
Natalia Martínez Bengoa: Un enigma uruguayo
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El verano uruguayo de 2007 prometía ser como tantos otros: un lienzo de sol ardiente, playas repletas y una energía vibrante que lo cubría todo. En el corazón de esta estación febril, donde el hemisferio sur celebra su apogeo mientras otros tiemblan de frío, se encontraba Punta del Este, el epicentro del glamour sudamericano. Era un lugar de contrastes, donde familias, celebridades, mochileros y empresarios confluían buscando un mismo anhelo: sumergirse en ese ambiente de libertad y exceso que parecía existir únicamente durante unas pocas y efímeras semanas al año. Pero a pocos kilómetros de ese epicentro de brillo y salitre, en la más tranquila y familiar Piriápolis, una sombra estaba a punto de cernirse sobre una familia, una sombra que transformaría el calor del verano en un frío perpetuo y daría inicio a uno de los misterios más indignantes y desconcertantes de la historia reciente de Uruguay.
Una Joven Llena de Sueños
Natalia Valeria Martínez Bengoa era el retrato de la juventud prometedora. A sus 19 años, había crecido en Montevideo en el seno de un hogar sencillo pero profundamente unido. Sus padres, Ever Martínez y Magdalena Bengoa, eran gente trabajadora, vendedores que habían inculcado en Natalia y en su hermana mayor, Claudia, los valores del esfuerzo y la constancia. Desde pequeña, Natalia demostró ser una alumna aplicada. Cursó la primaria en Elbio Fernández y la secundaria en el liceo número siete, una institución que en Uruguay abarca lo que en otros lugares se conoce como la educación secundaria obligatoria y el bachillerato.
Su camino académico la llevó a estudiar economía en 2005. Aunque era una estudiante destacada, las matemáticas se le resistían, convirtiéndose en su pequeño talón de Aquiles. Sin embargo, su determinación era más fuerte que cualquier desafío. Para 2006, con el deseo de integrarse pronto al mundo laboral, se inscribió en un curso para ser auxiliar contable administrativo. Natalia no era solo una joven estudiosa; era una hija cariñosa, una hermana cómplice y una amiga leal, con un futuro que se extendía brillante y lleno de posibilidades ante ella.
Como cada año, la familia Martínez Bengoa tenía una tradición inquebrantable: pasar sus vacaciones de enero en Piriápolis. Este balneario, más pequeño y familiar que la ostentosa Punta del Este, era su refugio. Allí poseían un apartamento en la avenida Piria, y con el paso de los veranos, se habían convertido en rostros conocidos, parte de esa comunidad estacional que se reencuentra año tras año, como si el tiempo se detuviera entre un verano y el siguiente. El 15 de enero de 2007, la familia llegó a Piriápolis, dando inicio oficial a sus vacaciones, sin saber que aquel sería el último verano que compartirían juntos.
La Última Noche de Fiesta
Cuatro días después de su llegada, el 19 de enero, Natalia y su hermana Claudia decidieron hacer una excursión a la cercana Punta del Este para pasar el día. Fue una jornada de hermanas, de sol, playa y confidencias. Al regresar a Piriápolis, Natalia ya tenía planes para la noche. Había quedado con tres de sus mejores amigas, esas amistades de verano que se retoman cada año con la misma intensidad.
El plan inicial era salir de fiesta, pero una pereza veraniega se había apoderado del grupo. Sin embargo, entre charlas sobre el año que había pasado, las ilusiones futuras y los chicos que ocupaban sus pensamientos, el ánimo fue creciendo. Finalmente, la decisión fue unánime: la noche era joven y Piriápolis ofrecía el lugar perfecto para ellas, la discoteca La Rinconada.
La Rinconada no era un simple boliche. Situado en la zona de Punta Fría, frente al mar y pasado el puerto de la ciudad, era un complejo imponente. Para acceder a él, había que ascender una escalinata de tres tramos que conducía a un espacio con varias pistas, barras y sectores que mezclaban zonas techadas con otras al aire libre, con una estética que recordaba a las palapas tropicales. El lugar se promocionaba con dos ambientes distintos, La Rinconada y La Noctiluca, atrayendo a un público diverso: locales de Piriápolis, visitantes de Punta del Este y numerosos turistas argentinos y brasileños. Era el corazón de la vida nocturna de la zona.
Las cuatro amigas llegaron a La Rinconada sobre las dos de la madrugada. La noche transcurrió entre risas, bailes y la complicidad que solo existe entre amigas íntimas. Natalia, con 19 años y sin un trabajo estable, no disponía de mucho dinero, por lo que compartió una bebida con una de sus amigas. Este detalle, que podría parecer trivial, confirmaría más tarde que no se encontraba en un estado de ebriedad avanzado.
El tiempo voló. Hacia las 5:30 de la madrugada, cuando la fiesta comenzaba a languidecer para algunas, las tres amigas de Natalia decidieron que era hora de volver a casa. Natalia, en cambio, era la que más ganas tenía de seguir, de exprimir la noche hasta su última gota, de esperar a que la música se apagara y las primeras luces del alba tiñeran el cielo. Insistió un poco, con la energía propia de su edad: Venga, vamos a quedarnos un poquito más. Pero sus amigas estaban cansadas y su decisión era firme.
Natalia, a pesar de su deseo de continuar la fiesta, no se enfadó. Con una lealtad encomiable, les dijo: Yo he venido con ustedes, me voy con ustedes. El grupo comenzó el descenso por la icónica escalinata de La Rinconada. Sin embargo, Natalia caminaba más despacio, como si sus pies se resistieran a abandonar el lugar. En ese breve trayecto, se cruzó con el portero de la discoteca, un hombre que llevaba años trabajando allí y al que conocía de veranos anteriores. Se detuvo a intercambiar unas pocas palabras con él. Eran aproximadamente las 5:45 de la madrugada.
Sus tres amigas ya estaban casi llegando al aparcamiento donde habían dejado el coche. Una de ellas se giró, instándola a darse prisa. Le gritó un Venga, va, vamos, un gesto cotidiano en cualquier grupo de amigos. La amiga volvió a girarse instantes después para comprobar si seguía charlando con el portero, pero ya no la vio. Natalia se había desvanecido en el aire de la madrugada.
Las tres jóvenes llegaron al coche y, asumiendo que Natalia vendría justo detrás, se montaron a esperarla. Pero los minutos pasaban, y no había rastro de ella. La preocupación comenzó a instalarse. Una de ellas la llamó por teléfono, pero Natalia no respondió. Otra se bajó del coche y volvió a la entrada del local, buscándola con la mirada entre la gente que aún salía, pero no la encontró.
A pesar de la inquietud, tomaron una decisión que marcaría sus vidas para siempre. Pensaron que, siendo Natalia una chica responsable, quizás se había encontrado con algún conocido que la llevaría de vuelta a Piriápolis. En un pueblo donde todos se conocen, la idea no era descabellada. Con esa esperanza, y el cansancio pesando sobre ellas, pusieron el coche en marcha y se fueron a dormir, dejando atrás una pregunta sin respuesta, una ausencia que pronto se convertiría en un abismo.
El Inicio de la Pesadilla
La mañana del 20 de enero llegó con la luz clara y cálida del verano, pero en el apartamento de los Martínez Bengoa, el ambiente era gélido. La cama de Natalia estaba intacta. No había vuelto a casa. Sus padres, Ever y Magdalena, sintieron una punzada de angustia. Natalia no era una chica rebelde; siempre avisaba si sus planes cambiaban. No habían recibido ninguna llamada, ningún mensaje. El silencio era total y ensordecedor.
Lo primero que hicieron fue contactar a las tres amigas con las que había salido. Fue entonces cuando la historia completa emergió, fragmentada y confusa. Las chicas relataron cómo habían salido juntas de la discoteca, cómo se habían montado en el coche pensando que Natalia las seguiría, y cómo, simplemente, se había esfumado. Admitieron que, al no encontrarla, se habían ido a dormir sin avisar a nadie.
La preocupación de los padres se transformó en pánico. Comenzaron una ronda frenética de llamadas a todos los amigos y conocidos de la familia en Piriápolis. Nadie sabía nada. El teléfono de Natalia, ahora, aparecía apagado. A las cinco de la tarde de ese mismo día, sin más opciones y con el corazón encogido, se dirigieron a la comisaría número 11 de Piriápolis para denunciar la desaparición de su hija.
Fue en ese preciso momento cuando se cometió el primer y quizás más grave error de toda la investigación. La policía no catalogó el caso como un posible delito de alta prioridad. En su lugar, lo registraron como una simple búsqueda de paradero. Esta distinción burocrática tendría consecuencias devastadoras. Significaba que la ley asumía, en primer lugar, que Natalia podría haberse ido por su cuenta. Esto retrasó la activación de recursos cruciales y la capacidad de solicitar órdenes judiciales para registros de vehículos o propiedades, un tiempo precioso que se perdió para siempre.
A pesar de esta catalogación inicial, la policía comenzó a moverse. Interrogaron a las amigas de Natalia, quienes mencionaron que esa noche tres jóvenes habían estado molestando a Natalia, intentando ligar con ella de forma insistente y desagradable. Sin embargo, la policía nunca logró identificar ni localizar a estos individuos.
Los patrulleros empezaron a recorrer la Rambla, los accesos al puerto, las zonas boscosas y los alrededores de la discoteca. Pero en 2007, las cámaras de seguridad no eran omnipresentes, y no había ninguna que pudiera arrojar luz sobre los últimos movimientos de Natalia. La investigación dependía casi exclusivamente de los testimonios.
Mientras tanto, la familia, rota de dolor pero sin perder la esperanza, empapeló la ciudad con carteles con la foto de Natalia y contactó a todos los medios de comunicación. El caso se convirtió en un fenómeno mediático en Uruguay. Al frente de la investigación policial se puso Roberto Parrado, comisario de la jefatura de policía de Maldonado, un hombre con experiencia en casos complejos. Parrado fue clave para movilizar la atención pública, pidiendo la colaboración ciudadana.
Sin embargo, la exposición mediática trajo consigo un efecto secundario cruel y venenoso. Comenzaron a circular bulos, rumores infundados que apuntaban directamente al padre de Natalia, Ever Martínez. Se decía que había estado involucrado en el narcotráfico en el pasado y que la desaparición de su hija era un ajuste de cuentas. La familia esperaba una llamada pidiendo un rescate, una prueba de que se trataba de un secuestro, pero esa llamada nunca llegó. Aun así, la sombra de la duda se cernió sobre Ever, una acusación sin pruebas que añadió una capa de tormento insoportable al dolor de la familia.
Pistas Falsas y un Descubrimiento Desolador
Con el paso de los días, el sentimiento de culpa y la necesidad de ayudar llevaron a una de las amigas de Natalia a recordar un detalle. Le contó al comisario Parrado que, mientras regresaban a Piriápolis la noche de la desaparición, se habían cruzado en un semáforo con un conocido: Leonardo Radakovic, un hombre conocido como el librero de Piriápolis, que conducía un BMW con los cristales traseros tintados.
Las amigas recordaron haberle preguntado si había visto a Natalia. Él respondió que sí, que la había visto quedarse rezagada hablando con el portero. Este detalle repentinamente se volvió siniestro. La amiga pensó: si Natalia hubiera estado en la parte de atrás de ese coche, nunca la habríamos visto.
Este testimonio fue suficiente para que la policía solicitara finalmente el cambio de categoría del caso y obtuviera una orden para registrar el BMW de Radakovic. El librero fue llevado a comisaría e interrogado. Mantuvo su versión: vio a las chicas salir y a Natalia quedarse atrás, pero no cruzó palabra con ella. Cuando los investigadores examinaron su coche, lo encontraron sospechosamente limpio; Radakovic lo había lavado a fondo pocos días después de la desaparición. Se encontraron varios cabellos que fueron enviados a analizar, pero los resultados, que tardaron en llegar, determinaron que no pertenecían a Natalia. Con esto, Radakovic fue descartado como sospechoso y la investigación volvió al punto de partida.
Poco después, apareció una pista que heló la sangre de todos. En una zona conocida como Camino de los Arrayanes, a pocos kilómetros de la discoteca, se encontraron la cédula de identidad de Natalia, su cartera, una sandalia y una blusa. Los objetos estaban esparcidos como si hubieran sido arrojados desde un vehículo en marcha. La familia y los investigadores sabían que esto era una señal nefasta. A pesar de los esfuerzos, la humedad de la zona había degradado cualquier posible huella o rastro de ADN. El culpable, quienquiera que fuese, parecía no haber dejado rastro.
Las semanas se convirtieron en un suplicio. La desesperación de la familia llegó a tal punto que recurrieron a un médium, Luis Orsey. Le enviaron una foto de Natalia y él, tras viajar a Uruguay, indicó varios puntos donde supuestamente podría estar. Finalmente, sentenció que la joven ya no tenía vida.
La terrible premonición se hizo realidad tres semanas después de la desaparición. Un grupo de jóvenes que pasaba el día cerca de la Laguna del Sauce, a unos 21 kilómetros de Piriápolis, encontró lo que inicialmente confundieron con un maniquí. Al acercarse, el horror se apoderó de ellos. Era el cuerpo de una joven en avanzado estado de descomposición. El hallazgo se produjo en una zona apartada, un camino sin salida rodeado de pinos, un lugar al que había que ir a propósito.
El cuerpo de Natalia yacía boca arriba. Llevaba puesto un top negro, una falda y una de sus sandalias. Sus manos estaban atadas, pero el análisis forense posterior determinaría que las ataduras se habían realizado post mortem, probablemente para facilitar el arrastre del cuerpo hasta ese lugar recóndito.
El equipo forense se enfrentó a un desafío insuperable. El estado del cuerpo, deteriorado por el calor, la humedad y la fauna de la zona, impidió determinar la causa exacta de la muerte. No se encontraron heridas defensivas ni signos evidentes de violencia o abuso. Las hipótesis eran vagas: un posible estrangulamiento, una muerte súbita por alguna sustancia o un evento médico inesperado, y el posterior abandono del cuerpo por parte de una persona que entró en pánico. La autopsia fue declarada no concluyente. La verdad sobre lo que le ocurrió a Natalia en sus últimas horas parecía haberse descompuesto junto con su cuerpo.
La reconstrucción de los hechos sugirió un itinerario macabro. El agresor probablemente se llevó a Natalia en su coche, ya sin vida. La condujo hasta ese paraje aislado, ató sus manos para arrastrarla y ocultó su cuerpo. En el camino de vuelta, se deshizo de sus pertenencias arrojándolas por la ventanilla.
El hallazgo del cuerpo fue un golpe devastador para la familia Martínez Bengoa. Pero la tragedia no había terminado. El peso del dolor, la ausencia de respuestas y, sobre todo, las crueles e infundadas acusaciones que lo habían perseguido, resultaron demasiado para Ever Martínez. Cinco meses después, el 15 de julio de 2007, el Día del Padre en Uruguay, Ever se quitó la vida en su casa con un revólver, abrazado a una fotografía de su hija Natalia. Su suicidio no fue solo el acto de un padre roto por el dolor; fue también un grito silencioso contra la injusticia y la crueldad de una sociedad que lo había juzgado sin pruebas.
Un Giro Inesperado Tras Años de Silencio
El caso de Natalia Martínez Bengoa se enfrió. La falta de pruebas físicas y de una causa de muerte clara dejó a la policía en un callejón sin salida. Sin embargo, la tragedia de la familia, culminada con el suicidio de Ever, había calado hondo en la sociedad uruguaya. El caso no fue olvidado.
Pasaron dos años y medio. Los equipos de investigación rotan, y un nuevo grupo de policías se hizo cargo del expediente. Con ojos frescos, decidieron revisar cada paso dado por sus predecesores. Fue entonces cuando descubrieron una omisión tan básica que resultaba increíble: nadie había revisado el ordenador personal de Natalia.
En la era digital, la vida íntima de una joven de 19 años, sus secretos, sus miedos y sus ilusiones, a menudo residen en sus conversaciones online. Los nuevos investigadores pidieron el portátil a la familia y se sumergieron en el mundo digital de Natalia. Pronto encontraron lo que buscaban: correos electrónicos y conversaciones de Messenger con uno de sus mejores amigos, Santiago del Bono. En ellos, Natalia hablaba de un chico que le gustaba, un típico romance de verano.
El dato crucial fue que este chico y su grupo de amigos también habían estado en La Rinconada la noche de la desaparición. Después de dos años y medio de silencio, la policía tenía por fin un nuevo hilo del que tirar. Citaron a declarar a todo el grupo, unas cinco personas.
Lo que sucedió a continuación fue una muestra de astucia policial. Mientras el grupo de jóvenes esperaba en una sala de la comisaría para ser interrogado, no estaban solos. Con ellos había una señora mayor, aparentemente otra ciudadana esperando su turno para algún trámite. Lo que los jóvenes no sabían era que esa mujer era una agente de policía encubierta.
Con la falsa seguridad de estar entre ellos, el líder del grupo, un joven de 25 años llamado Rodrigo Verges Burgos, les susurró a sus amigos una instrucción clara: Lo que os pregunten, vosotros lo negáis. La agente encubierta lo escuchó todo y transmitió la información a sus superiores. Inmediatamente, toda la atención se centró en Verges.
Los investigadores descubrieron que Verges tenía un Chevrolet Corsa rojo y que, efectivamente, había estado en la discoteca esa noche. Era el mejor amigo del chico que le gustaba a Natalia, por lo que se conocían perfectamente. Cuando le preguntaron por su coartada para aquella madrugada, Verges se enredó en una red de contradicciones y mentiras: que había estado en casa de unos amigos, que había pedido un coche prestado, que no había dormido en su casa. La policía comprobó su historia y descubrió que era completamente falsa.
Confrontado con sus mentiras y la evidencia de que estaba ocultando algo, Verges se derrumbó. Decidió confesar. Pero su confesión no fue la de un asesinato a sangre fría. Su relato fue tan detallado como extraño.
Según Verges, sobre las 5:30 de la madrugada, vio a Natalia sola después de que hablara con el portero. Le ofreció llevarla a Piriápolis. Ella aceptó y se subió a su coche. En lugar de ir directamente a su casa, él desvió el coche hacia una zona boscosa para charlar. Contó que en un momento dado intentó besarla, pero ella lo rechazó y se puso muy nerviosa. Fue entonces cuando, según su versión, a Natalia le dio un fulminante ataque de asma. Comenzó a hiperventilar, se desplomó dentro del coche y, a pesar de sus intentos por reanimarla, falleció en cuestión de segundos.
Preso del pánico y temiendo que lo culparan, Verges tomó una decisión terrible. Metió el cuerpo de Natalia en el maletero de su Chevrolet Corsa. Al día siguiente, fue a trabajar e incluso asistió a otra fiesta, todo ello con el cadáver en su coche. Fue horas después cuando condujo hasta la zona de la Laguna del Sauce para deshacerse del cuerpo. En una reconstrucción de los hechos, fue capaz de señalar el lugar exacto donde lo había abandonado, un detalle que impresionó a los investigadores por la precisión, dado lo recóndito del lugar. También confesó haber atado sus manos para arrastrarla y haber arrojado sus pertenencias por la ventanilla en el camino de vuelta.
Una Condena y una Sombra de Duda Eterna
La confesión de Rodrigo Verges parecía resolver el caso, pero también abría una caja de Pandora llena de interrogantes. El principal problema era la causa de la muerte. La familia de Natalia negó categóricamente que ella sufriera de asma. Además, la idea de que un ataque de asma pudiera ser tan instantáneamente fatal sin que existiera un historial clínico severo resultaba, como mínimo, dudosa para muchos.
¿Por qué no la llevó a un hospital si fue un accidente? El miedo, argumentó él, el pánico a ser acusado de algo que no había hecho. Pero para la familia y parte de la opinión pública, su historia sonaba a una excusa inverosímil para ocultar una verdad mucho más oscura.
El tiempo transcurrido jugó a su favor en un aspecto: dos años y medio después, era imposible encontrar cualquier rastro de ADN de Natalia en su coche. La investigación se basaba casi por completo en su confesión.
A pesar de las dudas, el juez Gabriel Ohanian consideró que había pruebas suficientes para procesarlo por homicidio simple. En junio de 2010, Verges ingresó en prisión. Una vez encarcelado, cambió su versión, alegando que su confesión había sido obtenida bajo presión policial, pero el daño ya estaba hecho.
El juicio se celebró en 2012. Los forenses reiteraron que no podían establecer una causa de muerte violenta debido al estado del cuerpo, lo que dejaba la puerta abierta a la versión de Verges sobre el ataque de asma, ya que no podía ser ni confirmada ni refutada científicamente. La defensa argumentó la falta de pruebas directas, pero el tribunal consideró que el conjunto de indicios y la detallada confesión de Verges formaban un cuadro coherente y contundente. Fue condenado a nueve años de prisión.
En 2013, la Corte Suprema de Justicia ratificó la condena, cerrando oficialmente el caso. Para la justicia uruguaya, Rodrigo Verges mató a Natalia Martínez Bengoa.
Verges cumplió parte de su condena. Por su buen comportamiento, trabajo y estudios en prisión, obtuvo la libertad anticipada en noviembre de 2014.
El caso de Natalia Martínez Bengoa está legalmente cerrado, pero el misterio persiste. Demasiadas preguntas quedaron flotando en el aire. La figura del librero, Leonardo Radakovic, y su BMW con lunas tintadas nunca se disipó del todo en el imaginario popular; algunos testigos afirmaron haber visto un coche similar en una zona boscosa esa noche con una chica que podría haber sido Natalia. Hay quienes creen que Verges no actuó solo, o que su relato es una tapadera para proteger a otra persona.
La noche del 19 de enero de 2007, una joven llena de vida se desvaneció en los pocos metros que separaban la puerta de una discoteca del coche de sus amigas. Lo que siguió fue una crónica de errores policiales, crueldad pública y una tragedia familiar insondable. Aunque un hombre fue condenado, la verdad completa sobre las últimas horas de Natalia Martínez Bengoa quizás se perdió para siempre en el silencio de aquella madrugada de verano, dejando tras de sí un eco de indignación y una herida que, para muchos, nunca llegará a cicatrizar.