
La Doble Cara de la Peor Madre de España
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El Secreto de la Maleta Roja: El Escalofriante Caso de Mónica Juanatey y el Niño al que Negó Tres Veces
En las tierras de Menorca, una isla de calas turquesas y paisajes declarados reserva de la biosfera, la belleza puede ocultar los secretos más oscuros. En noviembre de 2010, en una zona barrancosa conocida como Binidalí, en el término municipal de Maó, dos hombres, Miguel y Nando, caminaban por un terreno que pertenecía a su familia. Su intención era sencilla: limpiar la maleza, adecentar la parcela, reconectar con la tierra de sus ancestros. Pero el destino les tenía reservado un hallazgo que rompería la paz de la isla y desvelaría una historia de crueldad inimaginable. Entre la vegetación agreste y las rocas, abandonada a su suerte, encontraron una maleta. Era de un llamativo color rojo, no especialmente grande, pero su presencia en aquel lugar aislado era una anomalía, una pregunta sin respuesta. La curiosidad, teñida de un mal presentimiento, les impulsó a abrirla. Lo primero que les golpeó fue un olor nauseabundo, el hedor inconfundible de la descomposición. Al asomarse a su interior, la terrible verdad se materializó ante sus ojos: restos humanos. Sin dudarlo, alertaron a la Guardia Civil. El descubrimiento de la maleta roja fue el primer hilo del que tirar en un ovillo de mentiras, egoísmo y desamor que había permanecido oculto durante más de dos años.
El helicóptero de la Guardia Civil trasladó la macabra maleta hasta el Instituto de Medicina Legal en Palma de Mallorca. Allí, un equipo de forenses se enfrentó a la delicada tarea de analizar su contenido. El estado de descomposición era avanzado, lo que dificultaba la identificación y el análisis inicial. Sin embargo, pronto confirmaron lo que más temían: los restos pertenecían a un niño, de una edad estimada entre los nueve y los trece años. La causa de la muerte no era natural; se trataba de un homicidio, de un cuerpo ocultado con la intención de que nunca fuera encontrado.
La investigación se centró entonces en los objetos que acompañaban al pequeño en su improvisado ataúd. Cada elemento era una pieza de un puzle desolador. Dentro de la maleta, junto al cuerpo, había un estuche escolar, un cómic del popular manga Naruto y otros enseres propios de un niño de su edad. Los investigadores analizaron cada objeto con minuciosidad. El cómic de Naruto, tras consultar su fecha de publicación y distribución, les permitió acotar un periodo de tiempo: probablemente fue adquirido a finales de 2007 o principios de 2008. Pero la pista más reveladora, la que finalmente daría un nombre a la víctima, se encontraba dentro del estuche. Entre lápices y bolígrafos, había una goma de borrar, una de esas gomas de nata tipo Milan que tantos niños de aquella generación usaron. Sobre su superficie blanca, grabadas con la caligrafía infantil de quien se aburre en clase, estaban las iniciales y el nombre: César JF. Un niño, probablemente el dueño del estuche, había escrito su nombre en su goma, un acto trivial que, dos años más tarde, se convertiría en su única voz desde el más allá.
Pero había más. Entre los restos, los agentes encontraron un trozo de papel que resultó ser una tarjeta de embarque. El papel estaba deteriorado, pero la información clave era legible: un vuelo de Santiago de Compostela a Maó, con fecha del 1 de julio de 2008. La policía ya tenía un nombre, una fecha y un origen. Cruzando los datos, la identidad del pequeño se confirmó: César Juanatey Fernández. Ahora, la pregunta era otra: ¿quién era César y por qué nadie había denunciado su desaparición en dos largos años? Los registros policiales de las Islas Baleares y de Galicia fueron consultados exhaustivamente. No había ninguna denuncia por la desaparición de un niño con ese nombre. Era como si César se hubiera desvanecido del mundo sin que nadie se percatara, o peor aún, sin que a nadie le importara.
Para entender el misterio de César, había que viajar al otro extremo del país, a su punto de partida: Noia, un pueblo costero en la provincia de A Coruña, Galicia. Noia es un lugar con un profundo carácter gallego, de calles estrechas y empedradas, casas de piedra con fachadas que evocan un pasado medieval y un constante olor a salitre procedente de la ría de Muros y Noia. Es un lugar donde las historias se tejen en las tabernas y la comunidad es un pilar fundamental. Fue en este entorno donde, en 1980, nació Mónica Juanatey Fernández, la mujer que traería al mundo a César y que, finalmente, se lo arrebataría.
Mónica era hija de María José y de Víctor, un marinero que pasó su vida en el mar. Quienes la conocieron en su juventud la describen como una mujer con una imperiosa necesidad de agradar, especialmente a los hombres. Poseía una personalidad arrolladora y una determinación férrea: cuando se le metía una idea en la cabeza, no había obstáculo que la detuviera. Le daba igual lo que tuviera que arrasar por el camino para conseguir su objetivo. Mucho antes de la era de las redes sociales que hoy dominamos, Mónica ya era una usuaria activa del internet primigenio. Tenía varios blogs donde daba rienda suelta a una faceta oscura de su personalidad. Se hacía llamar Muki, la excarceladora, y en otro de sus espacios, titulado Terror a la gallega, cultivaba su pasión por la literatura macabra, escribiendo y compartiendo relatos truculentos. Esta afición, que podría parecer un simple hobby, era en realidad un presagio de la oscuridad que albergaba en su interior.
En 1998, Mónica comenzó una relación con un joven llamado Iván Túñez. Fue una de sus primeras parejas serias, pero el romance duró apenas un año. Poco después de la ruptura, Mónica descubrió que estaba embarazada. El 6 de marzo de 1999, nació su hijo, César Juanatey Fernández. Decidió darle sus dos apellidos, excluyendo por completo al padre de la ecuación. Iván, por su parte, albergaba dudas y expresó en varias ocasiones su deseo de realizar una prueba de ADN para confirmar su paternidad. Sin embargo, según se informó en su momento, fue la propia Mónica quien se negó en rotundo a que se llevaran a cabo dichas pruebas, un procedimiento tan simple como un frotis bucal. Así, Iván se quedó sin saber si aquel niño era su hijo, y Mónica se aseguró el control total sobre la vida de César desde el primer momento.
Mientras su embarazo avanzaba, Mónica ya había iniciado una nueva relación con otro hombre, Alberto. A diferencia de Iván, Alberto aceptó la situación sin reservas. Asumió que el hijo que esperaba su novia no era suyo, pero se comprometió a criarlo como si lo fuera. Fue Alberto quien acudió al registro civil para inscribir al recién nacido y quien ejerció de figura paterna durante los primeros y cruciales años de la vida de César.
César creció siendo un niño normal, querido y recordado con afecto por sus profesoras del colegio público Felipe de Castro, en Noia. Lo describían como un niño bueno, estudioso, con una gran curiosidad por aprender y aficionado al manga y al anime japonés, un universo de fantasía que le servía de refugio. La familia que formaban Mónica, Alberto y el pequeño César parecía estable y feliz. Mónica trabajaba en un supermercado y, con el paso de los años, la relación con Alberto se consolidó hasta el punto de que empezaron a hacer planes de boda. Hacia 2006 o 2007, todo apuntaba a un futuro juntos, a una vida familiar convencional en el tranquilo pueblo de Noia.
Sin embargo, la fachada de normalidad se resquebrajó de la noche a la mañana. De forma abrupta e inesperada, Mónica anunció que lo dejaba todo. Dejaba su trabajo, dejaba a Alberto, dejaba su vida en Galicia y se marchaba a Menorca a probar suerte en el mercado laboral. La decisión fue un golpe para Alberto, que no entendía nada. Pero a Mónica no le importó su opinión, ni la estabilidad de su hijo, ni los planes de futuro que habían construido juntos. Hizo las maletas y se marchó, sola.
Al principio, fueron viajes esporádicos, idas y venidas entre Galicia y Menorca. Pero pronto, los regresos cesaron. Mónica se instaló definitivamente en la isla, encontró trabajo y cortó lazos con su pasado. En Galicia, Alberto se encontró de repente solo, a cargo de un niño que, aunque quería como a un hijo, legal y biológicamente no lo era. Intentó contactar con Mónica, pero ella dejó de responder a sus llamadas. La situación era insostenible. Alberto, superado y sin ninguna obligación legal, tomó la decisión más lógica: llevó a César a casa de sus abuelos maternos, los padres de Mónica. A partir de ese momento, fueron ellos, María José y Víctor, quienes asumieron el cuidado de su nieto. Mónica, desde la distancia de Menorca, se desentendió por completo. Durante un año entero, César vivió sin su madre, quien parecía haberse olvidado de su existencia.
La verdadera razón de su huida a Menorca no era laboral, sino sentimental. Mientras planeaba su boda con Alberto, Mónica llevaba una doble vida en internet. Frecuentaba aplicaciones de citas y fue allí donde conoció a Víctor Sánchez Teodoro, un vigilante de seguridad que vivía en Menorca. Tras un tiempo de conversaciones en línea, a espaldas de Alberto, Mónica decidió dar el paso. Voló a la isla para conocerlo en persona. La conexión fue instantánea y, para ella, lo suficientemente poderosa como para dinamitar toda su vida anterior. Se mudó a casa de Víctor y comenzó una nueva vida desde cero, borrando cualquier rastro de su pasado. Pero en esa nueva vida que le presentó a Víctor, había una omisión capital, una mentira fundacional: Mónica Juanatey se presentó como una mujer soltera y sin ningún tipo de atadura familiar. Para Víctor, Mónica no tenía hijos.
Pasó un año. En el verano de 2008, los padres de Mónica, cansados de la situación, le dieron un ultimátum. Llevaban un año cuidando de César, y consideraban que ya era hora de que ella, su madre, asumiera sus responsabilidades. Le comunicaron que le enviarían al niño a Menorca. Mónica se encontró atrapada en su propia red de mentiras. ¿Cómo iba a explicarle a Víctor, el hombre con el que convivía y que la creía sin cargas, la aparición repentina de un niño de nueve años?
El 1 de julio de 2008, la abuela de César lo acompañó al aeropuerto de Santiago de Compostela. El niño, de nueve años, viajó solo, bajo la custodia del personal de vuelo, como tantos otros menores. En el aeropuerto de Maó, Mónica lo esperaba. Pero el reencuentro no fue el de una madre y un hijo que llevaban un año sin verse. Fue el inicio de la farsa más cruel. Antes de que pudieran salir de la terminal, Mónica le dio a su hijo una orden terrible, una prohibición que marcaría sus últimos días de vida. Le prohibió llamarla mamá. A partir de ese momento, le dijo, debía dirigirse a ella como tía. César, un niño que solo ansiaba el cariño de su madre, obedeció.
Cuando llegaron a casa, Mónica le presentó a Víctor al nuevo inquilino. Este niño, le dijo, es mi sobrino César. Ha venido a pasar diez días de vacaciones conmigo y después regresará a Galicia. Víctor, sin motivo para dudar, acogió al niño con naturalidad. Durante los siguientes diez días, los tres convivieron en la aparente normalidad de unas vacaciones de verano en Menorca. Fueron a la playa, disfrutaron del sol y del mar Mediterráneo, en un entorno idílico que contrastaba brutalmente con la tormenta psicológica que debía estar viviendo el pequeño César. Cada día, en cada interacción, se veía forzado a mantener la mentira, a llamar tía a su propia madre, a fingir ser alguien que no era, todo para no hacer añicos la nueva vida que su madre había construido sobre un cimiento de engaños. A los vecinos, a la frutera, a todo aquel que se cruzaba con ellos, Mónica presentaba a César como su sobrino. Y el niño, a su lado, callaba.
Pasaron los diez días. Y César, a ojos de Víctor y del resto del mundo, desapareció. Se suponía que había vuelto a Galicia. Durante los dos años siguientes, Mónica perfeccionó su engaño. Para mantener tranquila a su familia en Noia, creó un perfil falso de Facebook a nombre de César. A través de él, publicaba actualizaciones de estado, contaba anécdotas inventadas y hacía creer a los abuelos y tíos que el niño estaba bien, feliz y adaptado a su vida en Menorca. Recibía los regalos de cumpleaños y Navidad que la familia le enviaba a César, y respondía con mensajes de agradecimiento que ella misma escribía, haciéndose pasar por su hijo. Llegó incluso a inventar que César había hecho la Primera Comunión, un evento familiar de gran importancia del que, extrañamente, nunca envió ni una sola fotografía.
Resulta desolador preguntarse por qué, durante dos años, la familia no exigió una llamada telefónica, una videollamada, una simple fotografía reciente. Quizás la distancia, la falta de recursos económicos para viajar, o una confianza ciega en la palabra de Mónica, les impidió ver las alarmantes señales de que algo no iba bien. Aceptaron la narrativa que ella les ofrecía, mientras el pequeño César ya no existía.
El 24 de noviembre de 2010, con el hallazgo de la maleta roja, todo el castillo de naipes de Mónica comenzó a derrumbarse. Una vez identificado el cuerpo de César gracias a la goma de borrar y la tarjeta de embarque, la Policía Nacional viajó a Noia. Los datos del colegio de César les llevaron directamente a la casa de sus abuelos. La escena tuvo que ser devastadora. Dos agentes llamando a la puerta para comunicar a unos abuelos que su nieto, al que creían vivo y sano en Menorca, había sido encontrado muerto en una maleta, y que llevaba en ese estado más de dos años. El shock fue absoluto, la incredulidad dio paso al horror.
En esa misma casa, en presencia de los abuelos destrozados, la policía realizó una llamada telefónica a Mónica. La excusa fue un asunto burocrático: le dijeron que les constaba que su hijo no estaba escolarizado. Querían sondearla, ver su reacción, sin revelar todavía lo que sabían. La respuesta de Mónica fue inmediata y selló su destino. Con total frialdad, mintió una vez más. Dijo que eso era imposible, porque su hijo no estaba con ella en Menorca, sino que vivía con sus padres en Noia. En ese preciso instante, la policía supo que hablaba con la persona responsable. Estaban en la casa de sus padres y César, definitivamente, no estaba allí.
Tres días después, el 26 de noviembre, la Policía Nacional detuvo a Mónica Juanatey Fernández en Menorca. En el momento del arresto, la verdad explotó en la cara de todos. Víctor, su pareja durante los últimos tres años, descubrió la magnitud del engaño. Aquel niño no era el sobrino de Mónica, era su hijo. Se dio cuenta de que su novia le había estado mintiendo desde el primer día y que la acusación que pesaba sobre ella era la de haber asesinado a su propio hijo para que él, Víctor, nunca descubriera su existencia.
En los primeros interrogatorios, Mónica se mantuvo impasible. No lloró, no mostró vulnerabilidad. Negó saber nada. Sin embargo, tras horas de presión, su coraza empezó a agrietarse. Su primera versión fue que un día encontró a su hijo sin vida en la casa. Presa del pánico, por miedo a las consecuencias, metió el cuerpo y sus pertenencias en la maleta y se deshizo de ella en el barranco. Era una historia que buscaba reducir la gravedad de los hechos, convertir un asesinato en una ocultación de cadáver. Pero un mes más tarde, ya en fase de instrucción judicial, Mónica se derrumbó y confesó la verdad en toda su crudeza. Confesó que, tras los diez días de la supuesta visita, después de darle un baño, mientras el niño estaba vulnerable y confiado en la bañera, lo había ahogado. Acabó con la vida de su hijo con sus propias manos. El motivo, aunque nunca lo expresó con claridad, parecía evidente: César era un obstáculo, una pieza que no encajaba en la nueva vida perfecta que había diseñado junto a Víctor.
El 1 de diciembre de 2010, Mónica fue trasladada a la prisión de Palma de manera provisional. Las imágenes de su traslado mostraron a una mujer fría, con una actitud que muchos calificaron de psicopática. A diferencia de otros criminales que ocultan su rostro avergonzados ante las cámaras, ella caminó con la cara descubierta, desafiante, soportando los abucheos e insultos sin inmutarse. Parecía inmune al dolor, a la culpa, al juicio social. Era la misma determinación férrea que la caracterizaba, llevada a su extremo más monstruoso.
El juicio comenzó el 22 de octubre de 2012 en la Audiencia de Palma, con un jurado popular. El fiscal, Eduardo Norro, solicitó una pena de 20 años de prisión por un delito de asesinato con las agravantes de alevosía y parentesco. La defensa de Mónica intentó sostener dos líneas argumentales. Primero, la de la caída accidental, afirmando que el niño murió por un golpe y que ella solo ocultó el cuerpo por miedo. Segundo, la de un episodio de locura transitoria, un vacío mental que le impedía recordar lo sucedido.
Ambas tesis fueron desmontadas. Los exámenes psiquiátricos y psicológicos determinaron que Mónica estaba en plenas facultades mentales, sin ningún trastorno que pudiera haber afectado a su juicio. Los informes forenses fueron igualmente contundentes: el cuerpo de César no presentaba ninguna lesión compatible con una caída, pero sí mostraba signos consistentes con un ahogamiento. La evidencia era abrumadora.
El 25 de octubre de 2012, el jurado popular emitió su veredicto: culpable, por una mayoría de ocho votos a uno. Seis días más tarde, el magistrado Eduardo Calderón dictó la sentencia, condenando a Mónica Juanatey Fernández a 20 años de prisión. En sus palabras finales, el juez destacó la gravedad de la acción, describiéndola como un acto súbito, inesperado, cometido en la intimidad del hogar contra un niño que no tuvo ninguna posibilidad de defenderse o salvarse.
Los restos mortales del pequeño César fueron trasladados a Galicia. Su funeral se celebró en la iglesia de San Martiño de Noia, en una ceremonia multitudinaria que reflejó la conmoción que el caso había provocado en toda España. Posteriormente, fue enterrado en el cementerio de Santa Cristina de Barro. Entre los asistentes, además de su familia destrozada, se encontraba Alberto, el hombre que lo inscribió en el registro y que lo cuidó como un padre durante sus primeros años. Su presencia era el testimonio silencioso de la vida que a César le fue arrebatada.
En prisión, Mónica Juanatey continuó dando muestras de su extraña y oscura personalidad. Quizás como un eco de sus antiguos blogs de terror, se dedicó a la escritura y ganó varios premios literarios penitenciarios con relatos truculentos y macabros. En uno de ellos, narraba una historia sobre unos gemelos, una abuela que veía espíritus y un niño que perdía la vida. Su familia de origen nunca fue a visitarla; se desentendieron de ella por completo. Sin embargo, en la cárcel, Mónica volvió a casarse. Su nuevo marido se convirtió en la única persona que la visitaba con regularidad.
El caso de César Juanatey Fernández es una crónica desoladora sobre los límites de la crueldad humana. Demuestra que la maternidad no es un título, sino un verbo que se conjuga con amor, protección y sacrificio, tres palabras que Mónica Juanatey nunca entendió. Por el anhelo egoísta de una nueva vida sin cargas, no dudó en apagar la de su propio hijo, un niño al que primero negó su paternidad, luego negó su identidad obligándole a llamarla tía y, finalmente, le negó el derecho fundamental a vivir. La maleta roja encontrada en un barranco de Menorca no solo contenía los restos de un niño; contenía el peso de un secreto insoportable y el eco de una de las traiciones más absolutas: la de una madre que eligió ser verdugo.