
Nicole y Ron: El lado olvidado del caso Simpson
Foto de RDNE Stock project en Pexels
El Juicio del Siglo: La Sombra de O.J. Simpson
Pocos casos en la historia criminal moderna han capturado la imaginación y dividido a la opinión pública de manera tan visceral como el juicio de Orenthal James Simpson. Conocido mundialmente como O.J., su historia es un laberinto de fama, violencia, racismo y una batalla legal que redefinió los límites de la justicia mediática. Este no es solo el relato de un doble asesinato; es la crónica de cómo un héroe americano cayó en desgracia y de cómo un sistema judicial fue puesto a prueba ante los ojos del mundo. Para entender la magnitud de esta tragedia, es inusual pero necesario comenzar por el hombre en el centro de la tormenta, O.J. Simpson, ya que su vida y su estatus son el eje sobre el que gira cada uno de los espeluznantes acontecimientos.
Este es un caso que trasciende el crimen para convertirse en un estudio sociológico. Habla de racismo, sin duda, pero de una manera compleja y a menudo contradictoria. Y, de forma más silenciosa pero igual de penetrante, habla de misoginia, de cómo la violencia contra las mujeres puede ser minimizada o ignorada cuando el agresor es una figura carismática, un ídolo popular. Las víctimas, como suele ocurrir, corren el riesgo de convertirse en notas a pie de página en la saga de su famoso verdugo.
El Caldo de Cultivo: América en Blanco y Negro
Para descifrar el caso Simpson, es fundamental retroceder en el tiempo, a la Norteamérica de los años 60. Sobre el papel, el gobierno impulsaba políticas para erradicar la segregación racial. La promesa era un país donde los niños negros y blancos compartirían aulas, donde las oportunidades laborales no dependerían del color de la piel y donde los espacios públicos serían verdaderamente para todos. Sin embargo, la realidad era brutalmente distinta.
La comunidad negra seguía confinada en barrios marginales que se convertían en guetos, con un acceso limitado a trabajos dignos y una educación de calidad. La policía, lejos de ser un cuerpo de protección, actuaba como una fuerza de ocupación en estos barrios. Las redadas, caracterizadas por una violencia extrema y sistemática, eran una herramienta para infundir miedo y reforzar una jerarquía racial no escrita. La desconfianza y el resentimiento hacia las autoridades, especialmente hacia el Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), eran profundos y estaban a punto de estallar.
En este tablero de ajedrez social, tenso y volátil, emerge una pieza inesperada: O.J. Simpson. Un hombre negro que no solo alcanzó la cima del deporte profesional, sino que trascendió las barreras raciales para convertirse en un icono amado por todos. Era tan querido, respetado y reconocido por la comunidad blanca como por la negra. Era el sueño americano encarnado, la prueba viviente de que cualquiera, sin importar su origen, podía triunfar. Esta percepción pública sería un factor determinante en los eventos que estaban por venir.
De la Fragilidad al Olimpo: El Ascenso de «The Juice»
Orenthal James Simpson nació el 9 de julio de 1947 en San Francisco, California. Su infancia estuvo lejos del glamour que más tarde lo rodearía. Criado en viviendas públicas en el barrio de Potrero Hill, su padre, Jimmy Lee Simpson, y su madre, Eunice, se separaron cuando él apenas tenía cinco años. Sorprendentemente, el hombre que se convertiría en un portento físico sufrió de raquitismo en su niñez, lo que le obligó a llevar aparatos ortopédicos en las piernas. Esta condición, paradójicamente, moldearía su distintiva y poderosa forma de correr.
La adolescencia de O.J. estuvo marcada por la delincuencia juvenil. Formó parte de pandillas y se vio envuelto en numerosos problemas, un camino casi predestinado para muchos jóvenes de su entorno, que veían en la calle su única salida. Sin embargo, el destino le tenía reservado un encuentro que cambiaría su vida. Un trabajador social de su barrio, viendo el potencial atlético del joven y su admiración por el jugador de béisbol Willie Mays, organizó una reunión entre ambos. Las palabras de Mays no fueron un sermón, sino un llamado a la acción, una inspiración para que O.J. luchara por sus sueños y abandonara la vida de maleante.
Ese encuentro fue una epifanía. Simpson canalizó toda su energía en el deporte. En la Galileo High School, comenzó a destacar de manera sobresaliente en el fútbol americano. A pesar de su innegable talento, sus bajas calificaciones académicas le cerraron las puertas de las principales universidades. Decidido a no rendirse, se matriculó en el City College de San Francisco, un junior college donde pudo enfocarse en el deporte mientras mejoraba su expediente.
Su carrera explotó. Jugando como corredor estrella (running back), su velocidad y potencia eran imparables. Fue nombrado All-American del Junior College, un reconocimiento a los mejores jugadores del país. De repente, las mismas universidades que antes lo habían rechazado ahora se lo rifaban. En 1967, fue transferido a la prestigiosa University of Southern California (USC), donde bajo la tutela del entrenador John McKay, se convirtió en una leyenda universitaria. Su dominio fue tal que en 1968 ganó el Trofeo Heisman, el premio individual más prestigioso del fútbol americano universitario. O.J. Simpson ya no era una promesa; era una estrella.
La Doble Cara del Héroe: Matrimonio, Fama y Violencia Oculta
El año 1967 no solo fue crucial para su carrera deportiva, sino también para su vida personal. Con tan solo 19 años, se casó con su novia del instituto, Marguerite L. Whitley. Su relación tenía un origen curioso: Marguerite había sido novia de Al Cowlings, el mejor amigo de O.J. El hecho de que Simpson le quitara la novia a su amigo y que la amistad perdurara es un posible reflejo de su arrolladora personalidad. Era carismático, divertido y encantador, una figura pública que caía bien a todo el mundo.
El matrimonio tuvo tres hijos: Arnelle, Jason y Aaren. La tragedia golpeó a la familia cuando la pequeña Aaren, con menos de dos años, murió ahogada en la piscina familiar. Marguerite siempre mantuvo un perfil bajo, alejada de los focos que constantemente rodeaban a su marido, quien ya era una superestrella nacional. El matrimonio se disolvió oficialmente en 1979. La narrativa pública atribuyó la ruptura a las presiones de la fama y los constantes viajes de O.J.
Sin embargo, detrás de la sonrisa del ídolo se escondía una realidad mucho más oscura. Marguerite sufrió maltrato a manos de Simpson. Ya en 1968, apenas un año después de casarse, O.J. fue arrestado por una pelea doméstica. Su esposa había llamado a emergencias temiendo por su vida. En 1977, existen registros de otra llamada de Marguerite a la policía denunciando una agresión física. En ambas ocasiones, las denuncias no prosperaron. Su carisma y su estatus parecían protegerlo. El hombre entrañable ante las cámaras era, en la intimidad, un ser despiadado.
Mientras su vida personal se desmoronaba en privado, su carrera profesional alcanzaba cotas estratosféricas. Tras su paso por la USC, fue fichado por los Buffalo Bills de la NFL. Aunque sus primeros años fueron discretos, la llegada del entrenador Lou Saban lo cambió todo. Saban rediseñó la estrategia ofensiva del equipo para que girara exclusivamente en torno a O.J. Simpson. Cada jugada, cada miembro del equipo, estaba al servicio de su corredor estrella. El ego de Simpson, ya considerable, fue alimentado hasta el infinito. Y los resultados le dieron la razón. En 1973, logró una hazaña histórica: fue el primer jugador en superar las 2.000 yardas de carrera en una sola temporada, un récord que aún hoy perdura.
Tras su gloriosa etapa en los Bills, jugó para los San Francisco 49ers, el equipo de su ciudad natal. Las lesiones de rodilla comenzaron a pasarle factura y, en 1979, el mismo año de su divorcio, se retiró del fútbol profesional. Pero su carrera no terminó ahí. Simpson ya se había labrado un camino en el mundo del espectáculo. Fue la carismática imagen de la compañía de alquiler de coches Hertz, protagonizando anuncios que lo hicieron aún más popular. También incursionó en el cine, con papeles en películas como The Towering Inferno y la exitosa saga de comedia Agárralo como puedas. O.J. Simpson no era solo un deportista retirado; era una querida celebridad, un pilar de la cultura pop estadounidense.
Una Obsesión Llamada Nicole
En 1977, mientras su primer matrimonio se extinguía, O.J. Simpson, con 30 años y en la cúspide de su fama, entró en un club de Beverly Hills llamado The Daisy. Allí, sus ojos se posaron en una joven y hermosa camarera de 18 años: Nicole Brown. Quedó instantáneamente prendado de ella.
Nicole Brown había nacido en Frankfurt, Alemania, hija de un militar estadounidense y una madre alemana. Criada en California, era descrita como una joven vibrante, popular y excepcionalmente bella. La relación con Simpson comenzó de manera arrolladora y, según relatos de sus compañeros de trabajo, también violenta. Se cuenta que tras sus citas con O.J., Nicole regresaba físicamente destrozada, con moratones y aspecto desaliñado, producto de la brutalidad de su amante. Sin embargo, para una joven de 18 años, la atención de una superestrella como O.J. Simpson era embriagadora. La violencia inicial fue ignorada o incluso romantizada.
Se casaron el 2 de febrero de 1985 y tuvieron dos hijos, Sydney y Justin. Se instalaron en una lujosa mansión en el exclusivo barrio de Brentwood, en Los Ángeles. Nicole abandonó su vida para convertirse en la esposa de O.J. y madre de sus hijos. Pero la historia, trágicamente, se repitió. El patrón de abuso que había marcado su primer matrimonio resurgió con una ferocidad aún mayor.
Poco después de la boda, Nicole comenzó a llamar repetidamente al 911. En 1985, un agente de policía respondió a una llamada y encontró a O.J. Simpson fuera de sí, destrozando un coche con un bate de béisbol. Las visitas de la policía a la mansión de Brentwood se hicieron frecuentes. Nicole denunciaba palizas y agresiones, pero el carisma de O.J. y la deferencia de los agentes hacia una celebridad de su calibre siempre lo salvaban. La propia Nicole, frustrada, llegó a decir a los policías: «Siempre llamo, pero vosotros nunca hacéis nada».
La situación alcanzó un punto crítico el 1 de enero de 1989. La policía acudió de nuevo a su domicilio y encontró a Nicole ensangrentada, con el rostro magullado, gritando desesperadamente: «¡Me va a matar!». Esta vez, O.J. fue detenido. Sin embargo, el castigo fue irrisorio. Mediante una figura legal llamada «no contest» (no admitir ni negar la culpa), evitó un juicio contundente. Su condena consistió en dos años de libertad condicional, horas de trabajo comunitario y una donación a un refugio para mujeres maltratadas. Para un hombre de su fortuna y estatus, fue apenas un rasguño.
Aterrada y sin esperanza de que la situación cambiara, Nicole solicitó el divorcio en 1992. Pero la obsesión de O.J. no terminó con la separación. En octubre de 1993, ya divorciados, Nicole volvió a llamar a la policía. Simpson había invadido su casa y la había agredido de nuevo. El agente que respondió a esa llamada fue un detective llamado Mark Fuhrman, un nombre que se volvería tristemente célebre. Fuhrman fue testigo directo de la ira incontrolable de la estrella del deporte. Pero, una vez más, la denuncia no tuvo mayores consecuencias. O.J. Simpson parecía intocable.
La Noche del 12 de Junio de 1994
La cronología de los hechos de aquella fatídica noche es una pieza clave del rompecabezas. Por la tarde, O.J. y Nicole coincidieron, aunque por separado, en el recital de danza de su hija Sydney. Tras el evento, sus caminos se bifurcaron, solo para converger de nuevo en una escena de horror indescriptible.
Nicole, junto a sus hijos y sus padres, fue a cenar al restaurante Mezzaluna. Al llegar a casa, su madre se dio cuenta de que había olvidado sus gafas en el local. Nicole llamó al restaurante y habló con su amigo, un joven camarero llamado Ron Goldman, pidiéndole si podía hacérselas llegar. Goldman, descrito como un joven amable y servicial, le dijo que no se preocupara, que al final de su turno se pasaría por su casa para dejárselas.
Mientras tanto, O.J. Simpson, tras el recital, regresó a su mansión. Allí se encontraba su inquilino, un actor en ciernes llamado Kato Kaelin, que vivía en la casa de invitados de la piscina. Juntos, fueron a un McDonald’s a por comida. O.J. tenía prisa; esa noche debía tomar un vuelo a Chicago por motivos de trabajo. Había contratado una limusina para que lo recogiera a las 22:45.
A las 22:15, los vecinos de Nicole escucharon los ladridos insistentes y angustiados de su perro, un Akita. Poco después, uno de los vecinos encontró al perro vagando por la calle, con las patas y el vientre manchados de sangre. Preocupado, el vecino siguió al animal, que lo condujo de vuelta a la casa de Nicole. Lo que vio a continuación fue una escena dantesca. Al pie de la escalera de la entrada, yacía el cuerpo de Nicole Brown Simpson en un charco de sangre.
Mientras tanto, en la mansión de O.J., a solo cinco minutos en coche, el chófer de la limusina, Allan Park, llegó a las 22:25. Durante casi media hora, llamó repetidamente al interfono de las distintas puertas de la propiedad. Nadie respondía. A las 22:55, Park vio una figura corpulenta, de la estatura de O.J. y vestida de oscuro, entrar apresuradamente en la casa. Unos minutos más tarde, Simpson finalmente respondió al interfono, sonando agitado y diciendo que se había quedado dormido. Kato Kaelin, que sí había escuchado las llamadas del chófer desde la casa de la piscina, encontraría extraña esta excusa. O.J. salió, metió sus maletas en la limusina con la ayuda de Kaelin y partió hacia el aeropuerto, llegando con el tiempo justo para tomar su vuelo.
Una Escena del Crimen Brutal
Los investigadores llegaron al 875 de South Bundy Drive y se encontraron con una carnicería. Nicole Brown, vestida con un vestido negro corto, presentaba múltiples heridas de arma blanca. La más terrible era un corte profundo en el cuello que casi la había decapitado, seccionando las arterias carótidas y dejando al descubierto la laringe. Cerca de ella, también sin vida, yacía el cuerpo de Ron Goldman. Había luchado por su vida, como demostraban las numerosas heridas defensivas en sus manos y brazos. Había sido apuñalado repetidamente en el cuello, el pecho y el abdomen. La autopsia determinó que Nicole fue la primera en ser atacada, y que Ron Goldman fue asesinado al intentar defenderla o al tropezar con el asesino en pleno acto.
La hora estimada de las muertes se situó entre las 22:15 y las 22:40, precisamente el lapso de tiempo en que el chófer de la limusina intentaba infructuosamente contactar con O.J. Simpson, quien supuestamente estaba dormido en su casa.
En la escena se encontraron pruebas cruciales: un gorro de lana azul, un guante de cuero de la marca Aris Light, y un sobre blanco que contenía las gafas de la madre de Nicole. También había huellas de zapato ensangrentadas, dejadas por un calzado caro de la marca Bruno Magli.
La primera tarea de la policía fue notificar al familiar más cercano, el exmarido de la víctima. Un grupo de detectives, entre ellos Mark Fuhrman, se dirigió a la mansión de O.J. en Rockingham Avenue. Al no obtener respuesta, Fuhrman saltó la valla. En el exterior, junto a la entrada, encontraron el Ford Bronco blanco de O.J. En la puerta del conductor había pequeñas manchas de sangre. Dentro de la propiedad, cerca del camino que llevaba a la casa de invitados, Fuhrman hizo un descubrimiento que parecía sentenciar el caso: otro guante de cuero, idéntico al encontrado en la escena del crimen, también manchado de sangre.
O.J. fue localizado en su hotel de Chicago y notificado de la muerte de su exesposa. Regresó a Los Ángeles al mediodía siguiente. En la comisaría, los detectives notaron un corte reciente en el dedo corazón de su mano izquierda. Al ser interrogado sobre cómo se lo había hecho, O.J. ofreció varias versiones contradictorias. A pesar de las crecientes sospechas, se le permitió quedar en libertad tras proporcionar muestras de sangre, saliva y cabello.
La Persecución más Lenta de la Historia
El viernes 17 de junio de 1994, la policía había reunido pruebas suficientes para acusar a O.J. Simpson de doble asesinato. Su abogado, Robert Shapiro, acordó que su cliente se entregaría a las 11 de la mañana. Pero O.J. no apareció. En su lugar, se dio a la fuga en el Ford Bronco blanco, conducido por su fiel amigo Al Cowlings. En el asiento trasero, O.J. sostenía una pistola apuntando a su propia cabeza, amenazando con suicidarse.
Lo que siguió fue uno de los espectáculos mediáticos más surrealistas de la historia. Durante horas, el Ford Bronco recorrió las autopistas de Los Ángeles a una velocidad ridículamente baja, seguido por un convoy de coches de policía y helicópteros de noticias que retransmitían la persecución en directo a todo el país. Se estima que 95 millones de personas vieron el evento. La gente salía a los puentes de las autopistas con pancartas que decían «Corre, O.J., corre» y «Te queremos, Juice». Para muchos miembros de la comunidad negra, O.J. no era un presunto asesino huyendo de la justicia, sino un hombre negro rebelándose contra un sistema policial opresivo.
Finalmente, la persecución terminó en su propia mansión de Brentwood, donde se entregó. En el coche, la policía encontró un kit de disfraz, un pasaporte y miles de dólares en efectivo, indicios claros de que planeaba huir del país.
El Juicio del Siglo: Un Circo Legal
El juicio a O.J. Simpson, que comenzó en enero de 1995, se convirtió en un fenómeno global. La fiscalía, liderada por Marcia Clark y Christopher Darden, creía tener un caso cerrado. Las pruebas eran, en apariencia, abrumadoras: un historial documentado de violencia doméstica como motivo, sangre de O.J. en la escena del crimen, sangre de las víctimas en su coche y en su casa, el corte en su mano, las huellas de los zapatos Bruno Magli que coincidían con un modelo que él poseía, y los dos guantes ensangrentados que conectaban directamente al acusado con ambas localizaciones.
Pero O.J. había reunido a un equipo de abogados defensores de élite, bautizado como el «Dream Team». Liderado por Robert Shapiro y, más tarde, por el carismático Johnnie Cochran, el equipo incluía a expertos de la talla de F. Lee Bailey, Alan Dershowitz, y los pioneros en pruebas de ADN Barry Scheck y Peter Neufeld. Y junto a ellos, una figura que se haría mundialmente famosa por otros motivos: Robert Kardashian, el padre de las Kardashian y uno de los mejores amigos de O.J., quien se reactivó como abogado para ayudarle.
La estrategia de la defensa no fue probar la inocencia de O.J., sino crear una duda razonable. Y lo hicieron de manera magistral, atacando cada pieza de la evidencia de la fiscalía y explotando las tensiones raciales de Los Ángeles. Argumentaron que la escena del crimen había sido contaminada por una recogida de pruebas negligente. Cuestionaron la cadena de custodia de las muestras de sangre, sugiriendo que la policía podría haberlas manipulado.
El punto de inflexión fue su ataque al detective Mark Fuhrman. La defensa lo pintó como un policía racista capaz de plantar pruebas para incriminar a un hombre negro. Cuando Fuhrman negó bajo juramento haber usado insultos raciales, la defensa presentó unas grabaciones en las que se le escuchaba usando la palabra «nigger» repetidamente y jactándose de fabricar pruebas contra sospechosos negros. La credibilidad de Fuhrman, y por extensión la de todo el LAPD, quedó destrozada. El descubrimiento del guante en la mansión de O.J. fue presentado como una prueba plantada por un policía racista.
El momento culminante del juicio llegó cuando la fiscalía pidió a O.J. que se probara los guantes ensangrentados. Ante las cámaras de todo el mundo, Simpson luchó por ponerse el guante de cuero, que parecía demasiado pequeño para su mano. El guante, que se había encogido al estar empapado en sangre y luego secarse, y que O.J. intentaba ponerse sobre un guante de látex, no encajaba. Johnnie Cochran aprovechó el momento para acuñar la frase que pasaría a la historia: «If it doesn’t fit, you must acquit» (Si no le encaja, deben absolverlo).
El 3 de octubre de 1995, después de 252 días de juicio y menos de cuatro horas de deliberación, el jurado, compuesto mayoritariamente por personas negras, emitió su veredicto: O.J. Simpson era declarado no culpable de ambos cargos de asesinato.
Epílogo: La Justicia Civil y la Caída Final
La absolución de O.J. Simpson provocó una reacción de shock y división en todo el país. Mientras unos celebraban lo que consideraban una victoria contra un sistema racista, otros lo veían como una parodia de la justicia, donde la fama y el dinero habían comprado la impunidad.
Las familias de Nicole Brown y Ron Goldman, devastadas por el veredicto, no se rindieron. Presentaron una demanda civil contra Simpson. En un juicio civil, la carga de la prueba es menor: no se necesita demostrar la culpabilidad «más allá de toda duda razonable», sino por una «preponderancia de la evidencia». En 1997, un jurado de Santa Mónica, predominantemente blanco, encontró a O.J. Simpson responsable de las muertes de Nicole y Ron, y le ordenó pagar 33,5 millones de dólares en daños y perjuicios.
Simpson nunca pagó la totalidad de esa deuda. Se declaró en bancarrota y se mudó a Florida, un estado con leyes que protegían sus bienes de ser embargados. Durante años, vivió una vida de relativa normalidad, aunque su reputación estaba manchada para siempre.
La justicia, o quizás el karma, finalmente lo alcanzó de una forma inesperada. En 2007, O.J. lideró un grupo de hombres armados en un asalto a una habitación de hotel en Las Vegas para, según él, recuperar objetos de recuerdo deportivo que le habían robado. Esta vez, no hubo «Dream Team» que pudiera salvarlo. Fue declarado culpable de secuestro y robo a mano armada y sentenciado a 33 años de prisión.
O.J. Simpson, el hombre que evitó la cárcel por un doble asesinato, terminó entre rejas por un torpe atraco. Fue puesto en libertad condicional en 2017, tras cumplir nueve años de su condena. Vivió sus últimos años en Las Vegas, lejos de los focos que una vez lo adoraron. El 10 de abril de 2024, Orenthal James Simpson murió de cáncer a los 76 años, llevándose a la tumba los secretos de aquella sangrienta noche de junio.
El caso de O.J. Simpson sigue siendo una herida abierta en la conciencia de Estados Unidos. Es un relato complejo sobre la intersección de la raza, la clase social y el género en el sistema judicial. Demostró cómo un equipo de abogados brillantes pudo sembrar la duda en un caso aparentemente irrefutable y cómo el contexto social puede influir en un veredicto más que las propias pruebas. Pero, por encima de todo, es el trágico recordatorio de dos vidas brutalmente arrebatadas, las de Nicole Brown Simpson y Ron Goldman, cuyas muertes, para muchos, nunca encontraron una verdadera justicia.