombras de ese hacha aún se proyectan sobre la aparente tranquilidad de los suburbios americanos, recordándonos que los monstruos más aterradores, a veces, son aquellos que nos saludan con una sonrisa cada domingo en la iglesia.

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