Todos los animales van al cielo

Todos los animales van al cielo

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Foto de Elti Meshau en Pexels

El Eco Silencioso: ¿Tienen Alma los Animales?

En los rincones más profundos de la existencia humana, hay preguntas que resuenan con la fuerza de un trueno ancestral, interrogantes que desafían los cimientos de nuestra ciencia, nuestra fe y nuestra propia percepción de la realidad. Una de las más persistentes, una que nos susurra al oído cuando cruzamos la mirada con un ser no humano, es simple en su formulación pero abismal en sus implicaciones: ¿los animales tienen alma?

La respuesta, desde una perspectiva que se atreve a mirar más allá del velo de lo puramente material, es un sí rotundo e inequívoco. Un sí que no busca la validación de un laboratorio ni la bendición de un dogma, sino que se encuentra en la lógica profunda de un universo interconectado y vibrante. Sin embargo, afirmar esto es solo abrir la puerta. Lo que yace al otro lado es un paisaje cósmico tan vasto y complejo que redefine no solo a los animales, sino a nosotros mismos y al tejido mismo de la creación. Para entender el alma de una mosca, una serpiente o un ciervo, primero debemos desandar el camino hasta el origen mismo de nuestro mundo, a un tiempo anterior al tiempo, donde la vida no era como la conocemos.

El Amanecer Cósmico: Una Creación Diferente

Nuestra comprensión convencional del origen del universo se ancla en la teoría de una gran explosión, un Big Bang que dio lugar a la materia y la energía. Pero existen otras cosmogonías, susurros de conocimiento obtenidos no a través de telescopios, sino a través de los portales de la conciencia, en estados de percepción expandida como el desdoblamiento astral o los sueños lúcidos. Estas visiones nos ofrecen una narrativa diferente, una que sienta las bases para comprender el alma universal.

Según esta perspectiva, nuestro sistema solar no nació de una singularidad externa, sino que emergió de las entrañas de su propio corazón: el Sol. Explosiones gaseosas colosales, desprendidas de la estrella madre, se condensaron lentamente en el vacío, enfriándose y solidificándose a lo largo de eones para formar los planetas que hoy orbitan en una danza gravitacional perfecta. La Tierra, en su infancia, era un mundo irreconocible. Su superficie no era de roca sólida, sino una masa blanda y gelatinosa, un océano tibio y primigenio que bullía a miles of grados centígrados.

Con el paso de incontables eras, los gases y minerales más pesados comenzaron a asentarse, mientras las temperaturas descendían gradualmente. Este proceso dio origen a una atmósfera densa y caótica, un caldo de miles de gases distintos que se calentaban, evaporaban y precipitaban en forma de una lluvia perpetua y cáustica. Era un mundo tóxico, letal para cualquier forma de vida orgánica que pudiéramos imaginar. Sin embargo, la vida ya estaba allí. No era la vida que reconocemos, sino una forma más fundamental, más esencial: la vida inorgánica.

La Vida Inorgánica: El Alma de la Materia

Aquí yace una de las claves más profundas para desentrañar el misterio del alma animal. Solemos trazar una línea dura y definitiva entre lo vivo y lo inerte. La roca, el mineral, el átomo… los consideramos materia muerta. Pero esta visión es una limitación de nuestra percepción. Los seres inorgánicos que habitaban, habitan y habitarán la Tierra mientras exista, son todos los átomos y partículas subatómicas de los elementos químicos. El hierro, el carbono, el oxígeno, el potasio; todos ellos son, en su nivel más fundamental, formas de vida.

No poseen una vida como la de una planta o un animal, con metabolismo y reproducción en el sentido biológico, pero constituyen una forma de existencia diferente, extremadamente primitiva pero consciente en su propio plano. Son la base, el lienzo sobre el cual se pintaría toda la complejidad biológica posterior. Su existencia es vital y esencial para la nuestra, pues forman la estructura misma de nuestros cuerpos y de todo lo que nos rodea. El hierro en nuestra sangre, el calcio en nuestros huesos, el potasio que permite nuestras transmisiones neurológicas; no son meros componentes químicos, son seres inorgánicos primordiales que viven en simbiosis con nosotros.

Esta dependencia comenzó antes de que existiera la primera célula. La vida orgánica no apareció de la nada; fue una evolución, una complejización de la vida inorgánica. Moléculas como el ácido ribonucleico (ARN) y el ácido desoxirribonucleico (ADN) representan las primeras etapas de esta transición milagrosa. Formadas principalmente por carbono y nitrógeno, estas estructuras se convirtieron en las primeras capaces de replicarse, de reproducirse, abriendo la puerta a la explosión de la vida orgánica.

Los primeros seres orgánicos en aparecer fueron los virus, seguidos por las bacterias. A partir de ahí, la evolución se ramificó en la asombrosa diversidad que conocemos. Pero es crucial entender este origen: los seres orgánicos no somos algo separado de la materia, sino el resultado de la organización consciente y cada vez más compleja de los seres inorgánicos. Todo lo que vemos, desde la montaña más alta hasta el insecto más pequeño, posee una base primordial, un componente inicial de vida. El Big Bang no fue solo una explosión de materia, sino una explosión de conciencia en su forma más elemental.

El Viaje del Alma: Sueños, Desdoblamientos y Ciudades Astrales

Para comprender la naturaleza del alma, debemos aceptar que nuestra realidad física es solo una fracción de lo que realmente somos. Cada noche, cuando cerramos los ojos y nos sumergimos en el sueño, realizamos un viaje extraordinario. Muchos no lo recuerdan, otros lo descartan como meras fantasías del cerebro, pero los sueños son mucho más: son portales.

Desde persecuciones por entidades oscuras hasta vuelos sobre ciudades de cristal, desde conversaciones con seres queridos fallecidos hasta la exploración de planetas con tres soles; lo que experimentamos en sueños es, a menudo, una experiencia real en otro plano de existencia. Durante el sueño, nuestro ser sutil, nuestra alma o espíritu, se desdobla del cuerpo físico. Conectado a él por un lazo energético conocido como el cordón de plata, el alma queda libre para viajar.

En estos planos sutiles, las leyes de la física que nos gobiernan se desvanecen. El espacio y el tiempo, tal como los percibimos, dejan de existir. El viaje no se mide en kilómetros por hora, sino que ocurre a la velocidad del pensamiento. Para ilustrarlo: cuando miramos una estrella lejana, somos conscientes de que estamos viendo la luz que partió de ella hace miles o millones de años. Vemos su pasado. Sin embargo, un alma desdoblada, con solo desearlo, podría llegar a esa estrella instantáneamente, existiendo en su presente. Esto nos muestra que nuestras limitaciones son puramente físicas.

En esta vasta realidad etérea existen innumerables moradas, ciudades astrales construidas no con ladrillos, sino con energía y pensamiento condensados. Algunas son lugares de aprendizaje y servicio, otras son reinos oscuros y densos. A menudo, sin ser conscientes de ello, nuestro espíritu viaja a estos lugares durante el sueño para cumplir cometidos, para aprender, para ayudar. El alma nunca descansa. Es el cuerpo físico, el vehículo material, el que necesita reposo y reparación.

Estas ciudades están habitadas por entidades espirituales: almas desencarnadas que continúan su evolución, y también almas de personas encarnadas, como nosotros, que trabajan mientras sus cuerpos duermen. Son mundos organizados, a menudo protegidos por enormes murallas energéticas que se desmaterializan para permitir el paso a quienes tienen la vibración adecuada, y se vuelven a materializar para impedir la entrada a influencias negativas. Siempre, en todos los planos, existe la dualidad: la luz y la sombra, el orden y el caos, los que construyen y los que depredan.

Y es en este contexto, en esta realidad multidimensional, donde el alma de los animales encuentra su lugar y su propósito.

El Alma Animal: Propósito, Evolución y Conciencia Colectiva

Cuando un alma humana llega a una de estas ciudades de aprendizaje, una de las primeras lecciones que recibe es la de la universalidad de la vida y la conciencia. Se le enseña que la chispa divina, el alma, no es un privilegio exclusivo de la humanidad. Reside en cada ser, en cada forma de vida, desde el más complejo mamífero hasta el más simple de los organismos.

Sin embargo, el alma no se manifiesta de la misma manera en todas las criaturas. Mientras que los animales más evolucionados, como los perros, los gatos, los delfines o los primates, poseen un alma individualizada, muy similar a la nuestra, que evoluciona a través de experiencias personales a lo largo de sus reencarnaciones, otras formas de vida operan de manera diferente.

Para seres como los insectos, los peces o ciertas aves, existe un concepto fascinante: el alma colmena o espíritu grupal. Esto significa que un gran número de cuerpos físicos están conectados a una única conciencia colectiva. Esta mente grupal es la que guía sus instintos y comportamientos. Explica fenómenos que la ciencia lucha por descifrar, como un pájaro que, sin que nadie le enseñe, sabe construir un nido con una arquitectura perfecta, idéntica a la que construyen otros pájaros de su especie a miles de kilómetros de distancia. La información no se transmite genéticamente en su totalidad; se accede a ella a través de la conexión con el alma colmena. Cada experiencia individual de una hormiga o una abeja enriquece a la conciencia grupal, que a su vez distribuye ese aprendizaje a todos sus miembros.

A medida que las especies evolucionan a lo largo de los eones, esta alma grupal se va fragmentando, dando lugar a almas cada vez más individualizadas, preparando a esos seres para experiencias más complejas y personales en futuras existencias. Nosotros mismos, los seres humanos, aunque poseemos almas individuales, todavía estamos conectados a una conciencia colectiva humana, la fuente de arquetipos, ideas y tendencias globales.

Cada animal, por tanto, está en su propio viaje evolutivo. Tienen un propósito, lecciones que aprender y un sino que cumplir. La reencarnación no es un concepto exclusivamente humano. Un animal que ha sufrido en una vida puede volver en otra en condiciones más favorables. El vínculo profundo que sentimos con una mascota puede ser el reencuentro de almas que han compartido muchas existencias. La pérdida de un animal amado no es un final, sino una transición. Su alma, libre del cuerpo físico, regresa a los planos espirituales para ser cuidada, sanada y preparada para su siguiente experiencia.

La Intervención Invisible: Guardianes y Depredadores Etéreos

El universo es un ecosistema de ayuda y servicio mutuo. De la misma manera que el fuerte en el plano físico tiene la responsabilidad de proteger al débil, en los planos sutiles ocurre lo mismo a una escala inimaginable. Nunca estamos solos. Constantemente estamos rodeados de inteligencias no humanas, de entidades desencarnadas que nos guían, nos inspiran y nos protegen. Y esta ayuda se extiende a todo el reino animal.

Imaginemos una escena trágica: un animal es atropellado en una carretera. En el plano físico, vemos un cuerpo herido y sufriente. Pero en el plano sutil, una operación de rescate está en marcha. Entidades espirituales especializadas en el cuidado de animales acuden de inmediato. Trabajan sobre el cuerpo energético del ser, intentando mitigar su dolor, calmar su miedo y, si la muerte es inevitable, ayudar a su alma a desprenderse suavemente del cuerpo físico sin trauma. Lo acompañan en su transición al otro lado, asegurándose de que no se quede perdido o confundido.

Esta intervención es constante y universal. Ocurre en los océanos durante la caza de ballenas, en las selvas donde actúan los cazadores furtivos, en los laboratorios de experimentación y en los hogares donde los animales son maltratados. Millones de trabajadores espirituales dedican su existencia a esta labor, sirviendo como guardianes invisibles del reino animal, intentando equilibrar la balanza del sufrimiento causado por la ignorancia y la crueldad humanas.

Pero así como existen los guardianes de la luz, también existen los depredadores de las sombras. En los planos más densos de la realidad astral moran entidades de baja vibración, seres que se alimentan de las emociones negativas: el miedo, el dolor, la angustia, el terror. Para estas entidades, ciertos lugares de nuestro mundo son auténticos banquetes energéticos. Y pocos lugares generan una concentración tan intensa de sufrimiento como los mataderos industriales.

En estos lugares, donde miles de animales viven sus últimos momentos en un estado de pánico y desesperación absolutos, se crea una atmósfera psíquica densa y oscura. Esta energía atrae a multitudes de estas entidades sombrías, que se adhieren a los animales para alimentarse de su terror. No solo se nutren de la energía liberada en el momento de la muerte, sino que su influencia maligna puede impregnar la propia carne del animal.

Este es el fundamento esotérico detrás de muchos ritos de purificación de alimentos presentes en antiguas culturas y religiones. Entendían que la comida no es solo materia, sino también energía. Cuando consumimos la carne de un animal que ha muerto en un estado de sufrimiento extremo, no solo ingerimos sus proteínas y grasas, sino también el residuo vibracional de ese miedo y esa angustia, una energía que ha sido amplificada y contaminada por la presencia de estas entidades oscuras. El antiguo adagio de que somos lo que comemos adquiere así una dimensión mucho más profunda y perturbadora.

Nuestra Responsabilidad Cósmica

Comprender que los animales tienen alma no es una simple curiosidad intelectual; es una revelación que impone una profunda responsabilidad moral. Si aceptamos esta verdad, ya no podemos verlos como objetos, recursos o seres inferiores a nuestro servicio. Debemos reconocerlos como lo que son: compañeros de viaje en esta escuela cósmica, almas en diferentes etapas de su propia evolución, merecedoras de nuestro respeto, compasión y protección.

Cada una de nuestras acciones tiene una repercusión que va más allá de lo visible. La elección de lo que comemos, la forma en que tratamos a nuestras mascotas, nuestra postura ante la caza o la experimentación animal… todo ello genera ondas en el tejido de la realidad, fortaleciendo o bien a las fuerzas de la luz y la compasión, o bien a las de la oscuridad y el sufrimiento.

Hemos sido dotados de una inteligencia y una capacidad de elección superiores, no para dominar y explotar, sino para cuidar y proteger. Somos los hermanos mayores en el planeta Tierra, y nuestro deber es velar por nuestros hermanos menores. Ignorar esta responsabilidad, seguir actuando desde el egoísmo y la crueldad a pesar de haber sido avisados de la verdad, tendrá un precio. No un castigo divino impuesto desde fuera, sino la consecuencia natural de nuestras propias acciones, que deberemos afrontar cuando, al final de nuestra vida, contemplemos con total claridad el impacto que hemos tenido en otras almas.

La próxima vez que mires a los ojos de un animal, detente un momento. Intenta ver más allá del pelaje, las plumas o las escamas. Intenta percibir el eco silencioso de la conciencia que habita en su interior, la chispa de la misma fuente divina que anima tu propia existencia. En esa mirada encontrarás un misterio, una conexión y una verdad innegable: no estamos solos en este universo, y cada vida, sin excepción, es sagrada.

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