
Ed Gein: La Verdad Oculta Tras el Monstruo que Netflix Ignoró
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La Sombra de Ed Gein: El Monstruo que Inspiró Nuestras Peores Pesadillas
Hay un hilo oscuro que une al Silencio de los Inocentes, Psicosis y La Masacre de Texas. Más allá de ser obras maestras del suspenso y el terror, todas comparten un villano memorable, una figura que se ha incrustado en la psique colectiva. Y para todos esos villanos, hubo una inspiración compartida: un sujeto que, a finales de la década de 1950, dejó anonadada a toda una nación con sus terribles actos. Actos que, como queda claro, se marcarían a fuego en nuestro inconsciente.
Una niñez rota, grandes dosis de aislamiento y una madre autoritaria y obsesionada con el infierno fueron los ingredientes que conformaron el caldo de cultivo del que emergería una mente que, al día de hoy, sigue siendo investigada por su perversidad y su complejo y perturbador vínculo con la muerte. ¿Cuál fue el recorrido que hizo esa mente antes de descender al más oscuro de los abismos? ¿Por qué se volvió tan icónico un sujeto que, oficialmente, solo mató a dos mujeres? ¿Cuál fue su condena? Y más importante aún, ¿por qué su historia nos sigue atrayendo con una fuerza tan macabra? Para responder a estas y otras preguntas, es necesario que nos sumerjamos en el oscuro caso de Ed Gein, el monstruo de Wisconsin.
Una Granja Aislada del Mundo
El paisaje de Wisconsin a principios del siglo XX tenía algo de inhóspito. Largas extensiones de terreno baldío, inviernos rigurosos que parecían borrar toda huella de vida y pueblos pequeños donde todos se conocían y donde cualquier diferencia se volvía motivo de comentario. En ese marco nació en 1906 Edward Theodore Gein. Era el segundo niño del matrimonio formado por George y Augusta. Su hermano mayor, Henry, había nacido en 1901 y, aunque no lo sabía, terminaría siendo la posible primera víctima de una bestia que aterrorizaría esa parte del mapa.
Los primeros llantos de Ed fueron dados en La Crosse County, antes de que la familia se trasladara al remoto y diminuto pueblo de Plainfield. Plainfield era una comunidad rural de pocos habitantes, donde las costumbres conservadoras y religiosas marcaban el ritmo de la vida cotidiana. Para los locales, todos los miembros del clan Gein fueron vistos como extraños de inmediato, en parte por la actitud de Augusta, en parte por el hermetismo que rodeaba su vida doméstica.
La granja que habían adquirido le permitía a la familia un aislamiento potenciado. De hecho, se supone que la matriarca había elegido aquella porción de tierra justamente por esa característica en particular. Para Augusta, esa granja no era solo un lugar de residencia, sino un escenario donde imponer sus creencias y moldear a sus hijos según su visión del bien y del mal. Lisa y llanamente, la mujer deseaba mantener a Henry y Edward lejos de lo que ella consideraba corrupto. ¿Y qué era lo corrupto? Para Augusta, todas las mujeres eran pecadoras por naturaleza, salvo ella misma. Transmitía a Ed que el sexo era la raíz de la maldad y que las mujeres eran impuras y destructivas. Para ella no había matices, y la manera en que educó a sus hijos reflejaba esa visión binaria y sofocante.
Por su parte, George, el progenitor de los pequeños, era un hombre alcohólico y con escasas habilidades sociales o laborales. Según algunos documentos de la época, se supo que la tragedia estaba en su sangre. A los tres años había quedado huérfano luego de que una crecida del río Misisipi acabara con sus padres y hermanos. De allí en adelante, su devenir había sido caótico y errante, su educación había sido nula y su capacidad de acceder a trabajos dignos, más que limitada. George fracasaba en cada empleo que intentaba sostener, lo que lo volvió objeto de la ira de Augusta, que seguía encontrando en la Biblia y en su interpretación estricta la única guía de vida.
La pareja discutía acaloradamente y no dudaban en llevar esas disputas al plano físico. En más de una ocasión se habían levantado la mano mutuamente, derivando aquello en una clara situación de violencia que pronto hizo mella en la psiquis de los pequeños. Sin embargo, y en propias palabras de Ed, no fueron los golpes que se daban al horario de la cena lo que lo marcaría de por vida, sino un hecho puntual. En una ocasión, había salido de su cuarto y había ido hasta una habitación en la que no le tenían permitido entrar. Allí había visto a sus padres en una situación inusual que se le grabaría a fuego. Augusta y George estaban matando a un cerdo. Ver la sangre salpicando las paredes y escuchar los gritos desesperados del animal lo habían excitado. No era del todo consciente en ese momento, pero la muerte acababa de seducirlo.
Entre Libros y Sermones
George murió en 1940 tras años de deterioro físico y emocional, dejando a sus hijos bajo la autoridad indiscutida de su madre. Lo cierto es que nadie lo extrañó. La mujer solía menospreciarlo y subestimarlo, quitándole autoridad frente a los pequeños que apenas sentían cariño o respeto por él.
Mientras otros niños jugaban en el pueblo, los Gein se mantenían apartados. Augusta prohibía a sus hijos tener amigos, y cuando Ed intentaba vincularse, recibía sermones sobre los peligros del pecado y sobre cómo, con cada accionar, se alejaba de la inmortalidad. Así fue que el chico adquirió una personalidad tímida y retraída. Era extremadamente apegado a su madre y no contemplaba la chance de contradecirla o rebelarse a sus órdenes.
Sus compañeros de clase lo describían como un niño extraño, callado, con dificultades sociales y objeto frecuente de burlas. Además, Ed tenía un tic en la forma de sonreír, lo que lo hacía parecer fuera de lugar. Su mirada solía ser esquiva y evitaba confrontar tanto con adultos como con otros de su edad. Aunque era inteligente en la escuela, no pasaba de ser un alumno promedio. Los recreos siempre lo encontraban con las manos en los bolsillos y perdido en los recovecos de su imaginación, al menos hasta que descubrió las virtudes de la pequeña biblioteca del establecimiento.
Su creciente fascinación por la lectura lo llevó a consumir obras sobre anatomía, crímenes y relatos pulp. Gracias a esas páginas podía asomarse a un territorio vedado para él, un territorio dominado por lo que le habían enseñado a considerar profano: el sexo, las mujeres, los asesinatos. Lo que Ed leía a escondidas servía de contrapunto para su costado devoto, obediente y puro. El mismo niño que se arrodillaba frente a su progenitora para rezar y autocastigarse por haber mirado de más a una compañera, luego se escondía bajo las sábanas y, a la luz de una vela, se aventuraba en relatos repletos de salvajismo.
Mientras Augusta leía a sus hijos pasajes de la Biblia que enfatizaban el castigo y la condena eterna, algunos autores de la época colmaban de femmes fatales los sueños de Ed. En definitiva, mientras la madre predicaba inocencia, en Ed se acumulaban fantasías reprimidas, deseos no resueltos y una incapacidad consciente de diferenciar entre emociones complejas. Con el tiempo, lo que para cualquier otro niño hubiera sido solo una infancia dura, en Ed se transformó en algo más profundo: un vacío social, emocional y afectivo del que nunca pudo salir. De esta manera, el pueblo, con su calma engañosa, se convirtió en la cuna de aquel que luego sería conocido como el Carnicero de Plainfield.
La Muerte Visita a los Gein
Pasaron unos años y el contraste entre Henry y Ed se hizo evidente. Henry comenzó a cuestionar la influencia de su madre, mostrando cierto rechazo hacia su fanatismo religioso y su control absoluto. Incluso llegó a expresar a personas cercanas su preocupación por la dependencia que Ed tenía hacia Augusta. Ed, en cambio, como vimos, absorbía sin resistencia cada palabra de la mujer. Para él, Augusta no era solo una guía espiritual; era la única fuente de verdad, por eso jamás la cuestionó. Cuando ella le dijo que, acabado el colegio, debía dedicarse enteramente a la vida en la granja, asintió feliz ante la idea de que su progenitora decidiera por él. Incluso se dice que Ed lloraba cuando Augusta lo reprendía, no por miedo al castigo físico, sino por temor a perder su aprobación.
Esa relación de veneración se convirtió en el núcleo de su vida emocional. El joven defendía a su madre con vehemencia, por lo que empezó a tener discusiones cada vez más violentas con Henry, que, queriendo ayudarlo, le sugería que no era normal lo que les estaba pasando. Estos enfrentamientos se volvieron habituales entre los hermanos. Día tras día tenían intensos intercambios en los que el mayor de los Gein buscaba una fisura en las solemnes creencias de Ed. Mantenía la esperanza de poder sacarlo de aquel estado de entrega ciega. Pero era en vano. No importaba si hablaba con argumentos, desde el cariño o hasta con enojo. Ed siempre lo observaba negando con la cabeza, no pudiendo creer que alguien tuviera intenciones de manchar la noble reputación de esa mujer, que para él era poco menos que un ángel.
Así, dadas las cosas, la enemistad entre los jóvenes se volvió insostenible hasta 1944. Aquella primavera, los dos hermanos trabajaban juntos en la quema de un campo cercano a la granja, una actividad cotidiana para quienes viven en esas zonas. De acuerdo con el reporte oficial, Ed perdió de vista a Henry durante el incendio y decidió pedir ayuda. Cuando los rescatistas se hicieron presentes, los condujo directamente hacia un montículo donde se encontraba el cuerpo de su hermano. Esto los sorprendió a todos, porque al principio Ed se había mostrado inquieto con respecto al paradero de Henry, pero luego les indicó exactamente dónde estaba tirado, como si él siempre lo hubiera sabido.
El mayor de los Gein estaba muerto y con signos de haber sufrido asfixia. Los detalles levantaron sospechas. El cuerpo no mostraba quemaduras significativas y, según algunos informes, presentaba moretones en la cabeza. A pesar de esto, la policía local, poco habituada a investigaciones que implicaran muchos pasos, declaró la muerte como accidental y el caso se cerró. Nunca se comprobó si Ed había tenido que ver con la muerte de su hermano, pero la duda quedó flotando como una sombra que jamás se disipó.
Sin embargo, la pérdida más devastadora llegaría poco después, ese mismo año, cuando Augusta sufrió una serie de derrames cerebrales que la dejaron debilitada y finalmente la condujeron a la muerte en diciembre de 1945. Para Ed fue un golpe del que nunca se recuperó. La única persona a la cual él había amado y temido desaparecería. Con su ausencia se derrumbaba su único punto de referencia. Los testimonios posteriores coinciden: la muerte de Augusta fue el quiebre definitivo.
Ed tenía entonces 39 años y, a diferencia de la mayoría de los hombres de su edad, no tenía esposa, amigos cercanos ni un círculo social en el que apoyarse. Nunca había dejado de ser un niño apegado a su madre. Cuando Augusta dejó este plano, Ed quedó como único dueño de una enorme extensión de tierra, atrapado en un espacio lleno de recuerdos, con habitaciones enteras que decidió clausurar para mantenerlas intactas como un santuario dedicado a su progenitora. Fue en ese vacío absoluto, sin figuras que lo contuvieran ni vínculos externos que lo salvaran, cuando Ed comenzó a sumergirse en un universo privado de alucinaciones perturbadoras. Sus lecturas también se oscurecieron: redobló su apetito sobre crímenes reales, desarrolló predilección por los relatos sobre canibalismo y necrofilia, y acumuló más y más manuales médicos sobre anatomía femenina. Poco a poco, el duelo por la pérdida de Augusta se transformó en algo más: en la búsqueda enfermiza de recrear su presencia a través de otros cuerpos. La granja de Plainfield ya no sería un lugar apartado en el mundo, sino el epicentro de una pesadilla que estaba a punto de descubrirse.
Doce Años de Terror
Fueron doce años los que Ed pasó ocultando su verdadero rostro. En la superficie, Ed Gein era un vecino excéntrico, casi pintoresco. En el pequeño pueblo de Plainfield, donde todos se conocían, él ocupaba un lugar ambiguo. No estaba del todo integrado en la comunidad, pero tampoco generaba un rechazo abierto. Para muchos era simplemente el raro, un hombre solitario que, tras la muerte de su madre, se había vuelto aún más retraído. Se ganaba la vida con trabajos ocasionales: hacía reparaciones, cortaba el pasto, cuidaba niños de vecinos e incluso participaba en labores agrícolas. Los pobladores lo describían como alguien trabajador, servicial y de trato amable, aunque extraño. Su colección de revistas y libros sangrientos era vista como un pasatiempo inofensivo.
Sin embargo, había detalles que dejaban entrever un costado más inquietante. Varias niñeras y madres de familia recordaban que Ed solía mirarlas de modo persistente, como perdido en oscuras cavilaciones. Esto incomodaba a algunos, que preferían no cruzarse con él ni hablar de las calaveras que el hombre empezó a poner de decoración en la puerta de su granja. Según decía, se las había regalado alguien que las había traído luego de su paso por la Segunda Guerra Mundial. Más allá de eso y de algunos susurros que sobrevolaban cuando caía la tarde, nadie imaginó lo que se terminaría descubriendo.
Fue recién en 1957 cuando las cosas empezaron a cobrar un tinte escalofriante. El 16 de noviembre de aquel año amaneció como un día normal en Wisconsin. Era sábado y muchos se preparaban para la temporada de caza de venados. Entre ellos estaba Bernice Worden, dueña de la ferretería local, una mujer respetada en la comunidad. Su hijo, Frank Worden, era algo así como ayudante del sheriff del condado. Aquella mañana, Bernice atendía el negocio sola. Entre los clientes que entraron a la tienda estuvo Ed Gein, quien había pasado la tarde anterior conversando con ella. No era extraño verlo por allí; solía comprar herramientas, clavos o solventes.
Horas después, cuando Frank regresó a la ferretería, encontró el local vacío. Su madre no estaba. Había rastros de sangre en el piso y una factura que registraba la venta de anticongelante a nombre de Ed Gein. Para Frank, aquello no era una simple desaparición. La evidencia apuntaba directamente hacia el vecino excéntrico de la granja aislada. Como es lógico, todas las alarmas se encendieron. La policía local, acompañada por el propio Frank, se dirigió esa misma noche al terreno que muchos consideraban maldito. Lo que encontraron excedió cualquier expectativa y trajo infinitas noches de insomnio a los desafortunados testigos.
La Granja del Horror
El escenario era la viva manifestación del síndrome de Diógenes, un trastorno del comportamiento que suele golpear a personas mayores, aunque no exclusivamente. Se lo llamaba así por una extraña ironía histórica. Diógenes de Sinope, el filósofo griego, predicaba la austeridad y vivía con lo mínimo, rechazando los bienes materiales. En cambio, quienes sufren de este síndrome hacen lo contrario: acumulan, guardan, almacenan sin medida hasta quedar sepultados en sus propios objetos.
Pero no solo es acumulación. El síndrome arrastra consigo algo más profundo y doloroso: aislamiento social, descuido extremo de la higiene personal y del entorno, y una desconexión creciente con las normas de convivencia. Quien entra en una casa marcada por el síndrome de Diógenes siente un choque inmediato. Olores penetrantes, pasillos convertidos en túneles de bolsas, muebles invisibles bajo capas de papeles, envases y ropa vieja. Lo que para los demás es basura, para esa persona representa seguridad o control. El síndrome de Diógenes, en definitiva, es un intento desesperado de aferrarse a las cosas cuando ya se han perdido demasiados vínculos humanos.
Esto es lo que pasaba con Ed, solo que había entre su basura rastros de algo mucho más perturbador. En un cobertizo, colgando de los tobillos y con la cabeza hacia abajo, estaba el cuerpo de Bernice Worden. Había sido despiezada como un animal de caza. Se le habían extraído los órganos y su torso estaba abierto en canal. La brutalidad del hallazgo paralizó a los agentes. Al registrar la propiedad, el horror se multiplicó. Cada habitación era una muestra grotesca de lo que Ed había estado construyendo en secreto durante años.
Entre los objetos encontrados había cuencos fabricados con cráneos humanos, sillas y pantallas de lámpara tapizadas con piel, máscaras faciales confeccionadas con rostros desollados, una caja con narices humanas, un cinturón elaborado con pezones, una colección de labios colgados de un cordel y una capa hecha con torsos de mujer. La cabeza de otra víctima se conservaba en una bolsa de papel. Los agentes, acostumbrados a escenas de crimen doméstico o accidentes rurales, jamás habían presenciado nada similar. La granja Gein era más que un hogar; era un museo de la muerte, una construcción personal hecha de cadáveres y fetiches macabros. La noticia del hallazgo recorrió el país en cuestión de días. Los diarios nacionales hablaban del Carnicero de Plainfield, y Ed Gein pasó de ser un vecino raro a convertirse en el símbolo del mal más inexplicable.
Confesiones de un Monstruo
Ed Gein fue detenido esa misma noche. Lo trasladaron a la comisaría del condado de Waushara, donde comenzó una de las etapas más extrañas de la investigación: los interrogatorios. Los agentes esperaban encontrarse con un criminal frío, tal vez agresivo. En cambio, se toparon con un hombre de voz suave, actitud infantil y una extraña ingenuidad. Respondía con frases cortas, sonrisas nerviosas y una timidez desconcertante.
Cuando le preguntaron por Bernice Worden, al principio negó haber estado con ella, pero la factura lo dejaba sin margen. Poco a poco comenzó a hablar. No lo hacía con la dureza de un asesino, sino con la calma de quien relata una rutina. Admitió que había matado a Bernice de un disparo con su rifle calibre 22 y luego la había llevado al cobertizo. Allí la había desollado del mismo modo que había visto hacerlo a los cazadores con los venados. Lo relataba sin emoción, como si describiera una tarea doméstica.
Los investigadores fueron más allá. Le preguntaron por Mary Hogan, la dueña de una taberna desaparecida en 1954. Habían descubierto que a ella pertenecía la cabeza que habían hallado en una bolsa. Durante años, la desaparición de Mary había sido un misterio en Plainfield. Ed, sin inmutarse, reconoció haberla asesinado. Mary Hogan era una mujer de carácter áspero y lenguaje directo, que regentaba una de las pocas tabernas del pueblo. Su temperamento fuerte, según algunos investigadores, evocaba de alguna manera el recuerdo de su madre Augusta. La tarde del 8 de diciembre de 1954, Ed la visitó en el bar cuando ya estaba cerrado. Allí le disparó con un revólver, arrastró su cuerpo hasta su vehículo y lo llevó a la granja.
Pero lo que más impactó a la policía no fueron las confesiones de los asesinatos, sino la explicación sobre los objetos hallados en su vivienda. Ed admitió que durante años había exhumado cadáveres de mujeres que le recordaban a su madre. De sus cuerpos extraía piel, huesos y órganos para confeccionar sus artesanías macabras.
El Profanador
Según explicaría el hombre, la muerte de Augusta había dejado un vacío imposible de llenar. Ed, incapaz de vincularse con otras mujeres y atormentado por la represión inculcada por su madre, comenzó a buscar una forma de traerla de vuelta. Esa necesidad enfermiza lo condujo a los cementerios de Plainfield y alrededores.
Confesó que leía con atención los obituarios publicados en los diarios locales. Buscaba nombres de mujeres recientemente fallecidas, de mediana edad, que en su aspecto o complexión física le recordaran a su progenitora. Cuando encontraba a alguien que coincidía con su ideal, esperaba que anocheciera, tomaba sus herramientas y se dirigía al cementerio. Entre 1947 y 1952 realizó numerosas incursiones nocturnas, exhumaba ataúdes, extraía los cuerpos y los trasladaba a su granja.
En su casa, la línea entre artesanía y ritual necrofílico se borraba. No se trataba simplemente de coleccionar restos. Ed estaba intentando recrear la presencia femenina en su vida, confeccionando un traje de mujer con piel humana que, según declaró, le permitiría transformarse en su madre. Las autoridades descubrieron después que había hecho experimentos de taxidermia con los cuerpos. Aunque la necrofilia como tal nunca se comprobó de manera absoluta, la obsesión por los cuerpos y el contacto íntimo con ellos dejan margen para la duda.
Para el pueblo, las desapariciones en los cementerios eran atribuidas al vandalismo. Nadie imaginaba que eran obra de ese vecino que caminaba lento y silencioso por el centro. La granja se había convertido en un laboratorio del horror, una casa habitada por la obsesión de un hombre que ya no distinguía entre la devoción a su madre y la necesidad de poseer físicamente lo que la muerte le había arrebatado.
Juicio, Encierro y Muerte
Tras su arresto y confesiones, Ed Gein se convirtió en el centro de atención nacional. En lo legal, la situación era compleja. Los psiquiatras que lo examinaron coincidieron en que sufría graves trastornos mentales, esquizofrenia y psicosis. En 1958 fue declarado no apto para ser juzgado y enviado al Central State Hospital for the Criminally Insane en Waupun, Wisconsin.
El juicio por el asesinato de Bernice Worden finalmente se llevó a cabo años después, en 1968, cuando un tribunal lo declaró culpable, pero legalmente insano. La sentencia lo envió de por vida al Mendota Mental Health Institute. Durante sus años en el hospital, Ed se comportó como un paciente dócil y colaborador. Los médicos lo describían como un hombre amable, un anciano tímido muy lejos de la imagen del monstruo que la prensa había construido.
Mientras tanto, en Plainfield, la granja Gein se convirtió en lugar de peregrinaje de curiosos. En 1958, antes de que fuera subastada, la casa ardió en un incendio sospechoso. Nunca se identificó al responsable. Ed Gein permaneció internado hasta su muerte por cáncer el 26 de julio de 1984, a los 77 años. Fue enterrado en el cementerio de Plainfield, en la misma parcela donde descansaban sus padres y su hermano. Con el tiempo, su tumba fue objeto de vandalismo. En el año 2000, su lápida fue robada y recuperada un año después. Hoy, su tumba permanece sin marcar.
El Mal en la Cultura Popular
La historia de Gein no terminó con su muerte. Su figura ya había escapado del expediente policial para convertirse en un arquetipo del horror moderno. El primer gran impacto cultural vino de la mano de Robert Bloch, autor de la novela Psicosis en 1959. Bloch, que vivía a pocos kilómetros de Plainfield, creó a Norman Bates, un hombre retraído, atado de manera enfermiza a la figura de su madre. La icónica adaptación de Alfred Hitchcock consolidó este paralelismo.
En los años 70, el horror cinematográfico encontró otra encarnación en Gein: Leatherface, el villano de La Masacre de Texas. El personaje usa una máscara hecha de piel humana y convierte restos en mobiliario, un eco directo de los hallazgos en la granja. En los 90, Buffalo Bill, el antagonista de El Silencio de los Inocentes, volvió a poner a Gein en el centro del terror popular. Este asesino ficticio confecciona un traje con la piel de sus víctimas para transformarse.
Lo fascinante del mito es cómo Gein encarna un tipo particular de terror: el monstruo doméstico. No es un genio criminal ni un hombre seductor. Es un granjero solitario, un vecino extraño, alguien que parecía inofensivo. Su horror surgió de un pueblo pequeño donde todos se conocían. Ed Gein, sin proponérselo, se convirtió en el padre involuntario de los monstruos del cine moderno.
El Negocio del Morbo
La fascinación por Gein llegó a materializarse en la compra y exhibición de sus objetos personales, consolidando un mercado que hoy conocemos como murderabilia. Uno de los casos más llamativos fue su camioneta Ford Sedan de 1949. Tras su arresto, fue adquirida por un operador de ferias que la transformó en una atracción itinerante llamada Ed Gein’s Ghoul Car. La exhibición fue criticada y finalmente cerrada.
Se sabe también que una firma de Gein fue subastada por miles de dólares. En el año 2000, un pedazo de tierra extraído de su tumba se vendió en eBay por 27,48 dólares. Este fenómeno refleja un aspecto perturbador de su legado: la fascinación no solo por revivir el horror, sino por convertirlo en objeto de culto y de consumo.
Final
Hay en estas historias muchos detalles difíciles de corroborar. Se dice que la granja de Gein fue incendiada para que no tentara a otros, pero también se rumorea que fueron los propios agentes de la ley quienes incentivaron el hecho para cerrar el caso. Tampoco se sabe si hubo más asesinatos. Un rumor persistente remarca que la autoridad prefirió no engrosar la lista de víctimas.
Otra historia muy difundida dice que entre los cadáveres profanados estaba el de la mismísima Augusta, y que Ed dormía con su cuerpo en putrefacción. Se supone que los investigadores ocultaron este hecho para no añadir más perversidad al caso. Las piezas macabras que Ed fabricó fueron destruidas, aunque algunos afirman que se subastaron en el mercado negro.
Psicológicamente, el caso de Gein desnudó la compleja interacción entre abuso infantil, aislamiento y trastornos mentales. Su historia se convirtió en un ejemplo de cómo la psique humana, sometida a presiones extremas, puede dar lugar a comportamientos inimaginables. Un recordatorio de que, en ocasiones, el mal no tiene la forma de una leyenda, sino la escalofriante sencillez de lo cotidiano.
En la oscuridad de Plainfield, la vida siguió, pero el eco de la locura de Ed Gein nunca se apagó. La pregunta obligada es, ¿con cuántos Ed Gein nos cruzamos a diario? Y quizás en esa comprensión reside el aprendizaje más inquietante. Conocer al monstruo no siempre implica derrotarlo, pero sí nos obliga a mirar más de cerca todo eso que somos capaces de ignorar para no perder nuestra propia cordura.