
Este policía se convirtió en el depredador más temido de la ciudad
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La Sombra en el Dormitorio: El Depredador Oculto de Bloomington
En el corazón de Illinois, a medio camino entre el bullicio de Chicago y la majestuosidad de St. Louis, yace Bloomington, una ciudad que encarna la esencia del Medio Oeste americano. Junto a su ciudad hermana, Normal, alberga dos prósperas universidades y una serie de atracciones culturales, ofreciendo una atmósfera cosmopolita con la calidez de un pueblo pequeño. Sus calles arboladas y sus vecindarios tranquilos proyectan una imagen de seguridad y comunidad. Pero bajo esa apariencia de normalidad, no todos sus habitantes eran tan amigables. Los residentes de Bloomington estaban a punto de descubrir, de la manera más aterradora posible, que uno de los suyos estaba al acecho, cazando víctimas en la oscuridad.
La Primera Noche de Terror
Son las 3 de la madrugada. Christy Hasty, una joven de 25 años, es arrancada de un sueño profundo por un sonido desconocido. Lo primero que recuerda es una luz en el umbral de su puerta. Al mirar, distingue una silueta recortada contra el resplandor. Su primer impulso, aún entre la niebla del sueño, es preguntar quién está ahí. Por un instante, se aferra a la idea de que es una pesadilla, que no está completamente despierta. Pero la ilusión se desvanece en un instante.
Lo siguiente que sabe es que el intruso está sobre ella, una mano tapando su boca con fuerza, el haz de una linterna cegándola. Las órdenes son secas, directas. No te muevas. No grites. No quiero hacerte daño, solo he venido a robar. Pero Christy sabe, con una certeza helada que le recorre la espina dorsal, que lo que está a punto de suceder será mucho peor que un simple robo. Permanece inmóvil, paralizada por el terror, mientras una parte de su mente repite una y otra vez que esto no es real, que es una pesadilla y que va a despertar. Pero sus ojos están abiertos. Sabe que no es un sueño.
El atacante se mueve con una habilidad que parece ensayada, casi profesional. La hace girar sobre la cama y le ordena colocar las manos detrás de la cabeza. Luego, una por una, las baja a su espalda y las sujeta con una brida de plástico. La opresión es inmediata y dolorosa. A continuación, utiliza cinta adhesiva para cubrirle los ojos y la boca, asegurándose de que no pueda ver ni gritar. Envuelve la cinta alrededor de su cabeza con tal pericia que Christy se da cuenta de que no es la primera vez que lo hace.
Cuando la vuelve a girar, un dolor agudo le sube por el brazo. La brida está demasiado apretada. Suelta un grito ahogado por la cinta. El intruso reacciona de inmediato, no con ira, sino con una eficiencia escalofriante. Le advierte que no haga más ruidos o le disparará. Susurra que los vecinos duermen, que nadie la oirá, que si vuelve a emitir un sonido, la matará. La amenaza es tan fría y calculada que Christy no duda de su veracidad.
El hombre la hace rodar de nuevo, corta la brida de plástico y la reemplaza con más cinta adhesiva en sus brazos. Con los ojos vendados y una funda de almohada sobre la cabeza, Christy se sumerge en una oscuridad total, donde el único sentido que importa es el oído. Escucha el movimiento de la ropa de su agresor, y en ese momento, toda esperanza de que fuera solo un robo se desvanece. Sabe lo que viene. Sabe que va a violarla.
El tiempo se deforma. Lo que pudieron ser minutos se sienten como horas, como una vida entera suspendida en un instante de puro terror. Durante casi todo el tiempo que él estuvo allí, un pensamiento helado se apoderó de ella: iba a morir. Aquel era el final. Todos sus sueños, todos los planes que siempre había querido realizar, se desvanecían en esa habitación oscura.
Para hacer la situación aún más surrealista y aterradora, su agresor comienza a hacerle preguntas. La bombardea con un interrogatorio que parece fuera de lugar en medio de la brutalidad del acto. Le pregunta si tiene novio, dónde vive él, si vive sola. La forma en que lo pregunta, casi como si ya supiera las respuestas, es desconcertante. Es una tortura psicológica añadida, obligándola a escuchar mientras su boca está sellada con cinta.
Luego, el atacante revela detalles inquietantes que confirman sus peores sospechas: la ha estado observando. Christy recuerda esa sensación, ese cosquilleo en la nuca que a veces sentía, la impresión de que alguien la miraba. Siempre lo había descartado como paranoia, como un exceso de imaginación. Ahora comprendía que era real. No estaba siendo paranoica; estaba siendo cazada.
Después de lo que parecieron 45 minutos de infierno, Christy cree que lo peor ha terminado. Pero entonces, su atacante pronuncia las palabras que más temía. Le dice que van a ir a la otra habitación. La guía del brazo hasta el baño. Escucha el sonido del agua corriendo en la bañera y el pánico la inunda de nuevo. Este es el fin. Va a matarla aquí, a ahogarla. No saber dónde está él, qué está haciendo, solo intensifica el terror. No sabe cómo vendrá el golpe final, pero está convencida de que es capaz de cualquier cosa.
Violada, amenazada con un arma y ahora enfrentándose a la posibilidad de morir ahogada, Christy está más allá del terror. Comienza a entrar en pánico, a llorar. El hombre, con una calma espeluznante, intenta tranquilizarla. Le dice que todo está bien, que no le hará nada, que solo quiere que se siente en la bañera por un minuto. Le corta las ataduras de los brazos y le ordena que se lave, que elimine cualquier rastro de él.
Mientras Christy se sienta en la bañera, temblando, sin saber si él volverá para matarla, su agresor está ocupado borrando sus huellas. Recoge todas las sábanas y mantas de la cama para llevárselas consigo. Es una maniobra metódica, diseñada para eliminar cualquier evidencia física.
Finalmente, el silencio. Christy espera, conteniendo la respiración. Cuando está segura de que se ha ido, sale de la bañera. Se arranca la funda de la almohada de la cabeza y la cinta de los ojos. Su cuerpo tiembla incontrolablemente. El miedo a que él siga en la casa, escondido en algún rincón, es paralizante. La cinta alrededor de su cabeza, la que sella su boca, no cede. Corre a la cocina, encuentra unas tijeras y, con manos temblorosas, la corta, llevándose mechones de pelo en el proceso. Lo primero que hace al liberarse es coger el teléfono y marcar el 911.
La policía llega y Christy se enfrenta a la difícil tarea de revivir cada segundo del incidente. Para los investigadores, la víctima es la clave. Es el único conducto de información, la única persona que sabe exactamente lo que pasó. Necesitan cada detalle: el comportamiento verbal del agresor, qué dijo, qué la obligó a decir; el comportamiento físico, la cantidad de fuerza utilizada; y el comportamiento sexual, el tipo y la secuencia de los actos. Escuchar la historia de una víctima, ver cómo un extraño irrumpió en su santuario y le robó su inocencia en mitad de la noche, es una experiencia desoladora para cualquier agente. Saben que su vida ha cambiado para siempre.
A pesar de las lagunas en su memoria, un detalle está grabado a fuego en la mente de Christy. Cuando el atacante estaba sobre ella al principio, lo único que podía ver eran sus ojos. Esos ojos la han perseguido desde entonces, apareciendo en sus pesadillas. No es mucho para empezar, pero Christy ofrece otra observación que capta la atención de los investigadores. Está convencida de que su agresor ya lo ha hecho antes. Su actuación fue planificada, siguió un proceso, quería que las cosas se hicieran de una manera determinada. Esto le dice a Christy, y a la policía, que no es un delincuente primerizo.
Un Patrón Siniestro
Mientras la policía de Bloomington revisa los detalles del ataque, no pueden evitar notar que algunos elementos suenan inquietantemente familiares. De hecho, cuatro meses antes, a menos de tres kilómetros de distancia, ocurrió otra violación brutal, y las autoridades aún no habían identificado a un sospechoso.
Las similitudes son escalofriantes. En ambos casos, el agresor llevaba un pasamontañas y ropa oscura. En ambos casos, utilizó una linterna para desorientar a las víctimas y las ató de alguna manera. Y en ambos casos, la conversación fue extrañamente similar, con preguntas sobre sus novios. El detective a cargo no tiene dudas: está investigando los dos casos como si estuvieran relacionados. La idea de que un violador en serie anda suelto por las tranquilas calles de Bloomington es, como mínimo, alarmante.
La policía sabe que identificar a un sospechoso así no será tarea fácil. A la sociedad le gusta pensar que reconocerá a un violador al verlo, que tendrá un aspecto monstruoso. Pero la realidad es muy diferente. Estos depredadores no son horribles todo el tiempo; de hecho, a menudo se esconden a plena vista.
La investigación los lleva al caso de Allison Major, una joven de 19 años atacada una semana antes de Navidad. Su compañera de piso estaba fuera por la noche. De repente, se despertó con la fría hoja de un cuchillo de combate presionada contra su garganta. Una voz le susurró que la había estado observando. Los siguientes quince minutos se sintieron como una eternidad mientras el intruso la violaba y aterrorizaba. Llevaba un pasamontañas y ropa oscura.
A pesar de la terrible experiencia, Allison pudo recordar detalles sobre su atacante: un hombre blanco con barriga, de entre 1,78 y 1,88 metros de altura. Describió cómo el hombre le puso una soga alrededor del cuello y la cegó con una luz brillante. Había venido preparado. Tenía un método que quería seguir, incluso llevaba un lazo pre-atado que le colocó en el cuello.
Los expertos criminalistas lo tienen claro. Cuando un violador llega a la escena con lo que se conoce como un kit de violación (cinta adhesiva, bridas, guantes, linternas), se enfrentan a un delincuente muy organizado. No solo preselecciona a sus víctimas, sino que lleva consigo todo lo que necesita. Este tipo de delincuente se sitúa en el extremo más depredador del espectro: es frío, calculador y extremadamente premeditado.
El acto de acechar a la víctima cumple dos propósitos para este tipo de depredador. Primero, le permite seleccionarla y aprender todo lo posible sobre ella y su situación de vida. Segundo, y quizás más importante, está la emoción de la caza. Para estos delincuentes, la caza es tan estimulante, o incluso más, que el asalto en sí. Es una combinación de planificación meticulosa y la descarga de adrenalina de la persecución.
Durante semanas, la policía de Bloomington se volcó en la investigación. Revisaron a los vecinos, a las personas con las que Allison podría haber tenido contacto, desde un técnico de mantenimiento hasta el mecánico de su coche. Pero no encontraron nada, ningún sospechoso viable. La frustración crecía. Sabían que un depredador andaba suelto, pero no tenían pistas. El hecho de que entrara en las casas sin forzar la entrada y que pareciera saber información sobre las víctimas era extremadamente preocupante.
Pistas Falsas y un Silencio Inquietante
Justo cuando la desesperación comenzaba a cundir, la policía recibió una pista que parecía prometedora. El día después del asalto a Christy, unos detectives estaban trabajando en un caso diferente que involucraba a un hombre que había pasado cheques sin fondos y cometido algunos robos. Al hablar con ellos, descubrieron que en ese caso había algunos elementos interesantes que podrían estar relacionados.
El sospechoso era un hombre llamado Carter Ellison, y la policía ya lo tenía bajo custodia por los otros cargos. Ellison tenía antecedentes de robos en otro condado, incluyendo el hurto de zapatos de mujer. El robo de calzado femenino suele estar relacionado con algún tipo de fetiche, lo que le daba una connotación sexual. Los detectives pensaron que alguien que había cometido robos en casas podría haber escalado a cometer robos y agredir a alguien.
Durante un registro en la casa de Ellison, los agentes descubrieron un baúl que contenía un verdadero tesoro de objetos sospechosos: videos pornográficos que representaban el uso de cloroformo en mujeres, cinta adhesiva, bridas y zapatos de mujer. Aunque la pornografía no causa la violación, puede validar y reforzar el comportamiento de un agresor. Los violadores violentos a menudo se sienten atraídos por la pornografía violenta, que alimenta sus fantasías sexuales, el motor detrás de los crímenes sexuales.
Mientras la policía examinaba el ordenador de Ellison en busca de información incriminatoria, también profundizaban en su pasado. Descubrieron que había formado parte del grupo de exploradores local, una especie de grupo de boy scouts que recibe entrenamiento en actividades policiales. Este entrenamiento podría explicar el conocimiento preciso del agresor sobre el procesamiento de la escena del crimen.
Pero la investigación dio un giro aún más siniestro. Un detective, el oficial Wheeler, tuvo una corazonada. Pensando en cómo el agresor podía identificar a sus víctimas, descubrió que Ellison tenía un amigo que trabajaba en la central de despachos de la policía. Wheeler se preguntó si era posible que Ellison le hubiera pedido a su amigo que verificara las matrículas de posibles víctimas que veía por la calle.
La corazonada dio sus frutos. Descubrieron que la matrícula de Christy Hasty había sido verificada un par de meses antes de su asalto. La consulta se había realizado desde un terminal de datos móvil dentro de uno de los coches patrulla. El sistema la rastreó hasta un sargento del departamento de policía llamado Jeff Pilo.
Cuando Wheeler se encontró con el sargento Pilo, le preguntó si recordaba haber verificado esa matrícula. Pilo dijo que no lo recordaba. Cuando le dijeron la hora exacta de la consulta, Pilo afirmó que no podría haber sido él, ya que a esa hora habría estado en la reunión informativa de su turno. Era una coincidencia extraña, pero no inverosímil. Los terminales de datos eran nuevos y todavía tenían fallos. Cualquiera podría haber verificado la matrícula por cualquier motivo. Además, Pilo no tenía ninguna conexión conocida con Ellison o su amigo en la central. Después de una cuidadosa deliberación, la teoría de un cómplice en el departamento de policía no llegó a ninguna parte.
Y ese no fue el único obstáculo. Después de meses de estudiar el ordenador de Ellison, el caso contra él comenzó a desmoronarse. La evidencia indicaba que estaba interesado en actividades sexuales que simplemente no coincidían con lo que el sospechoso de las violaciones había mostrado. No encajaba.
El 22 de diciembre de 2003, Carter Ellison, su único sospechoso, se declaró culpable de robo y fraude de cheques y fue enviado a prisión. De repente, la policía se encontró de nuevo en el punto de partida. Pero a medida que la investigación se detenía, curiosamente, también lo hicieron los asaltos. Pasaron de tener dos casos en varios meses a más de un año sin nada. El depredador se había desvanecido.
Mientras tanto, Christy Hasty intentaba reconstruir los pedazos de su vida destrozada. Vivió un infierno durante meses, sin poder dormir más de una hora seguida, atormentada por pesadillas y ataques de pánico. El terror constante de volver a encontrarse con él, de que volviera a su casa, la consumía. Ningún lugar parecía seguro.
El Regreso del Monstruo
Poco más de dos años después de la primera violación, Terry Northcliffe dormía en su cama cuando se despertó con un hombre en su habitación. Al igual que en los incidentes anteriores, el violador le ató las manos con bridas y usó una cuerda pre-atada alrededor de su cuello para controlarla. Luego, con una arrogancia escalofriante, se jactó de que ella no era su primera víctima y que la había estado observando. La violación duró más de una hora. Después, le ordenó bañarse y, antes de desaparecer en la noche, se llevó todo lo que había usado en el crimen, incluidas las sábanas.
Su modus operandi era claro: estaba haciendo todo lo posible para evitar que la policía encontrara evidencia física. Esto sugería que tenía algún conocimiento de cómo se investigan las agresiones sexuales, o quizás era un ávido espectador de programas de crímenes. Este grado inusual de sofisticación criminal y conciencia de la evidencia era otra faceta de su personalidad que revelaba mucho sobre él.
Terry Northcliffe, a pesar de haber vivido el momento más horrible de su vida, tuvo la increíble fortaleza de memorizar todos los aspectos de su atacante para poder relatarlos a la policía. Hizo un trabajo tremendo. Informó que su agresor tenía barriga y otro detalle importante: ojos azules. Describió que un ojo parecía estar más bajo que el otro, un rasgo único que llamó la atención de los detectives.
La policía procesó la escena del asalto de Terry. Y aunque el violador cubrió sus huellas con una habilidad inusual, dejó atrás un envoltorio de condón. Esperaban obtener una huella dactilar, pero no tuvieron suerte. Sin embargo, el error les dio un renovado optimismo. Sentían que el agresor estaba empezando a cometer errores.
Los investigadores notaron una diferencia clave entre este tercer asalto y los dos primeros. Este fue más largo y complejo. Esto les llevó a creer que se había vuelto más confiado en lo que estaba haciendo. Estaba expandiendo sus fantasías, actuando cada vez más a medida que se sentía más cómodo y, en su opinión, más seguro de que no lo atraparían.
Como siguiente paso, los investigadores comenzaron un examen caso por caso de todos los depredadores en el área circundante que habían sido condenados por crímenes similares en el pasado. Revisaron la base de datos de libertad condicional, buscando delincuentes sexuales que pudieran haber estado en la cárcel durante el período de inactividad. Confirmaron que su sospechoso anterior, Carter Ellison, seguía tras las rejas, eliminándolo oficialmente de la lista. Pero a pesar de una búsqueda exhaustiva, no encontraron ninguna nueva pista.
Pasaron otras tres semanas sin avances. Luego, el 25 de enero de 2005, Sarah Calm, una joven de 27 años, regresó a casa después de pasar un día ocupado con su familia planeando su próxima boda. Agotada, se fue a la cama poco antes de las 2 de la madrugada.
Aproximadamente 20 minutos después de quedarse dormida, se despertó y vio a alguien de pie en la puerta de su habitación. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó sobre ella en la cama. Se incorporó y luchó con él durante unos momentos. Él sacó un arma, se la puso en la cabeza y le dijo que si hacía algún ruido, le metería una bala en el cráneo y luego iría a casa de sus padres y acabaría con todos ellos, uno por uno. Y para demostrar que no bromeaba, procedió a recitar la dirección de sus padres.
El Perfil de un Fantasma
Sarah se convirtió en la siguiente víctima del violador. Luchó, pero él la amenazó no solo a ella, sino a toda su familia. El agresor intentó colocarle una cuerda anudada alrededor de la garganta, como un collar de ahogo para perros, para controlarla durante el asalto. La respuesta de Sarah fue desafiante. Le dijo que de ninguna manera, que no iba a ponerle eso alrededor del cuello. Que si iba a matarla, tendría que hacerlo en ese mismo momento.
Cuando el atacante se movió para cubrirle la cabeza con una funda de almohada, ella intentó negociar. Le propuso que simplemente se la pusiera sobre los ojos, para que no pudiera verlo. Sorprendentemente, su agresor accedió. Los expertos lo interpretan como un comportamiento de autoprotección por parte de él. No quería que ella alertara a los vecinos o que opusiera demasiada resistencia. Mientras pudiera proteger su identidad, estaba dispuesto a ceder en ese punto.
Pero cualquier otra resistencia solo lo provocaba más. Dominada físicamente, con un cuchillo en el cuello, usó su ingenio para sobrevivir. Se dio cuenta de que la situación se estaba volviendo tan violenta que si no empezaba a darle la reacción que él necesitaba, la mataría. Así que, durante todo el calvario, se aferró a dos pensamientos: solo necesitaba llegar al día siguiente para poder ver a su familia, y si él la dejaba vivir, sería el mayor error que jamás hubiera cometido.
Sarah fue brutalmente violada y aterrorizada durante más de tres horas. Él habló durante todo el asalto, asegurándose de hacerle saber que conocía su horario de trabajo, dónde hacía ejercicio, cómo era su hermana pequeña y la amenazó, y a qué instituto iba su hermano pequeño. Le dijo que había intentado entrar antes y que la había estado siguiendo durante seis meses. De repente, todos esos incidentes aislados que había descartado en el pasado comenzaron a tener un sentido aterrador.
Una vez que terminó, el violador ordenó a Sarah que fuera al baño. En un momento, la funda de almohada que le cubría los ojos se deslizó, y ella pudo ver bien a su atacante. Tomó notas mentales de todo: la forma en que se movía, cómo se comportaba, qué llevaba puesto exactamente.
Pareció una eternidad antes de que el agresor la dejara temblando en la bañera. Cuando escuchó la ducha del vecino de arriba, supo que podía salir. Al hacerlo, notó que las sábanas de la cama y la ropa que llevaba puesta habían desaparecido.
Tras ser atendida en el hospital, una conmocionada Sarah dio su declaración a la policía de Bloomington. Fue entrevistada durante aproximadamente cinco horas, tratando de recordar todos y cada uno de los detalles. Describió sus ojos azules brillantes y afirmó con certeza que si volvía a oír su voz, la reconocería.
Con el agresor suelto y sin pruebas forenses sólidas, las autoridades comenzaron a replantearse su enfoque. El ritmo de los ataques se estaba acelerando. Tenían que hacer algo. Utilizando la información que habían recopilado de las víctimas, la policía de Bloomington consultó con expertos del FBI para diseñar un perfil de comportamiento completo del violador.
El perfil era detallado y escalofriante. Se trataba de un delincuente que había pasado mucho tiempo seleccionando a sus víctimas. La progresión de la violencia era evidente y muy peligrosa. El hecho de que se llevara las sábanas y otros objetos de valor probatorio, y que obligara a las víctimas a lavarse, decía mucho sobre quién podría ser. Se trataba de un individuo con tendencias psicopáticas, sin culpa ni remordimientos.
También sospechaban firmemente que el atacante no era un delincuente común, sino un individuo que llevaba una doble vida. Un agresor tan vicioso como este a menudo puede compartimentar esa personalidad. Podría ser alguien que por fuera parece completamente normal, alguien con dos personalidades distintas. La advertencia del FBI resonaba con una claridad escalofriante: cuando encontraran al sospechoso, sería alguien de quien todos, su familia, sus compañeros de trabajo, sus amigos, dirían que era imposible que fuera él.
Con la esperanza de generar más pistas, los agentes del FBI recomendaron celebrar una conferencia de prensa para informar al público de sus hallazgos. Después de que la comunidad se enteró de que la policía estaba investigando cuatro agresiones sexuales que podrían estar conectadas, el sentido de urgencia se intensificó. La gente, especialmente las mujeres, dejó de dejar sus puertas sin llave. Ya no se veían mujeres solas por la noche. Los investigadores atacaron el caso con un vigor renovado en un esfuerzo total por atrapar al violador de una vez por todas.
Durante casi seis meses, los investigadores no encontraron nuevas pistas. Hasta que una noche de junio, una llamada aparentemente inofensiva entró en el centro de despacho del 911. Una mujer informaba de que alguien estaba llamando a su puerta y su perro se estaba volviendo loco. No podía ver quién era.
La Llamada que lo Cambió Todo
El oficial que respondió a la llamada se dirigió a la dirección. No quería correr riesgos. Al llegar, sorprendió a un merodeador escondido en las sombras cerca de la casa de Janelle Penn, de 31 años. Le gritó que se detuviera, que era la policía. El hombre lo ignoró y siguió caminando hacia la parte trasera de la casa. En ese momento, el oficial sacó su arma de servicio, gritando de nuevo que se detuviera y le mostrara las manos.
Cuando el hombre finalmente se giró, el oficial se quedó perplejo. Era el sargento Pilo.
El 10 de junio de 2006, un oficial que respondía a una llamada de rutina sobre un merodeador se encontró con una situación totalmente inesperada. El hombre que se escondía en las sombras de la casa de Janelle Penn no era otro que el sargento Jeff Pilo, un condecorado veterano de 17 años del Departamento de Policía de Bloomington.
La confusión era total. El oficial le preguntó al sargento qué estaba haciendo allí. Pilo le dijo que estaba buscando una casa para su suegra. Pero su historia no tenía sentido. Estaba vestido de negro, era en mitad de la noche y no había ninguna señal de venta en los alrededores. Además, negó haber llamado a la puerta de la mujer.
El patrullero encontró la explicación de Pilo extraña, pero lo dejó ir para poder tomar declaración a Janelle Penn. Ella estaba muy agitada. Le dijo que había escuchado a alguien manipulando la mosquitera en el lado norte de la casa, exactamente donde había encontrado a Jeff Pilo. En ese momento, una bombilla se encendió en la cabeza del oficial. Supo que algo estaba muy mal, que Pilo no estaba buscando una casa. Estaba tramando algo más.
El oficial informó del extraño encuentro a sus superiores. Al principio, las autoridades no sabían qué pensar. Pero a medida que profundizaban un poco más, no pudieron evitar notar que, en algunos aspectos, Pilo encajaba en la descripción de su violador en serie. Tenía la altura adecuada, la edad adecuada, ojos azules y una barriga prominente. El perfil del hombre de familia, casado, elegido policía del año, encajaba perfectamente con la teoría del FBI de un delincuente que llevaba una doble vida.
A pesar de las similitudes, a algunos les costaba creer que el veterano de 17 años pudiera ser responsable de una serie de asaltos tan brutales. Era una asignación difícil, pero lentamente, los investigadores comenzaron a construir un caso. Revisaron registros, matrículas que había verificado, horarios de trabajo, tarjetas de fichaje, todo para armar el gran rompecabezas.
No pasó mucho tiempo antes de que el sargento Wheeler recordara el incidente de casi tres años antes, cuando los registros digitales mostraron que Pilo había verificado la matrícula de una de las víctimas de violación. En ese momento, lo descartaron, pero con la nueva información, revisaron los registros informáticos de 2002. Y pudieron demostrar que, de hecho, había verificado la matrícula de la primera víctima y de la segunda, con aproximadamente 16 minutos de diferencia. Y eso ocurrió antes de cualquiera de sus asaltos. Verificar la matrícula de una víctima podría ser una coincidencia. Pero verificar las matrículas de dos víctimas tan juntas captó la atención del grupo de trabajo sobre violaciones.
Tres días después, el sargento Jeff Pilo fue arrestado por intento de robo residencial. La gente quedó atónita. Pensar que alguien contratado para proteger a su comunidad podría haberse convertido en un depredador era algo que a la gente le costaba asimilar.
Los Ojos del Mal
Pero la investigación estaba lejos de terminar. Para condenar a un oficial de policía condecorado, necesitarían más que pruebas circunstanciales. El 13 de julio, los detectives le mostraron a Sarah Calmi, que ahora estaba casada, una rueda de reconocimiento fotográfica que incluía al sargento Pilo. Ella miró detenidamente y dijo que esa era la persona que había estado en su apartamento, ese era su atacante. Sintió una inmensa sensación de alivio al poder poner un nombre y un rostro a esa persona.
Christy Hasty, que había pasado los últimos tres años tratando de dejar atrás el ataque, también fue llamada para identificar al sospechoso. La citación la devolvió de nuevo a aquel infierno. Pero cuando vio la foto, lo supo. Eran esos ojos. Esos ojos se le habían quedado grabados todos esos años. No recordaba haber visto su rostro, pero esos ojos, los recordaba.
Los registros del departamento mostraron que Pilo estaba fuera de servicio durante las cuatro violaciones. Pero, sorprendentemente, estaba de servicio y en la sede de la policía de Bloomington mientras los detectives entrevistaban al menos a dos de las víctimas. Pero eso no era todo. En otro giro retorcido, los investigadores pronto descubrieron que el sargento Pilo había firmado el informe policial de Sarah. Para ella, ese fue el colmo de la bofetada, el acto de máxima crueldad. Que él hubiera dejado su apartamento, ido a trabajar y hubiera sido el sargento de servicio cuando ella fue a denunciar su propia violación.
El 14 de julio, con identificaciones positivas de tres de las cuatro víctimas, el veterano oficial fue arrestado nuevamente, esta vez por violación, incluyendo 25 cargos de agresión criminal agravada. Pilo negó cualquier implicación, pero durante un registro de su casa, los investigadores encontraron las pruebas cruciales que habían estado buscando durante casi tres años. En el garaje, encontraron una cuerda, un pasamontañas y una pieza de metal con forma de palanca. Tenía su propio pequeño kit allí mismo. Su ordenador también estaba lleno de pornografía que representaba los mismos actos que obligó a sus víctimas a soportar. La policía incluso encontró búsquedas en Internet de violaciones con uniforme, una fantasía que implica a alguien en una posición de autoridad que usa su poder no para proteger, sino para dominar y explotar.
Finalmente, los examinadores forenses del FBI en Quantico pudieron vincular a Pilo con el asalto a Christy Hasty al encontrar pruebas de rastreo. En la cinta adhesiva utilizada para atarla, encontraron dos fibras de poliéster negras huecas que eran consistentes con las de un pasamontañas encontrado en la residencia de Pilo.
La conmoción en el departamento de policía fue inmensa. Era uno de los suyos. La conmoción dio paso a la ira. Ser policía es más que un trabajo, es una forma de vida. Y ver a uno de los suyos cometer tales atrocidades, después de haber estado sentado en las salas de interrogatorios con esas mujeres mientras describían lo peor que les había pasado, era una traición insoportable.
La Justicia Prevalece
Jeffrey Pilo fue a juicio en mayo de 2008. Solo cinco semanas después, un jurado de seis hombres y seis mujeres lo declaró culpable de 35 cargos, incluidos 25 de agresión sexual criminal agravada. Fue sentenciado a 440 años por sus crímenes.
Para las víctimas, la sentencia fue una liberación. Un sentimiento abrumador de que ya no tendrían que preocuparse de que esa persona devastara más vidas. El caso también sacó a la luz una dura realidad sobre la agresión sexual, una epidemia silenciosa. Las supervivientes compartieron un mensaje poderoso: no hay vergüenza en ser una víctima de violación. Nada de lo que puedas hacer justifica que alguien te haga eso. Y es posible superarlo, es posible salir adelante.
Los investigadores elogiaron la fuerza de las víctimas. Fueron mujeres fuertes, astutas, dispuestas a dar un paso al frente y valientes al hacerlo. Ellas fueron las que realmente llevaron a su identificación. Y, en última instancia, así es como la aplicación de la ley funciona mejor, cuando la comunidad y las víctimas confían y colaboran, incluso cuando el monstruo resulta ser alguien que vestía el mismo uniforme que aquellos que juraron protegerlas. La sombra en el dormitorio de Bloomington había sido desenmascarada, pero las cicatrices que dejó en la comunidad y en sus valientes supervivientes perdurarían para siempre.