David Icke y los Reptilianos: ¿Visionario o Lunático?

David Icke y los Reptilianos: ¿Visionario o Lunático?

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David Icke: ¿Profeta de lo Oculto o Arquitecto de la Locura? La Verdad Detrás de la Conspiración Reptiliana

En los rincones más oscuros del pensamiento alternativo, donde la duda se convierte en sistema y la realidad es un lienzo a interpretar, emerge una figura tan controvertida como influyente: David Icke. Su nombre es sinónimo de conspiración, un susurro que evoca imágenes de lagartos humanoides, élites secretas y una prisión invisible que encadena a toda la humanidad. Para muchos, no es más que el rey de los magufos, un hombre cuya cordura se desvaneció bajo los focos de la televisión. Para otros, es un visionario, un profeta moderno que se atrevió a rasgar el velo de la ilusión para mostrar la aterradora verdad que se oculta a plena vista.

Este artículo se sumerge en las profundidades de la cosmovisión de Icke, un universo donde la historia antigua, la genética, la física cuántica y el esoterismo convergen en una narrativa tan fantástica como perturbadora. Exploraremos el viaje de un hombre que pasó de ser un respetado comentarista deportivo a un paria global, y analizaremos las piedras angulares de su teoría: los dioses reptilianos que nos crearon, la Matrix holográfica que habitamos y los carceleros cósmicos que nos vigilan desde los cielos. No se trata de aceptar ciegamente sus palabras, sino de hacer la pregunta que él mismo plantea: ¿Y si, dentro de toda esta aparente locura, se esconde un atisbo de una realidad que nos negamos a ver?

Del Comentarista Respetado al Mensajero Cósmico

La historia de David Icke no comienza con delirios de grandeza ni susurros interdimensionales, sino en el césped de los estadios de fútbol y bajo las luces de los estudios de la BBC. Durante la década de 1980, Icke era un rostro familiar en los hogares británicos. Ex-jugador de fútbol profesional cuya carrera fue truncada por una artritis prematura, se reinventó como un comentarista deportivo elocuente y carismático. Con su traje impecable, su corbata perfectamente anudada y su dicción precisa, era la encarnación de la racionalidad y la disciplina. Un hombre metódico, educado y con la palabra justa, el tipo de figura en la que un ciudadano común podía confiar. Nadie habría imaginado que ese mismo hombre, en pocos años, estaría denunciando la existencia de una raza reptiliana que controla el planeta desde otras dimensiones.

A finales de los 80, algo comenzó a cambiar. Icke describió sentir una fuerza irresistible, un impulso interno que lo empujaba a mirar más allá de lo común, más allá de la realidad tangible. Esta extraña búsqueda espiritual lo llevó a visitar a médiums, a devorar textos esotéricos y a buscar respuestas en los lugares donde la ciencia calla y la religión duda.

Un encuentro clave fue con la médium británica Betty Shine. A través de ella, Icke recibió mensajes de supuestas entidades que se autodenominaban los Guardianes. Le comunicaron que tenía una misión: revelar secretos que cambiarían la forma en que la humanidad entiende su propia existencia. Le advirtieron, sin embargo, que el precio a pagar sería alto: la burla, el aislamiento y la ruina personal.

Poco después, siguiendo una intuición irrefrenable, Icke viajó a Perú. En el altiplano, en un sitio sagrado pre-incaico llamado Sillustani, entre imponentes torres funerarias, experimentó una visión que marcaría su punto de no retorno. Según su relato, el viento se detuvo, el cielo pareció abrirse como una grieta en la realidad y una vibración intensa lo atravesó, haciéndolo llorar sin motivo aparente. Fue entonces cuando escuchó una voz en su interior, clara y ajena, que le dijo: El velo se levantará. Todo lo que crees conocer no es real.

De regreso a Inglaterra, Icke ya no era el mismo. Su entorno lo notó. Sus compañeros de la BBC lo percibían distante, extraño, obsesionado con conceptos de energía, vibraciones y control mental global. Y entonces, en 1991, ocurrió el incidente que selló su destino. Durante una entrevista en directo en el popular programa Wogan de la BBC, ante millones de espectadores, David Icke declaró ser el hijo de la divinidad, un mensajero contactado por una inteligencia superior para alertar a la humanidad.

La reacción fue inmediata y brutal. El público en el estudio estalló en carcajadas. La prensa lo crucificó, tildándolo de loco y charlatán. En cuestión de días, el respetado periodista se convirtió en un paria, en el hazmerreír de una nación, un meme antes de que los memes existieran.

Pero lo que para el mundo fue el fin de su carrera, para Icke fue el verdadero comienzo de su misión. Liberado de las ataduras de la respetabilidad, aquel hombre que el mundo había ridiculizado comenzó a escribir sin descanso, a unir puntos aparentemente inconexos entre la historia antigua, los linajes reales, las religiones, las sociedades secretas y la biología humana. De este trabajo febril nació su obra más ambiciosa y controvertida, Hijos de la Matrix. Este libro no solo definiría su pensamiento, sino que lo transformaría en un ícono del pensamiento alternativo. Sin el respaldo de medios ni universidades, logró construir una cosmovisión tan compleja y detallada que, tres décadas después, sigue generando debates, documentales y atrayendo a seguidores en todo el mundo.

Así comienza la historia de un hombre que afirmó que el poder no es humano, que detrás de la sonrisa de los monarcas, los discursos de los presidentes y las decisiones de las élites, hay ojos que no parpadean, piel que no suda y sangre que no hierve. Una raza fría, calculadora y silenciosa que nos observa desde el principio de los tiempos.

Los Ecos de los Dioses Serpiente: Sumeria y el Linaje Híbrido

En el corazón de la teoría de David Icke yace una idea tan audaz como perturbadora: el dominio sobre la humanidad no comenzó en la era moderna, ni con las dinastías reales, ni con los banqueros internacionales. Su origen se remonta a los albores de la civilización, a un tiempo anterior al registro escrito, cuando los primeros humanos adoraban a los dioses que descendían de las estrellas.

En Hijos de la Matrix, Icke sostiene que casi todas las culturas antiguas comparten un símbolo universal y persistente: la serpiente o el dragón como figura divina. Desde las tablillas sumerias hasta los códices mayas, desde los templos egipcios hasta los mitos hindúes, la serpiente aparece una y otra vez como portadora de conocimiento, guardiana del inframundo o creadora del cosmos. Para Icke, esto no es una casualidad mitológica, sino una memoria genética, una pista ancestral sobre los verdaderos amos de la Tierra.

Su tesis se ancla en la antigua Sumeria, hace más de 6.000 años. Allí, los textos cuneiformes hablan de una raza de seres conocidos como los Anunnaki, cuyo nombre se traduce como «los que del cielo a la tierra bajaron». Apoyándose en las controvertidas traducciones de Zecharia Sitchin, Icke describe a estos «dioses» como seres poderosos, longevos y obsesionados con el oro y la manipulación genética. Sitchin propuso que los Anunnaki vinieron del planeta Nibiru para crear una raza esclava que extrajera para ellos los recursos minerales de la Tierra.

Pero Icke da un paso más allá, un paso que lo distingue de otros teóricos. Asegura que esos dioses no eran simplemente humanoides avanzados; eran reptiles. Seres antropomorfos con la capacidad de cambiar de forma, que fusionaron su ADN con el de los humanos primitivos. De esta unión antinatural nació una línea de sangre híbrida, un linaje destinado a gobernar y que, con el paso de los milenios, acabaría ocupando tronos, palacios y parlamentos. De aquí, sugiere Icke, proviene el concepto de la «sangre azul» de la realeza, un recuerdo distorsionado de una herencia no humana.

Esta imaginería reptiliana, afirma, se perpetuó en las culturas posteriores. En la tradición babilónica, encontramos a Oannes, el hombre-pez, y a Tiamat, la diosa dragón del caos. Los sumerios los representaban con escamas, ojos rasgados y lenguas bífidas. Los egipcios heredaron este simbolismo en dioses como Sobek, el señor cocodrilo del Nilo, y en Apep, la serpiente colosal del inframundo. En Mesoamérica, el eco resuena con Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios del conocimiento y creador de la humanidad. Para Icke, no son coincidencias ni arquetipos junguianos, sino la misma historia contada con distintos nombres, una narrativa planetaria de dominación.

En todas partes, estos dioses-reptiles dejaron un legado de reyes y faraones que se decían «hijos de los dioses», linajes sagrados, castas superiores. Este patrón, según Icke, se repite hoy en las familias reales europeas, las dinastías financieras como los Rothschild y los Rockefeller, y los clanes políticos como los Bush y los Clinton. Todos ellos serían, en su visión, distintas ramas del mismo árbol genealógico, un árbol cuyas raíces se hunden en Sumeria y cuyas ramas se extienden sobre cada centro de poder del planeta.

Por eso, los símbolos reptilianos persisten en las insignias del poder: serpientes enroscadas en bastones, dragones alados en escudos de armas, figuras serpentinas en la heráldica y la arquitectura. El caduceo, símbolo de la medicina y el comercio, con sus dos serpientes entrelazadas, no sería un simple ornamento, sino un recuerdo de una ascendencia que nunca desapareció.

La humanidad, sostiene Icke, fue programada para adorar a estos seres como salvadores, pero en realidad son parásitos energéticos. Procede de un plano que él llama la «cuarta dimensión inferior», un lugar donde el miedo y la violencia son alimento. Esta es la verdadera naturaleza de los reptilianos: seres interdimensionales que manipularon nuestra biología para controlarnos física y psíquicamente. Ellos habrían diseñado las religiones para mantenernos divididos y en conflicto, los imperios para esclavizarnos y las guerras para hacernos vibrar en la frecuencia del miedo, pues el miedo, afirma Icke, es su sustento.

El ser humano, en esta visión, es un programa biológico diseñado para adorar, obedecer y repetir, un eco de sus creadores reptilianos, desconectado de su verdadera naturaleza como conciencia infinita. Y así, la memoria de nuestros amos se transformó en mito y leyenda. La serpiente del Génesis que ofrece conocimiento prohibido, el dragón chino que exige sacrificios, el Naga hindú que protege tesoros. Todos son fragmentos de un recuerdo colectivo borrado, el vestigio de nuestros verdaderos amos: los dioses serpiente, los primeros reyes del mundo.

La Profecía de 1998: El Arquitecto del Control Futuro

Mucho antes de que el mundo se sumergiera en la era digital y la vigilancia masiva se convirtiera en una realidad cotidiana, David Icke ya trazaba un mapa de nuestro futuro. En 1998, en una época en la que internet era aún incipiente y los teléfonos móviles apenas enviaban mensajes de texto, Icke describió con una precisión escalofriante el sistema de control global que, según él, estaba a punto de implementarse.

En conferencias y escritos de aquella época, articuló una visión que para muchos sonaba a ciencia ficción paranoica, pero que hoy resuena con una inquietante familiaridad. Habló de la creación de un gobierno mundial, una entidad supranacional ante la cual los estados-nación se convertirían en meras unidades administrativas. Describió la implantación de un banco central mundial y una única moneda digital. Insistió en que esta moneda no sería física, sino puramente electrónica, eliminando el dinero en efectivo y permitiendo un control absoluto sobre cada transacción y, por ende, sobre la libertad individual.

Además, predijo la formación de un ejército mundial, un cuerpo policial global diseñado para imponer la voluntad de esta nueva élite gobernante. Identificó a la OTAN como el embrión de esta fuerza, destinada a expandirse sin cesar hasta abarcar todo el planeta.

Pero la parte más perturbadora de su profecía fue la que se refería al control individual. Icke habló de la llegada de una población microchipeada. Afirmó que a cada ser humano se le implantaría un microchip que contendría toda su información financiera, médica y personal. Este sistema, advirtió, no solo permitiría un etiquetado electrónico constante, sabiendo dónde está cada persona en todo momento, sino que también abriría la puerta a la manipulación externa de nuestros procesos mentales y emocionales a través de medios electrónicos.

Analicemos estas predicciones desde la perspectiva actual. La idea de un gobierno global resuena en las estructuras supranacionales como la Unión Europea y las agendas de organismos como el Foro Económico Mundial. La carrera por implementar monedas digitales de bancos centrales (CBDC), como el euro digital, es una realidad palpable que amenaza la privacidad y la autonomía financiera. La expansión de la OTAN ha sido una constante geopolítica en las últimas décadas.

Y en cuanto al control mental y emocional, no necesitamos un microchip físico implantado. Lo llevamos voluntariamente en nuestros bolsillos. Los teléfonos inteligentes y las redes sociales se han convertido en las herramientas perfectas para la vigilancia y la manipulación. Los algoritmos de plataformas como TikTok o Instagram están diseñados para ser adictivos, para moldear nuestro comportamiento y para polarizar a la sociedad, generando ansiedad, depresión y división. El scroll infinito, el bombardeo constante de estímulos y la creación de burbujas ideológicas nos mantienen en un estado de reacción constante, vibrando en las bajas frecuencias de la ira y el miedo, exactamente como Icke describió.

Cuando un hombre en 1998 detalla con precisión la arquitectura de control social, tecnológico y financiero que se está desplegando un cuarto de siglo después, la etiqueta de «loco» comienza a parecer insuficiente. Surge una pregunta inevitable: ¿Estaba David Icke simplemente haciendo conjeturas afortunadas, o tenía acceso a una comprensión más profunda de la agenda que se estaba gestando tras las bambalinas del poder? Este atisbo de realidad en medio de sus teorías más fantásticas es lo que obliga incluso a los más escépticos a detenerse y considerar que, quizás, su visión del mundo, por extraña que parezca, merece un análisis más profundo.

La Matrix de la Percepción: Prisioneros de Nuestra Propia Mente

El mayor triunfo del poder, según David Icke, no fue conquistar el mundo físico, sino instalarse en la mente humana. Quien domina la percepción no necesita ejércitos, pues los propios prisioneros defenderán los barrotes de su jaula. Para Icke, la humanidad vive dentro de un programa de control tan perfecto y sutil que ni siquiera es consciente de su existencia. Él lo llama, desde mucho antes de que se popularizara el término, la Matrix.

Esta Matrix no es una simulación informática en el sentido literal de la película de 1999. Es una realidad holográfica, una prisión vibracional controlada por frecuencias. El mundo físico que percibimos con nuestros cinco sentidos no es, según Icke, el universo verdadero, sino una interfaz artificial diseñada para mantenernos atrapados en una franja muy estrecha del espectro de la conciencia.

Icke utiliza la analogía de un receptor de radio. El universo, explica, está compuesto por infinitas frecuencias, cada una correspondiendo a una dimensión o plano de realidad distinto. Los seres humanos estamos sintonizados por defecto a una banda muy limitada, la que corresponde a nuestro pensamiento racional y a la percepción material. Todo lo que existe fuera de esa frecuencia permanece invisible, inaudible e imperceptible para nosotros. Los reptilianos, en cambio, operan desde otra frecuencia, una que él describe como la «cuarta dimensión inferior», una región energética densa donde el miedo, el odio y la violencia son tangibles. Su mundo no está en otro planeta lejano, sino aquí mismo, ocupando el mismo espacio que nosotros, pero en una vibración diferente.

¿Cómo se mantiene esta prisión de percepción? A través de un proceso que Icke denomina «programación de la percepción». Desde que nacemos, somos condicionados para aceptar como real únicamente aquello que podemos ver, medir o tocar. La educación, la ciencia oficial, la religión organizada y, sobre todo, los medios de comunicación, actúan como filtros que refuerzan constantemente un consenso sobre lo que es posible y lo que no. Dentro de este consenso, las entidades reptilianas y sus intermediarios híbridos pueden manipularnos a su antojo, haciéndonos discutir sobre política, economía o religión, mientras la estructura fundamental que aprisiona nuestra conciencia permanece intacta.

El cuerpo humano, en esta visión, es un bio-ordenador, un vehículo programable. Nuestro cerebro decodifica las señales vibracionales del entorno y las traduce en las imágenes, sonidos y pensamientos que llamamos «mundo». Sin embargo, el software de este ordenador, nuestro ADN, ha sido alterado. Icke afirma que los reptilianos «hackearon» nuestra biología primordial para limitar nuestra percepción y desconectarnos de la conciencia infinita que realmente somos. Somos, en sus palabras, inmensos seres de energía viviendo la ilusión de ser pequeños humanos limitados.

El miedo es la frecuencia clave de este sistema de control. Cuando una persona siente miedo, su campo energético se contrae, su vibración desciende y se vuelve compatible con la frecuencia reptiliana. Es entonces cuando pueden «sintonizarnos» y alimentarse de nuestra energía emocional. Por ello, las élites fomentan constantemente guerras, crisis económicas, pandemias y enfrentamientos sociales. Cada evento global de sufrimiento no sería más que una cosecha energética, una extracción a gran escala de la sustancia más valiosa del universo: la conciencia humana en estado de angustia.

Incluso nuestras emociones más nobles pueden ser utilizadas como anclas para mantenernos en el programa. La culpa, el apego, el deseo de pertenencia, la necesidad de aprobación… todos son cables que nos conectan a la Matrix. El control no se impone con látigos, sino con ideas; con el miedo a perder lo que amamos, con la ilusión de que somos libres porque podemos elegir entre opciones prediseñadas por el propio sistema.

La Matrix, en definitiva, es una prisión sin barrotes donde los prisioneros custodian las puertas. Nos reímos de quien la cuestiona y nos burlamos de quien intenta escapar, y al hacerlo, reforzamos el sistema. Cada vez que decimos «esto es imposible», la Matrix se vuelve más sólida.

Sin embargo, existen grietas en el programa. Momentos en que la realidad titubea y deja ver su código. Los déjà vu, las coincidencias imposibles, las premoniciones, los sueños lúcidos o las experiencias cercanas a la muerte son, para Icke, fallos del sistema, recordatorios de que lo que vemos no es todo lo que existe. Aquí es donde su teoría trasciende la política y se adentra en la metafísica: la conciencia crea la realidad y, por lo tanto, puede liberarse del programa si cambia su frecuencia. El verdadero despertar es un acto de reprogramación vibracional, de dejar de reaccionar con miedo y empezar a vibrar con amor y comprensión. Solo entonces, afirma, el velo se rasga y podemos ver a los controladores tal como son.

Saturno y la Luna: Los Carceleros Cósmicos

La arquitectura de la prisión de la Matrix no se limita a la Tierra. Según David Icke, nuestro planeta está encerrado en una jaula de frecuencias cósmicas, un sistema de control artificial sostenido por dos cuerpos celestes principales: Saturno y la Luna. Lo que a primera vista podría parecer una metáfora mitológica, en su cosmovisión es una realidad literal y tecnológica. El planeta de los anillos sería el emisor original de la señal de control, y la Luna, nuestro satélite, actuaría como un gigantesco repetidor que proyecta esa señal sobre la Tierra.

Icke describe a Saturno como el «Sol Negro», el sol de una era perdida. Asegura que en tiempos primordiales, Saturno era una estrella que brillaba con luz propia y era adorado en todo el mundo antiguo como el verdadero dios del cielo. Los romanos lo llamaron Cronos, señor del tiempo que devoraba a sus hijos. Los fenicios lo conocían como El, el dios supremo. Los sumerios lo asociaban con Anu, el padre de los Anunnaki. Para Icke, todos eran el mismo símbolo de una conciencia oscura que se manifiesta como energía de control, sacrificio y limitación.

Saturno, en su teoría, no es solo una bola de gas, sino una inteligencia viva, una fuente de radiación electromagnética que emite una frecuencia de muy baja vibración. Señala que la NASA ha captado las emisiones de radio de Saturno, un sonido constante y grave conocido como el «canto de Saturno». Para Icke, este zumbido no es ruido cósmico aleatorio, sino la señal portadora de la Matrix, el código base que estructura la ilusión holográfica que percibimos como realidad.

Las antiguas religiones asociaban a Saturno con el sacrificio, el orden estricto, el tiempo lineal y el miedo. Icke argumenta que esa misma energía saturnina domina nuestra civilización. Los relojes que rigen nuestra vida, las corporaciones que veneran la estructura y el control, la arquitectura basada en cúpulas y obeliscos, e incluso el misterioso hexágono polar de Saturno, una estructura geométrica de seis lados en su atmósfera que los científicos no logran explicar del todo, son firmas energéticas, huellas de un culto planetario inconsciente que mantiene activa la frecuencia de la prisión.

Pero la señal de Saturno necesita ser amplificada y dirigida. Aquí es donde entra en juego la Luna. Icke afirma que la Luna no es un satélite natural, sino que fue colocada artificialmente en órbita alrededor de la Tierra por una civilización avanzada, probablemente los mismos reptilianos. Sostiene que es una gigantesca estación tecnológica, hueca por dentro y recubierta de una corteza para simular un cuerpo celeste. Como evidencia, cita los experimentos del programa Apolo, donde los sismógrafos instalados en la superficie lunar registraron que, tras un impacto, el satélite resonó como una campana durante horas, un comportamiento anómalo para un cuerpo rocoso sólido.

La función de esta Luna artificial sería, por tanto, captar la señal de Saturno, modularla y proyectarla sobre la Tierra, creando un campo de ondas que afecta directamente a la conciencia humana y a la biología del planeta. Es, en su visión, el gran proyector del programa, el espejo que mantiene estable la ilusión. Por eso, explica, los antiguos siempre asociaron la Luna con la locura (de ahí la palabra «lunático»), la ilusión y la magia. Sus fases no solo alteran las mareas, sino también nuestros ciclos biológicos y nuestra propia mente, ya que no solo refleja la luz del Sol, sino también la vibración de Saturno.

Así, la humanidad estaría atrapada entre estos dos carceleros cósmicos, viviendo bajo una cúpula energética, un holograma vibracional que define los límites de lo que podemos ver, sentir e imaginar. Los antiguos mitos, según Icke, ya nos hablaban de ello. Los gnósticos describían al Demiurgo y sus Arcontes, entidades que gobernaban el mundo material desde las esferas planetarias, con un Arconte principal asociado a la Luna. La Biblia menciona a los «príncipes de la potestad del aire». Para Icke, son descripciones codificadas del mismo sistema de control.

Si esto fuera cierto, el cielo nocturno no sería una ventana al infinito, sino el techo de nuestra celda. Cada atardecer, la Luna reforzaría la señal, y cada día, el ser humano seguiría soñando su sueño colectivo, convencido de que la realidad que experimenta es la única que existe.

Más Allá del Velo de la Realidad

La obra de David Icke es un laberinto. Un tapiz tejido con hilos de mitología, historia prohibida, física de vanguardia y revelaciones esotéricas. Navegar por él es un ejercicio que desafía los cimientos de nuestra percepción. Es fácil desecharlo todo como el desvarío de un hombre que perdió el rumbo. Sin embargo, es imposible ignorar la inquietante precisión de algunas de sus predicciones y la coherencia interna, aunque fantástica, de su sistema.

Ha construido una cosmovisión totalizadora que ofrece una explicación alternativa para casi todos los misterios de la existencia humana: el origen de la religión, la persistencia de las élites, la naturaleza del poder, el propósito del sufrimiento y la estructura misma de la realidad. Lo que presenta no es una simple teoría sobre extraterrestres, sino una tesis sobre la conciencia y el control.

La pregunta final no es si los líderes mundiales son literalmente lagartos que cambian de forma. Quizás esa sea una descripción simbólica de una verdad más profunda y abstracta: que las fuerzas que gobiernan nuestro mundo operan desde una conciencia fría, depredadora y carente de empatía, una conciencia que se alimenta de nuestra división y nuestro miedo.

David Icke nos obliga a cuestionarlo todo. ¿Y si el mundo que conocemos no es más que una jaula diseñada por seres que aprendieron a ocultarse a plena vista? ¿Y si no somos esclavos del dinero o de los gobiernos, sino de algo mucho más antiguo y sutil?

Independientemente de si se le considera un charlatán peligroso o un valiente visionario, su legado es innegable. Ha sembrado una semilla de duda radical en la mente de millones de personas, una duda que las invita a mirar más allá de las narrativas oficiales. Nos insta a reconocer que la verdadera batalla no se libra en los campos de guerra, sino en el campo de la percepción. El despertar, según él, no es una metáfora, sino un acto literal de reprogramación vibracional, un cambio de frecuencia que nos permite ver más allá del velo.

Quizás, como él sugiere, la prisión más perfecta no es la que tiene muros de acero, sino la que está construida con las creencias que nos limitan. Una prisión cuya puerta siempre ha estado abierta, esperando a que nos demos cuenta de que somos nosotros quienes sostenemos la llave.

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