
A Diez Días de la Muerte
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La Rana en el Agua Hirviendo: La Aterradora Tortura Secreta de Alex Skeel
En 1882, un científico de la Universidad Johns Hopkins llevó a cabo un experimento que, con el tiempo, se convertiría en una de las metáforas más inquietantes sobre la naturaleza humana. Tomó una rana y la sumergió en una olla de agua fría. En ese instante, el animal permaneció tranquilo, adaptado a su entorno. Luego, el científico encendió un fuego bajo la olla. La temperatura del agua comenzó a subir, pero de una forma tan gradual, tan imperceptible, que la rana apenas se dio cuenta. Grado a grado, el calor se convirtió en costumbre, en la nueva normalidad. El agua tibia se sentía confortable, hasta que dejó de serlo. La temperatura se elevó tanto que comenzó a debilitarla. Sus patas dejaron de moverse, sus reflejos se volvieron lentos. No saltó, no reaccionó. Para cuando el peligro fue evidente, ya era demasiado tarde. El calor la envolvió por completo y, lentamente, murió.
El propósito del experimento era puramente neurológico: estudiar los reflejos de las ranas y comprender cómo reacciona un cuerpo ante un estímulo gradual y hasta qué punto puede soportarlo antes de rebelarse. Sin embargo, con el paso de los años, la lectura de este experimento trascendió la ciencia para convertirse en un poderoso símbolo. Si una persona es sumergida en una relación donde el dolor crece lentamente, donde es casi invisible al principio, no escapa. Se acostumbra a pequeños gestos crueles, a palabras que hieren pero que luego son justificadas con un te quiero. Se convence a sí misma de que todo está bien, de que es solo una mala racha. Mientras tanto, el calor aumenta, un grado a la vez, hasta que la persona ya no puede moverse, hasta que, lentamente, muere por dentro.
Hoy, en Blogmisterio, nos adentramos en una historia que encarna esta aterradora metáfora con una precisión escalofriante. Es la historia de Alex Skeel, un joven cuya vida se convirtió en una olla de agua que se calentaba inexorablemente, grado a grado, hasta casi consumirlo por completo.
Un Comienzo Milagroso
Alex Skeel nació el 17 de agosto de 1994 en Stewartby, cerca de Bedford, en el Reino Unido. Su llegada al mundo fue, en sí misma, una batalla ganada contra todo pronóstico. Alex fue lo que se conoce como un bebé milagro. Nació prematuro, junto a su hermano gemelo Luke, y su supervivencia pendía de un hilo. Pasó los primeros meses de su vida en una incubadora de cuidados intensivos, sometiéndose a múltiples intervenciones quirúrgicas. Los médicos eran pesimistas, pero Alex, desde su primer aliento, demostró una voluntad de hierro. Contra toda previsión, él y su hermano sobrevivieron.
Lamentablemente, los detalles sobre su infancia y adolescencia temprana son escasos, y existe una razón muy específica para este vacío de información, una razón que se revelará a medida que la oscuridad de esta historia se manifieste. Por ahora, debemos dar un salto en el tiempo hasta el año 2012.
El 3 de junio de 2012, Alex, con 16 años, se encontraba en un teatro local. Asistía a una función para apoyar a uno de sus amigos que actuaba esa noche. Entre el público, también se encontraba una chica llamada Jordan Worth. Jordan, de la misma edad, estaba allí por una razón similar: ver a una amiga suya en el escenario. Sus caminos se cruzaron de forma casual, una de esas coincidencias del destino que parecen intrascendentes en el momento pero que acaban por redefinir una vida entera.
Comenzaron a hablar y la conexión fue instantánea. Nació una intensa complicidad, algo completamente inesperado, sobre todo para Alex. Él no era un chico acostumbrado a recibir mucha atención de las chicas. De hecho, hasta ese momento, su única obsesión había sido el fútbol. Pasaba sus días en el campo de juego, soñando con convertirse en profesional. Las chicas no ocupaban un lugar prioritario en su mente. Pero desde el momento en que conoció a Jordan, todo cambió.
Alex no podía pensar en otra cosa. Jordan era una chica deslumbrante: brillante, inteligente, decidida y una estudiante excelente. Y lo más importante de todo, parecía tan interesada en él como él en ella. Jordan tenía un don para agradar a todo el mundo. Los amigos de Alex la adoraban, y su familia la acogió con los brazos abiertos. Era difícil no quererla. Se adaptaba a cualquier situación con una facilidad pasmosa, provenía de una buena familia y su amabilidad parecía genuina. En poco tiempo, Alex y Jordan se volvieron inseparables.
Fue la clásica primera relación seria de la adolescencia, el primer amor en su forma más pura e intensa. Ese amor totalizador que lo consume todo. Pasaron aquel verano juntos, prácticamente las 24 horas del día. Los padres de Alex se fueron de vacaciones y le dejaron la casa para él solo, un paraíso adolescente que compartió con Jordan y su grupo de amigos. Días de fiestas improvisadas, las primeras cervezas, música a todo volumen y la sensación de que el mundo les pertenecía. Durante casi un año, su historia de amor pareció sacada de un guion de cine, un romance perfecto sin el menor indicio de la tormenta que se avecinaba. Pero, como en el experimento de la rana, la temperatura del agua estaba a punto de empezar a subir.
Los Primeros Grados de Calor
Las primeras rarezas, las primeras señales de alarma, emergieron de forma sutil, disfrazadas de preocupación y cariño. Jordan comenzó a opinar sobre cada aspecto de la vida de Alex. Le dijo que no debía usar ciertos colores; el gris, por ejemplo, no le gustaba, así que Alex, sin darle mayor importancia, dejó de usar cualquier prenda de ese color. Le sugirió qué corte de pelo le favorecía más, qué tipo de zapatos debía evitar porque, según ella, no le sentaban bien.
Para Alex, estos no eran campanarios de alarma. Eran solo consejos, pequeñas atenciones de una novia que se preocupaba por él. Seguirlos no le costaba nada. ¿Qué más daba usar un color u otro si eso la hacía feliz? No veía el patrón que se estaba tejiendo, la red de control que comenzaba a cerrarse a su alrededor.
El agua subió otro grado cuando Jordan empezó a criticar el tiempo que Alex pasaba con su familia. Le parecía extraño que cenaran todos juntos en la misma mesa cada noche. No entendía por qué estaba tan apegado a su abuelo. Poco a poco, con comentarios aparentemente inocentes, comenzó a sembrar la semilla de la distancia entre Alex y sus seres queridos.
La madre de Alex, Geraldine, a quien todos llamaban Jed, notó que Jordan era una chica un tanto particular. La describía como «tricky», un poco complicada. Sin embargo, atribuía su comportamiento a la inmadurez propia de su edad. Al fin y al cabo, solo tenían 16 o 17 años. No pensó que hubiera nada grave detrás de esas pequeñas excentricidades.
Pero un episodio durante el 18º cumpleaños de Jordan debería haber encendido todas las alarmas. Para celebrarlo, los padres de Alex decidieron hacerle un regalo extraordinario: entradas para ver el musical de El Rey León en Londres. No se trataba solo de las entradas; organizaron un pequeño viaje en grupo. Ellos dos, Alex y Jordan. Pagaron el viaje, el alojamiento en un hotel y el musical. Un gesto increíblemente generoso hacia la novia de su hijo.
La jornada en Londres fue maravillosa. El musical fue espectacular, emocionante, y todos estaban felices. Sin embargo, al regresar al hotel, ocurrió algo extraño. Alex entró en el baño de la habitación que compartía con Jordan, una habitación que sus padres habían reservado exclusivamente para ellos. Cuando salió, minutos después, ella ya no estaba. Jordan se había desvanecido. No había dejado ninguna nota, ningún mensaje. Simplemente, había desaparecido.
Alex, confundido y asustado, llamó a sus padres, quienes entraron en pánico. Habían llevado a la novia adolescente de su hijo a la gran ciudad y la habían perdido. Intentaron llamarla, enviarle mensajes, pero su teléfono estaba apagado. Para entonces, era medianoche. El terror se apoderó de ellos, imaginando los peores escenarios posibles. Más de una hora después, cuando la desesperación estaba en su punto álgido, Jordan reapareció en el vestíbulo del hotel, como si nada hubiera pasado, riendo satisfecha. Para ella, todo había sido una broma.
Después de este incidente, los padres de Alex comenzaron a verla con otros ojos. Su juicio sobre ella cambió radicalmente. Lo mismo ocurrió con los amigos de Alex. Todos empezaron a pensar que él merecía algo mejor. Alex, por su parte, notaba estos comportamientos extraños, pero había un detalle desconcertante: Jordan solo actuaba así cuando estaban con otras personas. Cuando estaban solos, ella era la novia perfecta, dulce y atenta. La conclusión a la que llegó Alex, una conclusión que Jordan sutilmente le ayudó a forjar, fue que el problema no era ella. El problema eran los demás.
Así, la relación continuó. Llegaron las primeras vacaciones de pareja, un viaje a Egipto. Apenas llegaron al hotel, la historia se repitió. Jordan desapareció. Pero esta vez, no estaban en Londres, rodeados de un entorno familiar. Estaban solos, en un país extranjero que no era precisamente el lugar más tranquilo del mundo. Alex se preocupó de verdad. No pensó que fuera otra broma; el miedo a que le hubiera ocurrido algo grave era real y paralizante. Pero, exactamente como la vez anterior, una hora después, Jordan apareció en el vestíbulo, riendo a carcajadas. Otro «divertidísimo» chiste.
A estas alturas, Alex comenzó a quitarse, con mucho esfuerzo, las gruesas vendas que cubrían sus ojos. Empezó a ver lo pesada e insoportable que podía llegar a ser Jordan. Sin embargo, como suele ocurrir en estas dinámicas, aún no estaba preparado, no tenía la fuerza para cortar la relación de forma definitiva. El punto de quiebre llegaría con otro episodio, uno que llevaría la toxicidad a un nuevo nivel.
La Ebullición Lenta
Entre las muchas facetas del carácter de Jordan, no podía faltar la joya de la corona de las relaciones tóxicas: los celos. Jordan era celosa de una manera compulsiva, casi patológica. Estaba obsesionada con la idea de que Alex la engañaba o que miraba a otras chicas, a pesar de que él no le daba el más mínimo motivo. Alex solo tenía ojos para ella, pero eso no era suficiente para calmar la paranoia de Jordan.
Había una chica en particular que era el foco de sus celos: la mejor amiga de la hermana de Alex. Una joven de tan solo 15 años, mucho menor que ellos, que para entonces ya tenían 18. Alex conocía a esta chica desde que era una niña; era como una segunda hermana para él, una amiga de la familia.
Llegó el 18º cumpleaños de Alex. Al tener un hermano gemelo, Luke, la celebración sería una fiesta doble, con el doble de invitados. Unos días antes del evento, Jordan le lanzó un ultimátum a Alex: si esa chica, la mejor amiga de su hermana, se atrevía a aparecer en la fiesta, ella no iría. No asistiría al 18º cumpleaños de su propio novio. Alex le respondió que no tenía idea de si estaría o no, ya que la fiesta no era solo suya.
Llegó el día de la celebración y, como era de esperar, la chica estaba allí. Cuando Jordan la vio, el cielo se desplomó. En medio de la fiesta, mientras todos bailaban y se divertían, Jordan se acercó a la joven y comenzó a insultarla a gritos, atrayendo la atención de todos los presentes y montando una escena pública bochornosa.
Alex quería que la tierra se lo tragase. Intentó separar a las dos chicas, intentó calmar a Jordan, pero la situación terminó con una Jordan furiosa por un lado, y Alex, encerrado en uno de los baños, llorando desconsoladamente en su propia fiesta de cumpleaños.
Este episodio fue la gota que colmó el vaso. Alex estaba más convencido que nunca de que tenía que dejar a Jordan. Y lo hizo, pocos días después, tras otra discusión monumental. Durante esta última pelea, Jordan, en un arrebato de celos porque creía que Alex usaba el móvil para hablar con otras chicas, le partió la tarjeta SIM del teléfono en dos. Finalmente, Alex puso fin a esa relación tóxica, para alegría de su madre y de todos sus amigos. Pero la libertad duró poco.
Unos días después, Jordan se presentó en la puerta de la casa de Alex. Cuando Jed, su madre, abrió, Jordan la miró fijamente y soltó la bomba: «Hola, estoy embarazada».
Jed no le creyó. Pensó que era solo otra estratagema de Jordan para llamar la atención, otro de sus dramas. Le exigió que se hiciera una prueba de embarazo allí mismo, en su casa, para que pudiera verlo con sus propios ojos. Jordan aceptó. Y el resultado fue positivo. Estaba realmente embarazada.
Alex, aunque conmocionado, se mantuvo firme. Le dijo que, a pesar del embarazo, no tenía intención de volver con ella. Sin embargo, también le aseguró que asumiría sus responsabilidades como padre, que la ayudaría con el niño y con todos los gastos necesarios. Pero volver a estar juntos estaba fuera de toda discusión.
La respuesta de Jordan fue desaparecer. Se esfumó durante un año entero, excluyendo a Alex de todo el proceso del embarazo. Y un día, tan repentinamente como se fue, reapareció en la puerta de su casa, con un bebé de pocos meses en brazos. Cuando Jed abrió, Jordan le dijo: «¿Quieres conocer a tu nieto?».
Jed, por supuesto, no pudo negarse y la dejó entrar. Cuando Alex llegó a casa y la encontró allí, se enfadó con su madre por haberla dejado pasar sin consultarle. Pero Jed le habló con el corazón en la mano. Le dijo que ahora tenían un hijo, y que quizás la maternidad había cambiado a Jordan, la había hecho madurar. Le pidió a Alex que le diera una oportunidad, que lo hiciera por ese niño inocente.
Alex, al ver a su hijo por primera vez, se enamoró perdidamente de él. Decidió criarlo junto a Jordan. Con el paso del tiempo, inevitablemente, la llama entre ellos se reavivó. Volvieron a estar juntos oficialmente. Jordan se mudó a casa de la familia de Alex, y durante un tiempo, todo pareció ir bien. Jed estaba feliz de ejercer de abuela a tiempo completo y de poder supervisar la situación, dado que ambos eran muy jóvenes. Notó que Jordan parecía realmente cambiada. Era una buena madre, atenta, cariñosa y claramente enamorada de su hijo. Pero la tregua fue solo un espejismo.
El Aislamiento Total
Un día, mientras Alex y Jordan caminaban por la calle, se encontraron con la misma chica que había sido el objeto de los celos de Jordan, la mejor amiga de su hermana. En ese instante, la verdadera Jordan resurgió. Comenzó a gritarle como una loca en plena calle, insultando a una adolescente que no había hecho absolutamente nada malo.
La madre de la chica llamó a Jed para contarle lo sucedido. Jed, a su vez, habló con Jordan y le recriminó su comportamiento, exigiéndole que no volviera a hacerlo. La reacción de Jordan fue explosiva. Se enfureció, hizo las maletas esa misma noche y le planteó a Alex el ultimátum más cruel de todos. Si quería seguir viendo a su hijo, tenía que irse con ella, a vivir a casa de sus padres. De lo contrario, no volvería a saber nada de ella ni del niño.
Este tipo de chantaje emocional es una de las herramientas más devastadoras en el arsenal de un abusador. Según la Mankind Initiative, una organización que apoya a hombres víctimas de violencia doméstica, los dos motivos más comunes por los que un hombre permanece en una relación abusiva son el miedo a ser separado de sus hijos y el temor de que esos hijos puedan estar en peligro sin su supervisión. Alex, atrapado en esta encrucijada, eligió a su hijo. Dejó su hogar y a su familia para seguir a Jordan.
Alex era, literalmente, la rana en la olla. La temperatura del agua subía grado a grado, y él se estaba cociendo vivo sin darse cuenta. Uno de los pilares fundamentales del proceso de manipulación y abuso es el aislamiento, y Jordan lo ejecutó a la perfección. Le controlaba constantemente el teléfono, impidiéndole tener contacto con amigos o familiares, con cualquiera que pudiera hacerle ver la realidad de su situación. Logró convencerlo de que cambiara de teléfono y de número, cortando así todos los lazos con su pasado. Quienes lo conocían ya no tenían forma de contactarlo. Pero el control fue aún más lejos. Jordan llegó a tirar la PlayStation de Alex. ¿La razón? Sabía que a través de los juegos en línea se podía interactuar con otras personas. No podía permitir ninguna ventana al mundo exterior.
Jed, su madre, estaba desesperada. No sabía cómo contactar a su hijo, ni siquiera sabía exactamente dónde vivía. Un día, en un acto de amor desgarrador, hizo algo que le partió el alma. La única información que aún conservaba eran sus datos bancarios. Le hizo una transferencia simbólica de una libra esterlina y, en el concepto, escribió: «Te quiero». La respuesta que recibió fue otra transferencia por el mismo importe con un mensaje brutal: «Te odio, aléjate de mí». Era evidente que el mensaje no había sido escrito por Alex, sino por Jordan.
La crueldad psicológica de Jordan no conocía límites. En otra ocasión, le dijo a Alex que había recibido un mensaje de su madre informándole de que su abuelo, al que Alex adoraba, había muerto. La noticia lo destrozó. Se derrumbó en un llanto desconsolado, atormentado por no haber podido despedirse, por la idea de que su abuelo había muerto pensando que él ya no lo quería. Después de dejarlo sumido en la agonía durante dos horas, Jordan se le acercó y le dijo que no era verdad, que su abuelo no había muerto. Y luego, retorciendo aún más el cuchillo, le recriminó haberse puesto tan triste por alguien de esa familia que, según ella, la había tratado tan mal.
En julio de 2016, la pareja y su hijo, TJ, se mudaron a una vivienda de protección oficial. Ahora ya no estaba ni siquiera la familia de Jordan para ejercer una mínima supervisión. Estaban completamente solos, aislados del mundo. El termostato del infierno subió varios grados de golpe. El juicio de Alex estaba nublado, anestesiado. Ya no podía distinguir sus propios deseos de las exigencias de Jordan. En este estado de sumisión total, aceptó sin cuestionar la idea de tener un segundo hijo. Pocas semanas después, Jordan estaba embarazada de nuevo.
Incluso durante el embarazo, los celos de Jordan empeoraron. Lo acusaba de haber estado con otras chicas durante el tiempo que estuvieron separados, de serle infiel en el presente. Una acusación demencial, considerando que Alex vivía encerrado con ella 24 horas al día. Salía de casa únicamente para ir a trabajar y volvía inmediatamente. No hablaba con nadie, no tenía amigos, y su móvil estaba bajo su constante vigilancia. ¿Cuándo y con quién podría engañarla?
La paranoia de Jordan la llevó a crear un perfil falso de Facebook con el nombre de Alex ligeramente modificado. Desde esa cuenta, comenzó a enviar mensajes de odio a sus antiguos amigos y familiares. A una vieja amiga le escribió de la nada: «¿Sigues gorda?». Cuando su abuelo le escribió para felicitarle por su cumpleaños, la respuesta que recibió fue: «No me escribas nunca más».
Pero ni siquiera esto era suficiente. El simple hecho de que Alex tuviera un trabajo, un lugar donde podía estar solo durante unas horas, era intolerable para ella. Lo manipuló para que renunciara, convenciéndolo de que merecía un trabajo mejor. La realidad era que no podía soportar la idea de no tenerlo bajo su control absoluto ni un solo instante. Alex obedeció. Ceder se había convertido en su único mecanismo de supervivencia. Con un hijo y otro en camino, obedecer parecía la única forma de mantener unida esa frágil y tóxica estructura familiar.
Después del abuso psicológico y el aislamiento, Jordan pasó a la siguiente fase: la violencia económica. Le confiscó todas sus tarjetas de crédito, convirtiéndose en la única administradora del dinero de la casa. Cada gasto, por mínimo que fuera, requería su aprobación. Alex ya no tenía ningún poder, ni siquiera sobre su propio dinero. Esta es una técnica de control devastadora, porque un compañero sin independencia económica no puede irse. Queda atrapado.
Mientras tanto, la vida de Alex se había reducido a la nada. Sin trabajo, sin amigos, sin poder salir de casa. ¿Qué hacía todo el día? Estar con Jordan. Ella, por su parte, estudiaba Bellas Artes en la universidad y pasaba gran parte del día fuera. Porque ella sí podía tener una vida, él no. Y cuando iba a la universidad, se llevaba a Alex con ella y lo obligaba a esperarla en el coche durante horas, hasta que terminaran sus clases.
Su familia y amigos estaban desesperados. Jed, que nunca dejó de buscarlo, logró rastrear su ubicación a través de aquel perfil falso de Facebook. Cuando se presentó en su puerta, acompañada de una amiga, vio cómo todas las luces del apartamento se apagaban de repente, como si alguien intentara esconderse. Pudo vislumbrar la silueta de Alex detrás de una cortina. Su corazón se rompió. Empezó a pensar que quizás era cierto, que quizás su hijo realmente los odiaba y no quería saber nada de ellos.
El Infierno en Casa
En el invierno de 2016, la pareja hizo un viaje a Londres para visitar el Winter Wonderland de Hyde Park. Una vez allí, Jordan volvió a la carga con sus celos. Se cruzaron con un grupo de chicas en la calle y ella lo acusó de haberlas mirado. Él lo negó, pero fue inútil. Jordan amenazó con arruinar el día, con volverse a casa en ese mismo instante, a menos que Alex estuviera dispuesto a hacerse perdonar.
El método que propuso para su redención fue de una crueldad psicopática. Le ordenó que fuera a una farmacia, comprara una caja de somníferos, tomara un puñado, los masticara y se los tragara. Solo así podría perdonarlo. Y Alex, en un estado de sumisión que resulta difícil de comprender desde fuera, lo hizo. Pasó el resto del día en el parque de atracciones completamente drogado, medio dormido bajo el efecto de las pastillas.
Cuanto más cedía Alex a los abusos de Jordan, más se sentía ella legitimada para ir más allá, para superar cualquier límite imaginable. Entre diciembre de 2016 y febrero de 2017, la violencia se volvió sistemáticamente física. Comenzó a herirlo en los brazos y las piernas con un cuchillo de cocina. Lo obligaba a dormir en el suelo frío y lo despertaba en mitad de la noche golpeándolo en la cabeza o en las piernas con cualquier objeto que encontrara. A menudo, el objeto era un martillo. Otra noche, Alex se despertó mientras Jordan le rompía una botella de cerveza en la cabeza. Los ataques también ocurrían en el coche, mientras él conducía. Guardaba un cepillo de pelo roto en la guantera y lo usaba para golpearlo. En una ocasión, le dio tan fuerte en la cara que le saltó un diente.
Como en las peores sectas, Jordan también controlaba su alimentación. Lo privaba de comida para mantenerlo lo más débil posible, física y mentalmente, para que no tuviera fuerzas para rebelarse. Alex estaba exhausto. En su interior, sabía que lo que estaba viviendo era una aberración. El 3 de febrero de 2017, alcanzó su límite. Ese día, decidió pedir ayuda. Llamó a su padre y le suplicó que lo salvara.
Sus padres se precipitaron a su casa, pero de nuevo, nadie respondió. Sabiendo que Alex estaba dentro, decidieron llamar a la policía. Cuando los agentes llegaron y entraron en el apartamento, salieron poco después solos, asegurando a los padres que todo estaba bien. Alex y Jordan solo habían tenido una discusión y ya se habían reconciliado. Les informaron de que Alex cojeaba y de que Jordan estaba embarazada. Y lo más doloroso: les comunicaron que Alex había expresado claramente su deseo de no tener contacto con su familia. Con el corazón roto, sus padres tuvieron que marcharse, sabiendo que su hijo estaba herido y en peligro.
El Agua Hirviendo
Poco después, Jordan llevó a Alex a un concierto de Bastille, su grupo favorito. Fue un gesto típico de un manipulador: la técnica del palo y la zanahoria, conocida en psicología como refuerzo intermitente. Momentos de violencia y humillación se alternan con gestos de afecto, regalos y atenciones. Esta alternancia impredecible crea confusión y dependencia en la víctima, que se aferra a los escasos momentos buenos, convenciéndose de que la persona que ama todavía existe en algún lugar.
La noche del concierto transcurrió sin incidentes. Pero a la mañana siguiente, Alex se despertó de un salto con un ardor insoportable en la espalda. Jordan había llenado el hervidor de agua del hotel y, cuando el agua llegó a ebullición, se la había vertido encima mientras dormía. Luego, le advirtió fríamente que si alguien le preguntaba por las quemaduras, debía decir que se había quemado accidentalmente en la ducha.
A partir de ese momento, el agua hirviendo se convirtió en el método de tortura preferido de Jordan. Al volver a casa, ideó un nuevo juego macabro. Compró un detector de mentiras de juguete, de cinco libras, y lo usó para «verificar» la fidelidad de Alex. Le hacía preguntas sobre otras mujeres, y cada vez que el juguete indicaba, de forma completamente aleatoria, que estaba mintiendo, ella cogía una olla de agua hirviendo y se la vertía sobre los brazos. Lo estaba torturando, literalmente. Y no terminaba ahí. Cubierto de quemaduras, lo obligaba a meterse en un baño de agua helada, para luego sacarlo y volver a quemarlo.
El 2 de mayo de 2017 nació su segunda hija, Iris. Alex albergó una última y desesperada esperanza de que la llegada de la niña ablandara a Jordan. Y, por un breve instante, pareció que así era. Durante tres días, Jordan volvió a ser la madre dulce y cariñosa que había sido con TJ. Pero al cuarto día, el infierno regresó. Volvió a verterle ollas de agua hirviendo encima. Para entonces, Alex llevaba casi un mes sin una comida decente. Estaba increíblemente débil y debilitado. Había perdido una cantidad de peso alarmante y su cuerpo era un mapa de heridas y quemaduras. Se estaba apagando.
El Rescate
La noche del 3 de junio, alrededor de las dos de la madrugada, los vecinos oyeron unos gritos atroces provenientes del apartamento. Oyeron a Alex implorando a Jordan que se detuviera, que dejara de hacerle daño. Llamaron a las autoridades. Un agente llamado Finn entró en el apartamento y se encontró con lo que más tarde describiría como la peor escena de violencia doméstica que había presenciado en toda su carrera.
Alex estaba en lo alto de las escaleras, con un corte enorme en la muñeca izquierda. Se había atado un calcetín alrededor para intentar detener la hemorragia, pero la sangre seguía fluyendo por sus brazos, que estaban visiblemente quemados. El suelo del baño estaba cubierto de sangre. Cuando el agente Finn les preguntó qué había pasado, ambos, Alex y Jordan, afirmaron que él se había autolesionado. Alex lo repetía una y otra vez. Jordan explicó, con una calma pasmosa, que Alex tenía un historial de depresión y autolesiones.
El agente no se lo creyó. Algo en la escena no encajaba. Insistió en que Alex fuera llevado al hospital para ser tratado, pero también para alejarlo de ella. En el hospital, el proceso de curación fue una tortura en sí misma. Tuvieron que rasparle la piel muerta de las quemaduras para evitar infecciones, un procedimiento extremadamente doloroso. Los médicos le informaron de que necesitaba una intervención quirúrgica para tratar adecuadamente sus heridas. Pero Jordan, que estaba allí con él, se opuso y firmó su alta voluntaria. Sin el consentimiento de Alex, que seguía bajo su control, no podían retenerlo.
Uno de los médicos logró hablar a solas con Alex por un momento. Le preguntó si estaba seguro de que volver a esa casa era una buena idea, si era un lugar seguro para él. Alex respondió que sí, que estaba seguro, e insistió en que se había hecho las heridas él mismo.
El agente Finn no podía quitárselo de la cabeza. Al día siguiente, volvió a la casa para hablar con Alex, pero nadie le abrió la puerta. Menos de una semana después, el 10 de junio, los vecinos volvieron a llamar a la policía. De nuevo, gritos desgarradores. El agente Finn reconoció la dirección y acudió personalmente con un compañero.
Esta vez, Alex abrió la puerta. Dentro, la escena era la misma. Alex repetía la misma historia: «Me lo he hecho yo solo». Jordan estaba allí, con la bebé en brazos, actuando con una calma inquietante, como si no pasara nada. El agente Finn supo que Alex estaba en peligro de muerte y que tenía que hacer algo drástico. Con la excusa de que Alex necesitaba volver al hospital para un cambio de vendajes, logró sacarlo de la casa a solas.
Lo sentó en el asiento trasero del coche de policía y comenzó a hablarle, implorándole que le dijera la verdad. «¿Te ha hecho estas heridas Jordan, verdad?». Alex, con la mirada perdida, respondió: «No, me las he hecho yo solo».
Entonces, el agente Finn hizo algo que lo cambió todo. Apagó su cámara corporal, la que grababa todas sus interacciones. Miró a Alex y le dijo: «Alex, he apagado la cámara. Ahora estamos solos. Solo tú y yo. Dime la verdad».
En ese momento, Alex se derrumbó. Con la voz quebrada, finalmente confesó: «Sí, ha sido Jordan. Por favor, ayúdame».
El agente Finn entró de nuevo en el apartamento y arrestó a Jordan por lesiones graves. Mientras llevaban a los niños con los padres de ella, Alex fue trasladado a un hotel. Esa noche, los agentes lo llevaron a un McDonald’s y le compraron la cena. Mientras daba el primer bocado a su hamburguesa, Alex casi se echó a llorar. Era la primera comida real que tomaba en meses.
Justicia y Secuelas
En el interrogatorio, la actitud de Jordan fue escalofriante. Con una calma y una frialdad que helaban la sangre, admitió haberlo cortado y golpeado con el cepillo. Negó haberlo apuñalado, especificando que «solo lo había cortado». Hablaba de las torturas como si fueran nimiedades, como si estuviera confesando haber alzado la voz en una discusión. Admitió haberlo quemado con agua hirviendo con el mismo tono monótono y desapegado. Al final, incluso se mostró colaboradora, preguntando qué podía hacer para arreglar las cosas y volver a casa con Alex. Parecía completamente incapaz de comprender la gravedad de sus actos.
Cuando Alex fue examinado de nuevo en el hospital, los médicos emitieron un diagnóstico aterrador: estaba a unos diez días de la muerte. Si hubiera permanecido en esa casa, si las torturas hubieran continuado diez días más, su cuerpo no habría resistido.
Finalmente, Alex fue llevado a casa con su familia. No lo veían desde que se había ido a vivir con Jordan. Cuando lo tuvieron delante, demacrado, débil y cubierto de heridas, apenas lo reconocieron. Contaron que al abrazarlo, de su cuerpo emanaba un olor insoportable a carne en descomposición, a muerte. Era el olor de las heridas infectadas que nunca habían sido tratadas.
El 28 de septiembre de 2017, Jordan Worth fue acusada formalmente de 17 cargos, incluyendo lesiones personales graves y comportamiento controlador o coercitivo. En el juicio, se declaró culpable solo de tres de los cargos, sin mostrar el más mínimo remordimiento. Fue condenada a siete años de prisión por la violencia física y a otros seis meses por comportamiento controlador, convirtiéndose en la primera mujer en la historia del Reino Unido en ser condenada por este delito.
Desde la cárcel, Jordan continuó usando su perfil de Facebook, compartiendo contenido sobre violencia doméstica e intentando darle la vuelta a la narrativa. Llegó al extremo de afirmar que sufría del síndrome de la mujer maltratada, insinuando que ella era la verdadera víctima y que sus actos habían sido en defensa propia. Una afirmación absurda. Lo que Jordan le hizo a Alex no fue un acto de reacción o defensa. Fue una tortura sistemática, lenta, planificada y sádica, que empeoraba cada vez que se daba cuenta de que podía empujar los límites un poco más allá sin consecuencias.
La Rana que Saltó
Hoy, Alex Skeel está reconstruyendo su vida. Se ha convertido en entrenador de fútbol certificado y en un importante activista contra la violencia doméstica. Decidió renunciar a su derecho al anonimato y contar su historia para concienciar sobre una realidad a menudo silenciada: que los hombres también pueden ser víctimas de control coercitivo y abuso. Lucha para que otros puedan reconocer las señales de peligro antes de que sea demasiado tarde.
Y aquí, la historia de la rana en el agua hirviendo cobra un nuevo y revelador significado. Hay un detalle del experimento original que a menudo se omite: las ranas utilizadas estaban decerebradas, no eran ranas normales. Cuando los científicos repitieron el experimento con ranas sanas, con el cerebro intacto, estas saltaban en cuanto el agua empezaba a calentarse demasiado.
Quizás esa es la metáfora más poderosa de todas. El cerebro representa la conciencia, la capacidad de darse cuenta de que el entorno, una vez acogedor, se ha vuelto hostil y peligroso. Sin esa conciencia, sin las herramientas para reconocer las señales de alarma, es fácil quedarse en el agua mientras se calienta, convencido de que no es más que una impresión. Pero siendo conscientes, podemos darnos cuenta de que el agua está empezando a hervir. Solo así podemos ser como las ranas con cerebro. Aquellas que, cuando el agua se vuelve demasiado caliente, se dan cuenta y saltan. Vaya si saltan. Saltan para salvarse.