El Robo del Louvre de $3 Millones: Un Crimen Real
Caso Documentado

El Robo del Louvre de $3 Millones: Un Crimen Real

|INVESTIGADO POR: JOKER|TRUE CRIME

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El Ladrón que Nadie Esperaba: La Verdadera Historia del Robo de la Mona Lisa

Bienvenidos a Blogmisterio. Hoy nos adentramos en uno de los crímenes más audaces y desconcertantes de la historia del arte. Un crimen que transformó una obra maestra en un icono global. Hablamos, por supuesto, del robo de la Mona Lisa.

La Gioconda no es simplemente una pintura importante; es, para muchos, la pintura más trascendental del mundo. Cada año, más de ocho millones de personas acuden al Museo del Louvre, y una abrumadora mayoría de ellas lo hace con un único objetivo: verla. A lo largo de los años, han surgido sospechas sobre la autenticidad de otras obras de Leonardo da Vinci en el museo, pero la Mona Lisa siempre fue considerada, sin lugar a dudas, un original del maestro. El propio Leonardo la consideraba una de sus creaciones predilectas, llevándola consigo en sus viajes durante años. Ha sido codiciada, amada, adorada y objeto de innumerables escritos. Y un día, fue secuestrada.

Este no fue un simple robo; fue el mayor atraco de arte de los tiempos modernos. El valor icónico de la pintura ya era inmenso, pero el hecho mismo de su desaparición la catapultó a un estatus de celebridad mundial. Los periódicos de París titularon la noticia con una sola palabra que lo resumía todo: Inimaginable. La conmoción fue instantánea y global. La policía estaba completamente desorientada. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Qué criminal audaz, qué coleccionista maníaco, qué amante desquiciado había cometido semejante abducción? La creencia general era que el autor debía tener algún tornillo suelto. Durante dos largos años, la obra maestra más famosa del mundo estuvo en paradero desconocido, en manos de un individuo oscuro y anónimo. Dos años en los que, simplemente, se había esfumado.

El 21 de agosto de 1911, un albañil italiano llamado Vincenzo Peruggia robó el cuadro con la intención, según se dijo, de devolverlo a Italia. ¿De verdad? ¿Un simple obrero fue capaz de perpetrar el robo del siglo? A primera vista, la figura de Peruggia no encajaba en el perfil de un genio criminal. Era un hombre pequeño, aparentemente insignificante. ¿Cómo un individuo así pudo llevar a cabo un crimen tan espectacular? Para entenderlo, debemos sumergirnos en los archivos, desempolvar los informes policiales y reconstruir una historia llena de giros inesperados, fallos clamorosos y una compleja psicología humana. La pregunta que guiará nuestro viaje es una que ha resonado durante más de un siglo: ¿Por qué Vincenzo Peruggia robó la Mona Lisa? ¿Fue por patriotismo, por dinero, un crimen pasional o un acto de venganza? Las posibilidades son muchas, y la verdad, como descubriremos, es mucho más fascinante que cualquier ficción.

El Crimen del Siglo: Un Espacio Vacío en la Pared

La pintura desapareció un lunes, el día de limpieza semanal en que el Louvre permanecía cerrado al público. La ausencia de la Gioconda en su lugar habitual en el Salón Carré no alarmó a nadie inicialmente. La mayoría de los guardias que pasaron por allí ni siquiera notaron el hueco en la pared. Aquellos que sí lo hicieron, asumieron que la obra había sido retirada temporalmente por el fotógrafo oficial del museo, quien a menudo trasladaba pinturas para reproducirlas en postales y catálogos. Era una práctica rutinaria.

El martes, el museo reabrió sus puertas. La Mona Lisa seguía sin aparecer. No fue hasta cerca de las once de la mañana que un guardia del Louvre, al hacer su ronda, tropezó con algo insólito en una escalera de servicio: el marco vacío de la pintura. El pánico se desató. El director del museo, Théophile Homolle, estaba de vacaciones, dejando a uno de sus curadores a cargo. La policía fue alertada de inmediato.

Louis Lépine, el prefecto de la policía de París, un hombre a quien los periódicos llamaban el mejor policía del mundo, envió un ejército de detectives al Louvre. Mientras los investigadores pululaban por el museo, el personal comunicó a los visitantes que debían evacuar el edificio debido a una supuesta avería en una tubería de agua. La noticia del robo sacudió a París hasta sus cimientos. En aquella época, París era la capital indiscutible del arte occidental. Que la Mona Lisa pudiera ser robada de lo que se consideraba una fortaleza en el corazón de la ciudad era un hecho que conmocionó y entristeció a la población. Multitudes se congregaron frente al museo, depositando flores en las puertas como si se tratara de la pérdida de un ser querido. Y en la mente de todos flotaba la misma pregunta: ¿Quién ha sido el descarado que ha hecho esto? ¿Alguien del personal? ¿Uno de los guardias?

La investigación se convirtió en un circo mediático. Informes de sospechosos llegaban desde todos los rincones de Europa. Se alertó a la policía de París sobre dos hombres que transportaban lienzos enmarcados en un barco con destino a Nueva York. Agentes especiales del servicio secreto y funcionarios de aduanas fueron movilizados por pistas que resultaron ser falsas alarmas. La policía distribuyó 6.500 folletos con la imagen de la Mona Lisa para que el público pudiera reconocerla. Es importante recordar que la Mona Lisa de 1911 no era el icono global que es hoy. De hecho, la confusión era tal que incluso el prestigioso Washington Post publicó por error la fotografía de otra pintura como si fuera la obra robada.

Los periódicos parisinos, ávidos de exclusivas, ofrecieron una recompensa de 40.000 francos, sin hacer preguntas. Esto desató una avalancha de delaciones. Miles de cartas llegaron a las redacciones, en las que ciudadanos anónimos acusaban a sus vecinos, a sus rivales en el trabajo, a cualquiera que les resultara sospechoso. La investigación se convirtió en un caos. Con el paso de las semanas y los meses, la historia fue perdiendo fuerza en los titulares, desplazada por noticias de mayor calado. El misterio del paradero de la obra maestra parecía destinado a quedar sin resolver.

Y entonces, casi dos años y medio después del robo, la Mona Lisa reapareció súbitamente en Florencia, Italia. Fue devuelta por el mismo hombre que la había robado. Vincenzo Peruggia, al llevar la Gioconda a casa, esperaba bandas de música y medallas. Lo que recibió a cambio fueron unas esposas.

El Perfil del Ladrón: Entre la Debilidad Mental y el Rencor

Para entender un acto tan particular, es necesario explorar los motivos inconscientes que pudieron impulsarlo. Afortunadamente, tras su arresto, contamos con una ventana a la mente de Peruggia: su evaluación psiquiátrica. Sus abogados, buscando construir una defensa sólida, solicitaron la opinión de un experto, el Dr. Paolo Amaldi, un psiquiatra de gran renombre y director del hospital mental de Florencia.

El informe de Amaldi detalla el exhaustivo examen mental al que sometió a Peruggia. El doctor llegó a un diagnóstico sorprendente. Aunque Peruggia no parecía una persona especialmente emocional y era descrito como un buen trabajador y sincero, Amaldi concluyó que era mentalmente deficiente. La palabra exacta que utilizó en su informe fue farnetico, que se traduce como mentecato o medio tonto.

¿Podía un hombre «mentalmente deficiente» orquestar el robo del siglo? Para profundizar en esta cuestión, es útil recurrir a las memorias familiares. Alosio Sorbi, nieto del Dr. Amaldi, creció escuchando historias sobre el caso Peruggia. Él y su esposa Sabina, ambos profesores universitarios, han estudiado el caso a fondo. Según ellos, la evaluación de su abuelo apuntaba a una capacidad intelectual limitada.

Vincenzo Peruggia era el mayor de cuatro hermanos. A una edad muy temprana, con solo 12 años, dejó su hogar en Dumenza, un pequeño pueblo cerca de la frontera suiza, para buscar trabajo en Milán. Allí aprendió el oficio de imbianchino, es decir, pintor de brocha gorda. Tras seis años en Milán, hizo lo que muchos hombres de su región: emigró. Con 20 años, se trasladó a París, la ciudad de las luces.

París a principios del siglo XX era un hervidero de modernidad y emoción. Los automóviles comenzaban a poblar las calles, el metro acababa de inaugurarse y los cines ofrecían un nuevo tipo de entretenimiento. Sin embargo, para Peruggia, la vida en la capital francesa no fue tan glamurosa. Continuó trabajando como pintor de casas, un oficio que lo expuso a un peligro invisible pero devastador: el envenenamiento por plomo.

En aquella época, los pintores mezclaban pasta de plomo puro con aceite de linaza para fabricar la pintura. Manipulaban este material tóxico a diario, sin protección alguna. Las partículas de plomo impregnaban su ropa y su entorno. Peruggia sufrió dos episodios graves de intoxicación por plomo. La primera vez, regresó a Dumenza para recibir tratamiento. La segunda, fue ingresado en el hospital Lariboisière de París, donde permaneció 15 días, como consta en los registros del hospital.

Hoy en día, sabemos que la exposición al plomo puede tener consecuencias neurológicas nefastas. Puede provocar la contracción de ciertas partes del cerebro, en particular la corteza prefrontal, responsable de la toma de decisiones y la planificación a largo plazo. Existe una fuerte evidencia que vincula la exposición al plomo con el comportamiento delictivo. Este factor podría arrojar luz sobre los dos arrestos previos de Peruggia.

El primero ocurrió en junio de 1908. Mientras esperaba un tren de conexión, Peruggia, algo bebido, vio a unos niños jugando con tuberías de terracota. Al intentar increparlos, los niños huyeron y él, en su estado de intoxicación, dejó caer una de las tuberías. Unos transeúntes lo vieron y gritaron: ¡Ladrón! ¡Italiano!. La policía llegó y Peruggia fue arrestado por primera vez en su vida, acusado de intento de robo.

El segundo incidente, en enero de 1909, involucró a una prostituta. Según el relato de Peruggia al Dr. Amaldi, él la rechazó. La versión de la mujer fue muy diferente: afirmó que él la había golpeado en el cuello y amenazado con una navaja. A pesar de la gravedad de la acusación, los documentos judiciales revelan que fue acusado únicamente de portar un arma y no tener sus papeles de inmigración en regla. Fue condenado a ocho días de cárcel.

Para Peruggia, estos dos arrestos no eran fruto de un comportamiento criminal o de los efectos del plomo o el alcohol. Tenían una explicación mucho más simple: el odio hacia los italianos en Francia. En aquella época, los italianos constituían el grupo de inmigrantes más numeroso de París. Las tensiones políticas eran altas, ya que se preveía que Italia se alinearía con Alemania en una futura guerra contra Francia. Por asociación, los italianos eran vistos con recelo y desprecio.

Peruggia experimentó este prejuicio de primera mano cuando comenzó a trabajar para una empresa llamada Gobier. Aunque sus jefes lo consideraban un artesano excelente, sus compañeros franceses lo acosaban constantemente. Le llamaban sal macaroni, que significa sucio macarrón, un insulto despectivo. Este trato, según el Dr. Amaldi, moldeó su psicología, convirtiéndolo en una persona paranoica, extremadamente sensible a los insultos de los franceses.

El Motivo: ¿Venganza Patriótica o Anhelo de Fortuna?

La gran pregunta sigue siendo cómo un inmigrante con antecedentes penales y una salud mental cuestionable consiguió un trabajo en el Louvre. La respuesta reside en una serie de fallos de seguridad catastróficos que habían convertido al museo en el hazmerreír de París. En un lapso de dos meses, dos obras maestras habían sido acuchilladas por personas con problemas mentales. La seguridad era tan laxa que un periódico propuso con sorna colocar un cartel en todos los museos franceses que dijera: Se ruega al público que despierte a los guardias si los encuentra durmiendo. Varios periodistas incluso lograron llevarse pequeñas piezas de arte para demostrar la vulnerabilidad del sistema.

Para atajar la crisis, el Louvre decidió tomar medidas drásticas, como contratar más guardias nocturnos y, lo más importante, proteger las obras maestras más valiosas detrás de un cristal. La empresa de Peruggia, Gobier, obtuvo el contrato para realizar todo este trabajo de acristalamiento. Peruggia fue uno de los cinco únicos hombres a los que se les confió la tarea de cortar y limpiar el vidrio para cubrir 1.600 obras maestras.

Mientras trabajaba en el museo, algo despertó su interés. Oía constantemente que una enorme cantidad de las pinturas expuestas eran de artistas italianos. No entendía por qué tanto arte italiano se encontraba en un museo francés. Le preguntó al enmarcador del Louvre, un hombre llamado Poupardin, quien siempre le respondía con una sonrisita burlona, como si la respuesta fuera obvia para cualquiera menos para él. Un día, mientras esperaba para comenzar su jornada, Peruggia encontró la respuesta en un libro. Vio una ilustración que mostraba una caravana de pinturas y estatuas procedentes de Italia, saqueadas por Napoleón Bonaparte.

Cuando Napoleón conquistaba un país, lo despojaba de su patrimonio artístico y lo enviaba a París. Para él, Italia fue un festín. Cien años después, el nombre de Napoleón todavía era una palabra sucia en Italia. Peruggia solo tenía que entrar en la galería donde se exhibe la monumental obra de Veronés, Las bodas de Caná, para ver un ejemplo gigantesco de arte italiano robado de una iglesia veneciana y nunca devuelto. Se sintió asqueado y pensó para sí mismo que si podía llevarse al menos una de esas obras de vuelta a Italia, habría hecho algo patriótico y bueno por su país.

Esta es la versión que su hija, Celestina, siempre defendió. Pero, ¿fue el patriotismo el único motor de sus acciones? La evidencia sugiere una motivación mucho más compleja.

La Ejecución del Plan y los Dos Años de Ocultación

El día del robo, Peruggia se levantó a las seis de la mañana. Ya no trabajaba en el Louvre; había dejado la empresa Gobier ocho meses antes y había vuelto a ser pintor de casas. Llegó al museo sobre las siete, vestido con su blusa blanca de trabajo. Entró sin que nadie lo viera, atravesó las salas del primer piso y subió la gran escalera hasta llegar al Salón Carré. Estaba completamente solo.

No estaba seguro de querer llevarse la Gioconda. Tomó la decisión en ese mismo instante. En aquella época, la Mona Lisa era solo otra pintura en la pared, sin ninguna barrera de protección, simplemente colgada de cuatro ganchos metálicos. La descolgó sin hacer ruido y caminó sigilosamente por el suelo de madera.

Su plan era desmontar el panel de madera del marco en una escalera de servicio cercana, una que los hombres de Gobier usaban para acceder al techo de cristal. Sin embargo, al llegar al final de la escalera, descubrió que la puerta de salida estaba cerrada con llave. Con un destornillador, intentó desmontar la cerradura. Logró quitar el pomo, pero la puerta no cedía. En ese momento, alguien bajó las escaleras. No era un trabajador de Gobier que pudiera reconocerlo, sino un fontanero llamado Jules Sauvet. El fontanero, al ver el pomo en el suelo, le preguntó qué había pasado. Peruggia se hizo el desentendido. Sauvet abrió la puerta con su llave, salió y la volvió a cerrar con llave desde fuera. Peruggia seguía atrapado.

Tuvo que cambiar de plan. Volvió a subir, recuperó la pintura, la sacó del marco y la envolvió en su blusa de trabajo. Contrariamente a la creencia popular de que la escondió bajo su ropa, lo más probable es que la llevara bajo el brazo, como un paquete más. Salió del Louvre por el mismo sitio por el que había entrado, alrededor de las siete y media de la mañana. Se sentía tranquilo y feliz, convencido de que estaba llevando una de las hermosas pinturas de vuelta a su país. Al salir, recordó que todavía tenía el pomo de la puerta en el bolsillo y lo arrojó a una zanja. Tomó un coche de caballos que lo llevó directamente a su casa.

Mientras tanto, la policía de París se enfrentaba al mayor desafío de su historia. Una de las pistas más importantes que tenían era una huella dactilar encontrada en el cristal que protegía la pintura. Fue descubierta por el célebre criminólogo Alphonse Bertillon, pionero en los métodos modernos de identificación. Aunque la mayoría de las huellas estaban borrosas, una era lo suficientemente clara. El problema era que, aunque la policía tenía las huellas de Peruggia de sus arrestos anteriores, no pudieron hacer la conexión.

Un experto en huellas dactilares del Departamento de Policía de Los Ángeles confirmó décadas después que la huella encontrada en el cristal coincidía perfectamente con la huella del pulgar izquierdo de Peruggia, tomada en su arresto de 1909. Pero Bertillon, en 1911, no pudo determinar de qué dedo provenía la huella. Su archivo contenía 750.000 criminales. Para encontrar una coincidencia, habría tenido que comparar la huella del crimen con cada uno de los diez dedos de cada ficha, un trabajo titánico de hasta 7,5 millones de comparaciones.

Bertillon optó por tomar las huellas de todo el personal con acceso al Louvre, una lista de 257 personas. No hubo coincidencias. Luego, llamó a los trabajadores de Gobier. Todos se presentaron, excepto Peruggia.

Vivía en una pequeña habitación alquilada en el número 5 de la Rue de l’Hôpital Saint-Louis, en lo que entonces era el gueto italiano de París. ¿Dónde escondió la Mona Lisa durante casi dos años y medio? Según una foto policial de la época y la propia declaración de Peruggia, la ocultó en un armario adyacente a su habitación, donde guardaba la leña para la chimenea.

La ironía es que el caso pudo haberse resuelto mucho antes. El inspector Bruné de la Sûreté, el FBI francés, visitó a Peruggia en su habitación. Sabía de sus dos arrestos previos, pero no se molestó en mirar en el armario ni en tomarle las huellas dactilares. La policía francesa simplemente no podía concebir que el autor de un robo tan sofisticado fuera un humilde pintor de casas. Buscaban a un criminal de clase alta, no a lo que el jefe de la Sûreté llamaba despectivamente un crapule (canalla). Su propia fantasía sobre el tipo de persona que robaría la pintura se interpuso en el camino de una investigación adecuada.

Esta incapacidad de la policía para imaginar al verdadero ladrón dio lugar a una de las teorías más persistentes y novelescas sobre el robo: la del cerebro en la sombra, el Marqués de Valfierno. Según esta historia, popularizada por un artículo del periodista Karl Decker en el Saturday Evening Post veinte años después del robo, Valfierno era un estafador magistral que contrató a Peruggia simplemente para robar la pintura. El propósito real era crear titulares internacionales para poder vender seis copias perfectas de la Mona Lisa a millonarios estadounidenses, haciéndoles creer a cada uno que compraba el original.

Es una historia fascinante, pero casi con toda seguridad, es ficción. Decker era un producto del periodismo sensacionalista de William Randolph Hearst, donde los límites entre la realidad y la ficción eran borrosos. No hay pruebas de la existencia de Valfierno, y lo más revelador: casi cien años después, ¿dónde están esas seis copias? Los hechos demuestran que Peruggia fue el verdadero y único autor intelectual del crimen.

Durante esos dos años, Peruggia no vivió completamente aislado con su secreto. Se lo mostró al menos a una persona, un amigo llamado Vincenzo Lancelotti, otro pintor de casas de su misma región. Según Peruggia, incluso dejó que Lancelotti guardara la Mona Lisa durante seis semanas mientras él construía una caja especial con un fondo falso para transportarla. Su novia de entonces, una joven alemana llamada Mathilde, vio la caja en su habitación y le dijo que, una vez casados, no pensaba conservarla. El matrimonio nunca se produjo.

El Desenlace en Florencia: De Héroe a Prisionero

Después de dos años, tres meses y diecisiete días, Peruggia decidió que era hora de actuar. El recuerdo del robo se había desvanecido y sintió que era el momento de regresar a Italia. El 7 de diciembre de 1913, tras una cena de despedida, empaquetó la Mona Lisa en la caja con fondo falso, la cubrió con ropa, herramientas e incluso su mandolina, y tomó un tren hacia Italia. En la frontera, la caja fue abierta, pero nadie descubrió la pintura.

Su destino era Florencia, y su contacto, Alfredo Geri, un anticuario cuyo anuncio había visto en un periódico italiano en París. Le escribió una carta, que aún se conserva en los archivos, en la que hablaba de vender la Mona Lisa y ondeaba la bandera del patriotismo italiano. Firmó la carta como Leonardo V.

Al llegar a Florencia, se reunió con Geri. Le pidió 500.000 liras, una suma astronómica para la época, equivalente a casi 3 millones de dólares actuales. Esto no suena a un acto de puro patriotismo, sino más bien a una petición de rescate. Acordaron que Peruggia le mostraría la pintura al día siguiente. Esa noche, Peruggia durmió con la Mona Lisa en su habitación del Albergo Tripoli-Italia, que poco después, en un astuto movimiento de marketing, fue rebautizado como Hotel La Gioconda.

Al día siguiente, Geri acudió a la cita acompañado de Giovanni Poggi, el director de la Galería Uffizi. En la habitación del hotel, Peruggia abrió la caja y les mostró el tesoro. Poggi, con la excusa de examinarla más de cerca, se llevó la pintura a los Uffizi. Allí, junto a otros expertos, confirmaron su autenticidad. No había duda: era la Mona Lisa robada. En ese momento, Peruggia fue arrestado. Su sueño de gloria se desvaneció. Estaba en shock.

Mientras Peruggia era trasladado a la prisión de Murate, el pueblo italiano celebraba el regreso de la Gioconda. Por primera vez en 400 años, estaba de vuelta en Florencia. Aunque era un ladrón, Peruggia se convirtió en un héroe para muchos italianos. Se desató la fiebre de la Mona Lisa: se vendían todo tipo de souvenirs, peinados y ropa inspirados en ella, e incluso la gente dejaba cartas de amor a la pintura. En solo cuatro horas, 30.000 personas pasaron por la galería para verla unos segundos.

A pesar de la euforia popular, el gobierno italiano nunca consideró quedarse con la pintura. Contrariamente a la creencia de Peruggia, la Mona Lisa no era parte del botín napoleónico. Había sido comprada legítimamente por el rey Francisco I de Francia directamente a Leonardo da Vinci. Su lugar estaba en Francia. Tras una triunfal exhibición en Roma y Milán, el 31 de diciembre de 1913, la obra maestra más querida del mundo regresó a su hogar en París. Era famosa cuando fue robada, pero era aún más famosa cuando fue devuelta.

El Juicio y el Legado de un Crimen Imperfecto

El juicio de Vincenzo Peruggia comenzó en Florencia el 4 de junio de 1914. La fiscalía presentó un caso claro: Peruggia era un hombre racional que había robado la pintura para venderla y enriquecerse. El propio Geri testificó que le había pedido 500.000 liras. La defensa, por su parte, jugó su única carta: el diagnóstico de deficiencia mental del Dr. Amaldi. Sostenían que Peruggia era solo parcialmente responsable de sus actos, que no tenía pleno control sobre sus acciones y que su comprensión de las consecuencias legales era infantil.

¿Por qué un psiquiatra tan reputado como Amaldi daría un diagnóstico que parecía contradecir la evidencia de un robo tan meticulosamente planeado? Según su nieto, es posible que Amaldi simpatizara con la causa patriótica de Peruggia y, quizás inconscientemente, inflara su debilidad mental para protegerlo. El propio Amaldi quería que Peruggia fuera puesto en libertad.

El tribunal no estuvo de acuerdo, pero fue indulgente. En sus alegatos finales, el abogado de Peruggia declaró que su cliente había devuelto la sonrisa de La Gioconda y, con ello, había traído la sonrisa al rostro del pueblo italiano. Fue condenado a un año y quince días de prisión, una sentencia que luego fue reducida a poco más de siete meses.

Vincenzo Peruggia no cumplió la totalidad de su condena. Salió en libertad y, pocos días después, estalló la Primera Guerra Mundial. Sirvió en el ejército italiano, fue capturado por los austriacos y pasó dos años como prisionero de guerra. Al final del conflicto, sin trabajo en Italia, regresó a París con su joven esposa. Se dice que no pudo resistir la tentación de llevarla al Louvre para mostrarle el escenario de su hazaña.

Vivió el resto de su vida en París, sin cometer ningún otro delito. Murió el 8 de octubre de 1925, el día de su 44 cumpleaños, y fue enterrado en un cementerio parisino. Treinta años después, la concesión de la tumba expiró y sus restos fueron trasladados a un osario común.

Vincenzo Peruggia fue un ladrón. Lo que hizo fue un acto ilícito y, en muchos sentidos, torpe. Pero detrás del crimen se esconde la historia de un hombre cansado de un trabajo que lo estaba envenenando, que odiaba ser menospreciado como inmigrante y que extrañaba su hogar. Creyó que devolver la Mona Lisa a Italia enorgullecería a su familia y sería el billete hacia una vida mejor. Su historia es la de un sueño de fortuna y gloria que se topó con la dura realidad.

Al final, el mayor legado del robo no fue para Peruggia, sino para la propia pintura. Su desaparición y su milagrosa recuperación la transformaron para siempre. Dejó de ser una obra maestra entre otras para convertirse en un fenómeno cultural, un símbolo universal. Y todo gracias a un humilde pintor de brocha gorda que, por una extraña mezcla de patriotismo equivocado, ambición y desesperación, cambió sin saberlo la historia del arte para siempre.