
El caso de los hongos mortales: ¿accidente o asesinato?
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El Festín Mortal de Leongatha: La Verdad Detrás de los Homicidios con Setas
En la tranquila campiña australiana, donde las comunidades unidas son la norma y la vida transcurre a un ritmo sosegado, un almuerzo familiar se convirtió en el epicentro de una de las historias criminales más escalofriantes y bizarras del país. Lo que comenzó como un intento de reconciliación en torno a una mesa bien servida, se transformó en una trampa mortal orquestada con precisión letal. Un plato exquisito, el Solomillo Wellington, escondía en su interior un veneno silencioso, capaz de destruir una familia y sembrar el pánico en toda una nación. Esta es la historia de Erin Patterson y el misterio que helaría la sangre de cualquiera que se atreviera a indagar en sus oscuros secretos.
La Anfitriona Enigmática: ¿Quién era Erin Patterson?
Para entender la complejidad de este caso, es fundamental conocer a la mujer que se encontraba en el centro de todo: Erin Trudy Patterson. Nacida en 1974 como Erin Scutter en Glen Waverley, un próspero suburbio de Melbourne, creció en un ambiente de privilegio e intelecto. Sus padres, Heather y Tudor Scutter, eran académicos respetados, su madre una especialista en literatura infantil en la Universidad de Monash. Este entorno cultivó en Erin un interés por el conocimiento, aunque su trayectoria profesional y académica sería, cuanto menos, ecléctica.
Comenzó estudiando contabilidad y ciencias en la Universidad de Melbourne, pero pronto dio un giro radical para formarse como controladora de tráfico aéreo, una profesión de alta exigencia en la que se graduó en 2001. Trabajó apenas un año en Airservices Australia antes de abandonar un puesto que, si bien lucrativo, es conocido por su altísimo nivel de estrés. A partir de ahí, su vida laboral fue un mosaico de ocupaciones dispares: colaboró con una protectora de animales, la RSPCA, e incluso trabajó en un quiosco.
Esta aparente falta de una carrera definida no se debía a una necesidad económica. Todo lo contrario. Erin Patterson gozaba de una posición financiera extraordinariamente cómoda. En 2006, la muerte de su abuela, Ora Scutter, le dejó una herencia colosal de dos millones de dólares australianos, compartida con su hermana. Este dinero le era entregado en generosas mensualidades que le permitían vivir sin preocupaciones. Más tarde, en 2019, el fallecimiento de su madre a causa de un cáncer le reportó otra herencia sustancial, además de una propiedad en Eden, Nueva Gales del Sur. Con esta red de seguridad financiera, Erin podía permitirse el lujo de trabajar en lo que le apeteciera, sin ataduras ni presiones.
En el plano personal, durante su etapa como aspirante a controladora aérea a mediados del año 2000, conoció a Simon Patterson, un ingeniero con quien se casaría en 2007. Juntos formaron una familia con dos hijos y, tras vivir en varios lugares de Australia, se establecieron en la zona de Korumburra, Victoria, muy cerca de los padres de Simon. Para Erin, que había perdido a sus padres y solo mantenía contacto con su hermana, la familia Patterson se convirtió en su principal núcleo familiar, un pilar fundamental, especialmente para que sus hijos crecieran cerca de sus abuelos.
Fisuras en la Familia Perfecta
Sin embargo, la fachada de felicidad familiar comenzó a resquebrajarse. La relación entre Erin y Simon se fue deteriorando con el tiempo, y en 2015, la pareja decidió separarse. Aunque nunca llegaron a formalizar el divorcio, vivían vidas separadas, si bien Simon seguía muy presente en la crianza de sus hijos. Una prueba de su relación cordial, al menos en apariencia, fue que cuando Erin compró un terreno en Leongatha por 260,000 dólares para construir una nueva casa, le pidió a Simon que, como ingeniero, le ayudara con los planos y el diseño. Al fin y al cabo, esa sería la casa donde vivirían sus hijos. En junio de 2022, Erin y los niños se mudaron a su nuevo hogar.
Pero bajo esa superficie de civilidad, las tensiones crecían. La relación de Erin con la familia de Simon, los Patterson, se había enfriado considerablemente. Un incidente en particular marcó un punto de inflexión. Al hacer su declaración de impuestos, Simon marcó la casilla de divorciado, aunque legalmente no lo estaban. Esta acción, aparentemente trivial, hizo que Erin perdiera ciertos beneficios económicos a los que tenía derecho como mujer casada. Para ella, que siempre se había mostrado generosa, prestando dinero a familiares y amigos sin esperar su devolución, este gesto fue una traición. No era por el dinero en sí, del cual no tenía necesidad, sino por lo que representaba: una jugarreta mezquina por parte de alguien a quien había apoyado incondicionalmente.
El distanciamiento se hizo más evidente en el ámbito social. A pesar de los nietos en común, Erin sentía que la familia Patterson la excluía deliberadamente. El golpe definitivo llegó cuando se enteró por casualidad, y no por una invitación directa, de la gran fiesta que la familia estaba organizando para celebrar el 70 cumpleaños de su exsuegra, Gail. La invitaron a última hora, casi como una ocurrencia tardía, lo que la hizo sentir profundamente apartada y despreciada por la familia que una vez consideró suya.
Sumado a esto, Erin lidiaba con sus propias batallas internas. Atravesaba períodos de depresión y problemas de autoestima, llegando a considerar una cirugía bariátrica para perder peso, algo que le acomplejaba enormemente. Este cúmulo de resentimiento, soledad y dificultades emocionales la llevó a aislarse aún más.
La Última Cena
Teniendo en cuenta este tenso panorama, la invitación que Erin extendió el 29 de julio de 2023 resultaba, como mínimo, sorprendente. Convocó a su casa a los pilares de la familia Patterson para un almuerzo especial. Les dijo que tenía algo muy importante que comunicarles. Los invitados eran:
- Gail Patterson (70 años): Su exsuegra. Una mujer jubilada que había trabajado como administradora escolar y era muy querida en la comunidad por su labor de voluntariado. Sufría de problemas de salud, habiendo padecido encefalitis en el pasado.
- Don Patterson (70 años): Su exsuegro. Un respetado profesor de secundaria que había dedicado más de 25 años a la enseñanza, incluso participando en misiones educativas en Botsuana y China.
- Heather Wilkinson (66 años): Hermana de Gail y tía de Simon. Era maestra de inglés para mujeres migrantes, una figura dedicada y bondadosa.
- Ian Wilkinson (68 años): Esposo de Heather y tío político de Simon. Era el pastor de la iglesia bautista local, una persona de profunda fe.
Simon, su exmarido, también estaba invitado, pero en el último momento, envió un mensaje a Erin para decirle que no asistiría. Las rencillas entre ellos eran demasiado profundas.
Ese día, los Patterson y los Wilkinson llegaron a casa de Erin sobre las 12:30 del mediodía. La atmósfera, inicialmente tensa, se fue relajando mientras se ponían al día. El plato principal era una elaboración sofisticada: Solomillo Wellington. Fue durante la comida cuando Erin, con semblante grave, les reveló la supuesta razón de la reunión. Les confesó que los médicos le habían encontrado un bulto en el codo y, más recientemente, un tumor en un ovario. Con el historial de cáncer de sus padres, el pronóstico era desolador. Estaba asustada, se sentía sola y no sabía cómo contárselo a sus hijos.
La noticia conmocionó a los presentes. Ian, como pastor, tomó la iniciativa. Se tomaron de las manos y oraron juntos por la recuperación de Erin, ofreciéndole su apoyo incondicional. Le aconsejaron que fuera honesta con sus hijos y que Simon debía estar a su lado en un momento tan difícil. A pesar de la trágica noticia, el almuerzo se convirtió en un momento de unión. Parecía que las viejas heridas comenzaban a sanar y que, ante la adversidad, volvían a ser una familia. Tras compartir postres que los propios invitados habían traído, la jornada concluyó alrededor de las 8 de la noche. Cada pareja se marchó a su casa, sin saber que habían participado en su última cena.
El Veneno Silencioso
Apenas una hora después de despedirse, el infierno se desató. Don Patterson llamó a su hijo Simon, su voz cargada de pánico. Tanto él como Gail estaban terriblemente enfermos, sufriendo vómitos y diarreas incontrolables. Algo en la comida les había sentado fatal. Simon, alarmado, contactó inmediatamente con sus tíos, Heather e Ian, solo para descubrir que se encontraban en la misma situación agónica.
Los cuatro, personas de edad avanzada, se deshidrataban a una velocidad aterradora. Simon, superado por la situación, llamó a los servicios de emergencia. Dos ambulancias trasladaron a los cuatro enfermos al hospital de Leongatha. Mientras tanto, Simon llamó a Erin para preguntarle si ella también se sentía mal. Ella afirmó que sí, que algo había salido mal, sugiriendo una intoxicación alimentaria accidental.
En el hospital, los médicos se enfrentaron a un cuadro clínico gravísimo. Los cuatro pacientes estaban en un estado crítico y necesitaban rehidratación intravenosa urgente. Fue entonces cuando un médico, el Dr. Chris Webster, hizo la pregunta clave: ¿qué habían comido en las últimas 24 horas? La respuesta fue unánime: Solomillo Wellington.
Para el Dr. Webster, esa respuesta fue una revelación terrible. El Solomillo Wellington es una receta que, en la mayoría de sus variantes, incluye una duxelle de champiñones o setas picadas. Los síntomas de los pacientes —fallos orgánicos agudos que comenzaban a manifestarse a nivel hepático— no correspondían a una simple gastroenteritis. Coincidían con la ingestión de una de las setas más mortales del planeta: la Amanita phalloides, también conocida como el hongo de la muerte.
Esta seta contiene amatoxinas, un veneno que ataca brutalmente el hígado y los riñones. Una vez ingerida, no hay antídoto. La única esperanza para sobrevivir es un trasplante de hígado de emergencia. El Dr. Webster se dio cuenta de que no se enfrentaba a un simple caso de intoxicación, sino a una posible crisis de salud pública. Si Erin había comprado esas setas en un supermercado, podría haber un lote contaminado en circulación, poniendo en peligro a innumerables personas. La situación era de máxima alerta.
La Sombra de la Duda
El Dr. Webster necesitaba hablar con Erin de inmediato. Ella era la cocinera, la única que podía decir dónde había comprado los ingredientes. Horas más tarde, Erin Patterson llegó al hospital con una calma exasperante. Se quejaba de ligeros mareos, pero su estado no parecía en absoluto grave. El doctor la llevó a una habitación y le explicó la extrema gravedad de la situación, la posibilidad de una alerta sanitaria y la necesidad urgente de su colaboración.
La reacción de Erin fue desconcertante. En lugar de mostrar preocupación, se puso a la defensiva, como si la estuvieran acusando personalmente. Afirmó que no había hecho nada malo y, sintiéndose atacada, decidió marcharse del hospital en contra del consejo médico. Las enfermeras intentaron retenerla, suplicándole que se quedara, advirtiéndole que sus síntomas podrían empeorar drásticamente en cualquier momento. El Dr. Webster, desesperado, le rogó que regresara en 45 minutos si se sentía peor y que, si sus hijos también habían comido, los trajera de inmediato.
Mientras Erin se marchaba, el estado de Gail, Don y Heather se deterioró hasta tal punto que tuvieron que ser trasladados de urgencia al Austin Hospital de Melbourne, el centro de referencia de Victoria para trasplantes e insuficiencias hepáticas. Ian, aunque grave, permaneció en Leongatha.
Dos horas y media más tarde, mucho después del plazo solicitado, Erin regresó al hospital. Seguía tranquila, afirmando tener molestias leves. Fue entonces cuando soltó una bomba: no solo ella, sino también sus hijos, habían comido el Solomillo Wellington. El pánico se apoderó del personal médico. ¿Cómo era posible que no hubiera traído a sus hijos antes? Erin se justificó diciendo que a los niños no les gustaba el hojaldre y solo habían comido la carne del interior. Una explicación que no tenía sentido, ya que las toxinas de la seta habrían penetrado en la carne durante la cocción.
Obligada por los médicos, Erin fue a buscar a sus hijos. Un chequeo exhaustivo reveló que tanto ella como los niños estaban en perfecto estado de salud. No presentaban ningún síntoma de intoxicación, ni siquiera la más mínima deshidratación. Sus quejas iniciales parecían haber sido una farsa.
El Dr. Webster, cada vez más sospechoso por la falta de cooperación de Erin, ya había contactado a la policía para advertir de una posible alerta alimentaria. Ahora, la situación daba un giro aún más siniestro. Decidió llamar a una colega, la Dra. Ronda Stuart, una eminente epidemióloga. La Dra. Stuart llegó al hospital y, tras revisar los informes, coincidió en que todo apuntaba a un envenenamiento por Amanita phalloides. Se reunió con Erin para interrogarla de nuevo.
Erin, aunque colaborativa en apariencia, era un pozo de vaguedades. Dijo que había seguido una receta de un libro de cocina de la bloguera Nagi Maehashi. Afirmó haber usado una mezcla de setas deshidratadas compradas hacía meses en un supermercado asiático. Cuando la Dra. Stuart le pidió detalles —el nombre de la tienda, el aspecto de la bolsa, el logo—, Erin se encogió de hombros. No recordaba nada. Solo pudo decir que era una bolsa grande, de unos 300 gramos.
La policía actuó de inmediato. Un equipo de patólogos recorrió los supermercados asiáticos de la zona buscando un producto con esas características. No encontraron nada. Las bolsas de setas deshidratadas eran mucho más pequeñas, de 50 o 60 gramos. La historia de Erin no cuadraba.
Desmoronamiento de una Coartada
Mientras la investigación se estancaba, la tragedia se consumaba. El 4 de agosto de 2023, las hermanas Gail Patterson y Heather Wilkinson fallecieron en el hospital. Al día siguiente, Don Patterson también perdió la vida. Ian Wilkinson, su marido, luchaba por la suya, sumido en un coma profundo que duraría siete semanas.
En medio de su agonía, Heather Wilkinson tuvo un momento de lucidez. Desde su lecho de muerte, con sus últimas fuerzas, le susurró una pregunta a su sobrino Simon que cambiaría el curso de la investigación: ¿Por qué Erin comió en un plato de diferente color? Simon, devastado por el dolor, no procesó la importancia de esa pregunta en el momento. Pero era una pieza clave del rompecabezas. En una mesa cuidadosamente preparada para una comida especial, todos los comensales tenían una vajilla azul, excepto la anfitriona, cuyo plato era de color beige.
El caso, que ya había causado una enorme alarma social, se convirtió en una sensación mediática. Los periodistas acamparon frente a la casa de Erin. En una entrevista improvisada, cuando le preguntaron si era consciente de que la gente sospechaba de ella, Erin se derrumbó en un llanto histriónico y forzado, un espectáculo que para muchos resultó poco convincente.
El 23 de agosto, la brigada de homicidios tomó oficialmente las riendas del caso. La fachada de accidente comenzaba a caerse a pedazos. Al interrogar a Simon, descubrieron otro detalle crucial. Cuando él canceló su asistencia, Erin le envió un mensaje de texto molesta, recriminándole que no fuera a venir cuando ella había preparado seis solomillos Wellington individuales. No un gran solomillo para compartir, sino uno para cada invitado. Este método facilitaría enormemente la tarea de envenenar platos específicos, asegurándose de que el suyo y el de sus hijos estuvieran limpios.
Los investigadores analizaron sus cuentas bancarias y descubrieron que, un mes antes de la comida, Erin había comprado 1.5 kilos de champiñones frescos en un supermercado. Esto contradecía su historia de haber usado setas deshidratadas que tenía guardadas desde hacía meses. ¿Para qué comprar tantos champiñones si ya tenía en casa?
La policía obtuvo una orden de registro para su casa. Allí encontraron un iPad que contenía fotografías del proceso de elaboración de los solomillos. Una imagen mostraba una báscula de cocina con setas, pero la siguiente foto fue la que lo cambió todo: una deshidratadora de alimentos. Con una deshidratadora, Erin podría haber secado las mortales Amanita phalloides, pulverizarlas y mezclarlas discretamente con los champiñones frescos que había comprado legalmente, concentrando una dosis letal en cada porción envenenada.
Cuando la interrogaron sobre la deshidratadora, Erin lo negó todo. Dijo que nunca había tenido una, que la foto debía habérsela descargado de internet. El aparato no estaba en la casa. Sin embargo, en un registro más exhaustivo, los detectives encontraron algo que pasó por alto: el manual de instrucciones de la deshidratadora.
La policía rastreó los vertederos y puntos de reciclaje locales. En las imágenes de una cámara de seguridad de un centro cercano, vieron claramente a Erin Patterson deshaciéndose de la deshidratadora días después del almuerzo fatal. El aparato fue recuperado y los análisis forenses confirmaron la presencia de restos de amatoxinas.
La pregunta seguía en el aire: ¿de dónde sacó las setas venenosas? La respuesta estaba en su teléfono. Erin había utilizado de forma obsesiva una aplicación llamada iNaturalist, una plataforma de ciencia ciudadana donde naturalistas y aficionados registran la ubicación de flora y fauna. La gente, de buena fe, marcaba en los mapas la localización de hongos venenosos como la Amanita phalloides precisamente para advertir a otros recolectores de setas. Erin no usó la aplicación para evitar el peligro, sino para encontrarlo. Usó el conocimiento colectivo para localizar su arma homicida.
Finalmente, cuando Ian Wilkinson despertó del coma, su testimonio fue demoledor. Confirmó lo del plato de diferente color y relató la historia del falso diagnóstico de cáncer con la que Erin los había atraído a su casa. Una simple comprobación en los registros médicos de la zona confirmó que Erin Patterson nunca había sido diagnosticada de cáncer. Toda la premisa de la comida era una elaborada mentira.
El Juicio del Hongo Mortal
El 2 de noviembre de 2023, Erin Patterson fue arrestada y acusada formalmente de tres cargos de asesinato y cinco de intento de asesinato, incluyendo los de su exmarido Simon en incidentes anteriores de enfermedades intestinales inexplicables, aunque estos últimos cargos serían finalmente retirados por falta de pruebas concluyentes.
El juicio, que comenzó meses después en la Corte Suprema de Victoria, se convirtió en un espectáculo nacional. La fascinación era tal que algunas cafeterías locales ofrecían desayunos temáticos con tostadas de champiñones. Erin se declaró no culpable, manteniendo que todo había sido un trágico accidente. Su defensa argumentó que ella, una recolectora inexperta, había recogido las setas sin conocer su peligrosidad, una teoría que se contradecía con sus propias declaraciones iniciales.
La fiscalía, por su parte, presentó un caso abrumador. Detallaron cada pieza de la evidencia: los seis solomillos individuales, el plato de diferente color, la deshidratadora desechada, las búsquedas en la aplicación iNaturalist, la mentira sobre el cáncer y su comportamiento errático y defensivo desde el primer momento. El jurado, compuesto por diez mujeres y cinco hombres, escuchó durante nueve semanas los escalofriantes detalles de un plan meticulosamente ejecutado.
El motivo, aunque nunca confesado por Erin, parecía claro para los investigadores: un profundo y enconado rencor. Se sentía traicionada por Simon y rechazada por una familia a la que había considerado suya. Incapaz de superar la humillación de ser excluida, y movida por una rabia que había supurado durante años, decidió aniquilarlos. No por dinero, sino por venganza. Quería borrar del mapa a aquellos que, en su mente, la habían despreciado.
Veredicto y Sentencia
Tras nueve semanas de juicio, el jurado emitió su veredicto: Erin Patterson fue declarada culpable de los tres cargos de asesinato y del intento de asesinato de Ian Wilkinson. La sentencia final fue dictada poco después: cadena perpetua, con posibilidad de solicitar la libertad condicional solo después de haber cumplido 33 años en prisión.
Así concluyó uno de los casos más retorcidos de la historia criminal australiana. Una historia que demuestra cómo detrás de la fachada de una vida normal, en la quietud de un barrio residencial, pueden esconderse los monstruos más calculadores. Erin Patterson no necesitaba a nadie; tenía independencia económica y la custodia de sus hijos. Pero su necesidad de control y su incapacidad para aceptar el rechazo la llevaron por un camino de oscuridad del que no habría retorno. El almuerzo en Leongatha no fue un accidente, fue un acto de exterminio disfrazado de hospitalidad, un festín mortal servido con una sonrisa que ocultaba el veneno más letal de todos: el del odio.