
Qué Sucedió Realmente en la Guerra de la Mafia de Filadelfia
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La Guerra de Filadelfia: Sangre, Traición y el Ocaso de una Familia Mafiosa
Las calles de Filadelfia, a principios de la década de 1990, no eran un lugar para los débiles de corazón. Bajo la superficie de la vida cotidiana, una tormenta de ambición y violencia se estaba gestando, una lucha despiadada por el poder que amenazaba con desgarrar la ciudad. Una familia del crimen, un pilar de la legendaria Cosa Nostra, se fracturaba en dos facciones irreconciliables: la vieja guardia, aferrada a las tradiciones sicilianas, y una nueva generación de jóvenes lobos, hambrientos y sin respeto por las antiguas reglas. En medio de esta guerra fratricida, el FBI se encontraba atrapado, orquestando una de las operaciones de vigilancia más complejas y arriesgadas de su historia. Su misión: desmantelar un sindicato del crimen notorio y poner fin a la brutal guerra urbana antes de que más sangre inocente manchara el asfalto.
Esta es la crónica de cómo el calor de la batalla por el control del hampa de Filadelfia alcanzó un punto de ebullición, una historia de micrófonos ocultos, traiciones mortales y la caída de un imperio.
El Cebo: Un Estudiante y una Deuda de Juego
Nuestra historia comienza en una tranquila mañana de 1990 en el sur de Filadelfia. Joe Andrews, un estudiante de contabilidad de veinte años de la Universidad de La Salle, se encuentra en una situación desesperada. Como tantos otros, había caído en la tentación de las apuestas deportivas, gestionadas con eficiencia letal por un corredor de apuestas de la mafia. Al principio, la suerte le sonrió, pero como suele ocurrir, la fortuna es una amante caprichosa. Pronto, acumuló una deuda de mil dólares, una suma que, para un estudiante, era un abismo imposible de cruzar. El miedo, un sentimiento frío y paralizante, se apoderó de él. En el sur de Filadelfia, un barrio endurecido por generaciones de luchas, no pagarle a la mafia no era una opción. Era una sentencia.
Acorralado y temiendo por su vida, Andrews tomó una decisión que cambiaría el curso de la historia del crimen en la ciudad: contactó al FBI en busca de ayuda. Para la Oficina Federal de Investigaciones, la situación de Andrews no era solo un problema, era una oportunidad de oro. Era la llave que necesitaban para abrir una puerta que había permanecido cerrada durante demasiado tiempo.
El sur de Filadelfia era el feudo histórico de la Cosa Nostra. Durante décadas, el negocio del juego, la usura y la extorsión había florecido bajo el control de familias italianas. Por años, la ciudad fue gobernada con mano de hierro y guante de seda por Angelo Bruno, conocido como el Don Gentil por su aversión a la violencia innecesaria. Pero los días de la diplomacia mafiosa terminaron abruptamente en 1980, cuando Bruno fue brutalmente asesinado. El hombre que orquestó el golpe y tomó su lugar fue Nicodemo Scarfo, conocido como Nicky Scarfo. A diferencia de Bruno, Scarfo era un asesino despiadado que gobernaba mediante el terror. Para principios de los 90, sin embargo, el propio Scarfo se encontraba tras las rejas, dejando un vacío de poder que el FBI estaba ansioso por entender y explotar. ¿Quién movía los hilos ahora que el jefe estaba encarcelado?
El problema de Joe Andrews con el usurero proporcionó al FBI la excusa perfecta. Equipado con un micrófono oculto, el joven estudiante se reunió con su corredor de apuestas. Interpretó su papel a la perfección, mostrando el miedo justo y la desesperación necesaria. Su actuación fue tan convincente que fue presentado a un hombre de mayor rango: Salvatore Sparacino, un conocido miembro de la mafia de Filadelfia.
En su encuentro, Sparacino no profirió amenazas explícitas. No necesitaba hacerlo. Su mera presencia, su reputación, comunicaban el mensaje con una claridad escalofriante. Él era el jefe, y la deuda debía ser pagada. Ofreció un plan de pagos: 120 dólares a la semana durante diez semanas. Aunque el interés era comparable al de una tarjeta de crédito, la penalización por impago no se mediría en puntos de crédito, sino en huesos rotos o algo mucho peor.
Durante las siguientes diez semanas, el FBI financió los pagos de Andrews. Cada vez que el estudiante entregaba el dinero, cada conversación era grabada, construyendo meticulosamente un caso de crimen organizado contra Sparacino. Cada pago era una prueba. Pero el FBI no estaba interesado en arrestos menores por juego ilegal. Tenían un objetivo mucho más grande en mente. La meta final no era podar las ramas, sino arrancar el árbol de raíz: destruir a la familia de la Cosa Nostra de Filadelfia como un problema criminal. Para ello, necesitaban entender su estructura, atacar su jerarquía.
La Panadería y la Sombra Siciliana
Las grabaciones confirmaron las actividades de Sparacino, pero el FBI necesitaba más. Necesitaban un lugar donde la mafia se sintiera segura, donde hablaran libremente. La investigación los llevó a una modesta panadería italiana, el centro de operaciones de Sparacino. El día de Navidad, sabiendo que el local estaría cerrado, un equipo de entrada encubierta del FBI se deslizó en el interior. Habían convencido a un juez de que en ese lugar se llevaban a cabo actividades de juego y usura, y obtuvieron la autorización para instalar micrófonos.
Durante meses, los agentes escucharon las conversaciones dentro de la panadería. Salvatore Sparacino se jactaba de ser el jefe de la familia de Filadelfia, pero las propias grabaciones pronto revelaron una verdad diferente. Sparacino no era el rey; era, en el mejor de los casos, un gerente. Un peón con aires de grandeza. Pero, ¿para quién trabajaba?
La vigilancia física siguió a Sparacino hasta un despacho de abogados en Camden, Nueva Jersey. Allí se reunía con otros miembros de la mafia de Filadelfia. Entre ellos, un rostro bien conocido por el FBI: John Stanfa.
John Stanfa era un inmigrante siciliano, un miembro iniciado en la mafia de su tierra natal. Su historia en Filadelfia era profunda y manchada de sangre. Había sido el chófer del difunto Angelo Bruno, el Don Gentil. Tras el asesinato de Bruno en 1980, Stanfa fue implicado en el crimen y finalmente condenado por perjurio ante el gran jurado que investigaba el caso. Pasó ocho años en prisión. A su salida, se encontró con una sentencia de muerte dictada por la propia mafia de Filadelfia por su presunto papel en la muerte de Bruno. Solo la intercesión de sus poderosos socios de la familia Gambino de Nueva York logró que se le perdonara la vida.
Después de que Nicky Scarfo fuera encarcelado, Stanfa regresó a Filadelfia. Mantuvo un perfil bajo, trabajando en la construcción, esperando su momento. Su ascenso al poder fue silencioso y sorprendente para el FBI. La pieza que faltaba en el rompecabezas había sido encontrada. Gracias a la cooperación de un joven estudiante universitario aterrorizado, el FBI había identificado al hombre que creían que ahora dirigía el crimen organizado en Filadelfia. Si lograban neutralizar a Stanfa, después de haber encarcelado a Scarfo, estarían un paso más cerca de eliminar a la familia de Filadelfia del mapa del crimen.
El Despacho de Abogados: Un Santuario Profanado
Los informantes en la calle confirmaron las sospechas del FBI: John Stanfa era el nuevo Padrino. A diferencia de Scarfo, Stanfa operaba como el Don Gentil, manteniendo un perfil bajo y centrándose en las actividades mafiosas tradicionales. El FBI necesitaba saber dónde llevaba a cabo sus negocios más importantes. La respuesta llegó de nuevo a través de informantes: las reuniones secretas de alto nivel se celebraban en la sala de conferencias del despacho de abogados en Camden. La elección era astuta; creían que la santidad de un bufete de abogados los protegería de la vigilancia electrónica del FBI.
La Oficina decidió que ese santuario debía ser profanado. Prepararon una declaración jurada para colocar micrófonos en el despacho, un movimiento extraordinario que requería la aprobación de los más altos cargos. La solicitud subió por toda la cadena de mando hasta llegar al escritorio del director del FBI en Washington, quien personalmente la firmó. Con la luz verde de un juez federal, la operación se puso en marcha.
Instalaron una cámara de vídeo oculta en el exterior para monitorear a cualquiera que entrara o saliera. Un equipo especial de entrada encubierta, la élite del FBI, se preparó para la intrusión. Entrar en la propiedad de alguien, incluso con una orden judicial, es una de las tareas más peligrosas que realiza el FBI. Si te encuentras con alguien, esa persona no sabe que tienes autoridad para estar allí; solo ve a un intruso en su espacio.
La noche de la entrada, el peligro se materializó de forma inesperada. La campaña para la reelección del sheriff local se había instalado en la planta baja del edificio el día anterior. Mientras los agentes se movían sigilosamente por el segundo piso, fueron sorprendidos por la presencia de un ayudante del sheriff armado dentro del edificio. Afortunadamente, lograron ocultarse a tiempo, conteniendo la respiración en la oscuridad mientras el oficial realizaba su ronda y se marchaba, sin sospechar nada. Superado el susto, los técnicos instalaron el micrófono en la sala de conferencias.
La vigilancia comenzó. Dieciocho agentes del FBI se dedicaron exclusivamente a la vigilancia física, fotográfica y de vídeo, mientras otros monitoreaban las conversaciones. A menudo, la jerarquía de una organización criminal puede deducirse simplemente observando el lenguaje corporal, la deferencia, la forma en que unos se comportan con otros. John Stanfa era fácil de identificar en las grabaciones; su marcado acento italiano era inconfundible.
Pero pronto surgió un problema. Las conversaciones interceptadas indicaban que Stanfa y sus hombres, desconfiados por naturaleza, abandonaban la sala de conferencias para tener las discusiones más delicadas en otro lugar. Tras el enorme esfuerzo para instalar el micrófono, el objetivo se había movido. Tendrían que encontrar la nueva ubicación y volver a empezar.
Pocos días después, un informante alertó al FBI de que una importante reunión iba a tener lugar en el despacho entre Stanfa y varios socios. Era la oportunidad perfecta, pero no sabían en qué habitación se celebraría. Enviaron a un detective encubierto, Mark Panero de la policía de Filadelfia, para averiguarlo. Panero ideó una historia de tapadera: buscaría a un abogado que sabía que ya no trabajaba en el bufete. El plan se complicó cuando un individuo desconocido le cedió el paso, obligándole a entrar primero, lo que le impidió ver hacia dónde se dirigía el grupo de Stanfa. Sin embargo, la suerte estuvo de su lado. Escuchó cómo la recepcionista anunciaba la llegada de John Stanfa al abogado principal del bufete, y observó cómo Stanfa se dirigía directamente al despacho privado de dicho abogado. La nueva ubicación había sido identificada.
Con esta información, obtuvieron una nueva orden judicial para una segunda entrada. Instalaron micrófonos en el despacho privado del abogado. Poco después, las grabaciones captaron una noticia alarmante: los mafiosos sospechaban que estaban siendo vigilados. Habían contratado a un experto en contravigilancia para que barriera las oficinas en busca de micrófonos.
Sangre Joven, Ambición Desmedida: Los «Jóvenes Turcos»
El corazón de los agentes del FBI se detuvo mientras observaban al técnico entrar en el edificio. Toda la operación, meses de trabajo y un riesgo inmenso, pendía de un hilo. Si encontraba los dispositivos, el caso se derrumbaría. Tras unos minutos de tensión insoportable, el experto completó su barrido y se marchó sin haber encontrado nada. Una sonrisa de alivio se dibujó en los rostros de los agentes. Irónicamente, el barrido fallido hizo que los mafiosos se sintieran aún más seguros, más cómodos para hablar de sus actividades criminales.
Con micrófonos ahora en la sala de conferencias y en el despacho privado, la información comenzó a fluir a raudales. Y lo que escucharon fue el sonido de una guerra civil en ciernes. John Stanfa, el jefe siciliano de la vieja escuela, tenía un problema. Un gran problema. Un grupo de jóvenes mafiosos, nacidos y criados en el sur de Filadelfia, se negaban a reconocer su autoridad. Su lealtad seguía con el encarcelado Nicky Scarfo. Eran conocidos como los «Jóvenes Turcos».
Para ellos, Filadelfia era su territorio, y ellos eran los legítimos herederos del imperio de Scarfo, no un recién llegado como John Stanfa. El líder de esta facción rebelde era Joey Merlino, con Michael Ciancaglini como su segundo al mando. Merlino y Ciancaglini se conocían desde la escuela primaria y compartían una ambición desmedida y un profundo resentimiento hacia Stanfa, a quien consideraban un forastero.
Los informantes confirmaron lo que las escuchas sugerían: los Jóvenes Turcos actuaban por su cuenta. Extorsionaban a corredores de apuestas, traficantes de drogas y negocios legítimos, pero no compartían los beneficios con Stanfa, una falta de respeto intolerable en la jerarquía mafiosa. Se jactaban abiertamente de su poder y de su intención de tomar el control de la ciudad.
El conflicto era también una cuestión de estilo. John Stanfa, el jefe siciliano de la vieja escuela, despreciaba el estilo de vida ostentoso de los Jóvenes Turcos. Estos eran extravagantes, llamativos. Irrumpían en los clubes de Delaware Avenue, imponiendo su presencia, buscando peleas y atrayendo una atención no deseada. Para Stanfa, un jefe de la Cosa Nostra debía ser discreto, operar en las sombras. Joey Merlino, en cambio, creía que su estatus le daba derecho a todo; sentía que no debía pagar en los restaurantes, que la ciudad le pertenecía. Su séquito adoptó la misma actitud, convirtiéndose en un problema para todos. Las peleas y los tiroteos eran constantes. Atraer la atención de la policía de esa manera era, para Stanfa, una pésima forma de dirigir una familia criminal.
Un punto de especial fricción era la participación de los Jóvenes Turcos en el narcotráfico. Aunque la mafia tradicionalmente desaprobaba que sus miembros se involucraran directamente en el tráfico de drogas, a menudo lo toleraban si un asociado lo hacía y pagaba un porcentaje. Pero Stanfa consideraba que las drogas eran un negocio sucio que atraía demasiada atención federal. Los Jóvenes Turcos, desafiantes, lo ignoraron por completo.
El FBI, escuchando el creciente roce entre las dos facciones, se preguntaba cómo lo manejaría Stanfa. ¿Sería agresivo y tomaría medidas extremas, o intentaría apaciguarlos y ponerlos bajo su control? La respuesta no tardó en llegar, y fue escrita con sangre.
Primera Sangre: El Comienzo de la Guerra
Los Jóvenes Turcos decidieron golpear primero. Su objetivo fue Joseph Ciangalini, un hombre de 73 años, leal a John Stanfa. Ciangalini era un corredor de apuestas y recaudador de impuestos callejeros, un engranaje vital en la maquinaria de Stanfa. Una mañana, mientras estaba en su coche, cuatro disparos rompieron la rutina. La sangre del anciano en el asfalto marcó el inicio oficial de una guerra civil mortal.
Cuando los agentes llegaron a la escena, el motor del coche de la víctima todavía estaba en marcha. Dos balas le habían alcanzado en el cuello, una tercera en la sien. Aunque varios vecinos presenciaron el tiroteo, nadie pudo identificar al pistolero encapuchado. Para el FBI, el mensaje era claro: la facción de Merlino estaba demostrando su fuerza, haciéndole saber a Stanfa que iban en serio.
Los agentes monitorizaron intensamente sus escuchas, esperando alguna reacción, alguna conversación que delatara a los responsables. Pero reinaba el silencio. Nadie hablaba del asesinato. Stanfa, cuando fue interrogado, afirmó no saber nada. Pero el silencio de un jefe de la mafia a menudo es más ruidoso que un grito.
La venganza de Stanfa fue rápida y brutal. Cinco semanas después del asesinato de su recaudador, el objetivo fue Michael Ciancaglini, el número dos de los Jóvenes Turcos. Mientras llegaba a casa después de un partido de baloncesto, dos hombres armados con escopetas abrieron fuego. Milagrosamente, Ciancaglini, su esposa y sus dos hijos salieron ilesos. Los investigadores encontraron cartuchos de escopeta en el jardín y perdigones incrustados en el techo del salón. A pesar del descarado ataque contra él y su familia, Ciancaglini se negó a cooperar con la policía. En su mundo, la policía no resuelve los problemas; los problemas se resuelven internamente. Era un asunto de negocios, y no era asunto de nadie más.
El FBI estaba seguro de que el ataque era la respuesta al asesinato del corredor de apuestas. La violencia estaba escalando rápidamente. Temiendo una guerra abierta en las calles, la Oficina solicitó a un tribunal federal ampliar la vigilancia electrónica. En la primavera de 1992, obtuvieron la orden que necesitaban, instalando micrófonos en siete nuevas ubicaciones dentro del despacho de abogados, incluyendo la biblioteca y la sala de descanso.
Las nuevas escuchas dieron sus frutos de inmediato. A principios de mayo, las cámaras del FBI captaron a Stanfa llegando al despacho con su consigliere y Joseph Ciancaglini, el hermano de Michael. Dentro, las grabaciones capturaron a un Stanfa furioso, anunciando que sabía que los Jóvenes Turcos lo estaban buscando para matarlo. Pero Stanfa, en un último intento de diplomacia, decidió hacer una jugada inesperada. Nombró a Joseph Ciancaglini, el hermano de su enemigo, como su nuevo subjefe. El viejo adagio de mantener a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca parecía ser su estrategia. Creía que, al darle un puesto de poder a uno de ellos, podría controlarlos a todos.
Poco después, Stanfa dio un paso aún más audaz. Invitó a Michael Ciancaglini y a Joey Merlino a una reunión secreta. Allí, en una ceremonia tradicional, ambos fueron iniciados como «hombres de honor», miembros plenos de la Cosa Nostra. Juraron poner a la familia por encima de todo: Dios, país, e incluso su propia sangre. Ser un miembro iniciado otorgaba privilegios inmensos: protección, estatus y la garantía de que ningún otro miembro podía hacerles daño sin la aprobación directa del jefe. Para John Stanfa, ascender a sus mayores rivales era su último acto de diplomacia, una rama de olivo ofrecida con la esperanza de detener la violencia.
La Calma Antes de la Tormenta Final
Mientras la frágil tregua se mantenía, el FBI continuaba acumulando información. Descubrieron que el despacho de abogados no era el único lugar de reunión. Stanfa había abierto un pequeño restaurante al lado de su negocio de distribución de alimentos. Sorprendentemente, trabajaba allí todos los días, barriendo, cocinando, actuando como un ciudadano común. Pero entre cliente y cliente, se reunía con los miembros de su familia para discutir negocios mafiosos. El siguiente paso lógico para el FBI fue instalar un micrófono en el restaurante.
Una vez que el dispositivo estuvo en su lugar, los agentes escucharon a un Stanfa frustrado. La tregua no estaba funcionando. Los Jóvenes Turcos seguían siendo un problema. Solicitó una última reunión con Joey Merlino. En el encuentro, Stanfa se quejó de que los corredores de apuestas de Merlino no estaban pagando las apuestas ganadoras, una violación fundamental del código. Merlino le aseguró que solucionaría el problema. La reunión terminó amistosamente, pero la paz era una ilusión.
Casi un año después del atentado contra su vida, la rutina de Joseph Ciancaglini, ahora subjefe de Stanfa, dio un giro aterrador. Una mañana de marzo de 1993, mientras abría el restaurante de Stanfa con una camarera, cuatro hombres se detuvieron y abrieron fuego, reavivando la guerra con una ferocidad renovada.
Fuego en las Calles: La Guerra Total
Joseph Ciancaglini fue acribillado a balazos. Un agente del FBI que estaba vigilando la escena alertó a la central y llamó a una ambulancia. Ciancaglini había recibido múltiples disparos en la cabeza, el cuello y el pecho. Sorprendentemente, sobrevivió. Aunque gravemente herido, podía hablar. Pero, fiel al código de silencio, la omertà, no dijo nada. No iba a implicar a nadie. Ellos se encargarían de esto a su manera. El vídeo de vigilancia era demasiado oscuro y granulado para identificar a los atacantes, pero se veían claramente cuatro siluetas entrando y huyendo tras los disparos.
En el puesto de escucha del despacho de abogados, las grabaciones revelaron una conversación escalofriante. John Stanfa sospechaba que Michael Ciancaglini estaba detrás del intento de asesinato de su propio hermano, Joseph. Los dos hermanastros estaban en lados opuestos de la guerra, y la sangre ya no importaba. Para John Stanfa, la diplomacia había terminado. Solo quedaba una opción: eliminar a Joey Merlino y a los Jóvenes Turcos de una vez por todas. Comenzó a reclutar a sus propios sicarios, enviándolos a las calles con la orden de cazar y matar a Merlino, a Michael Ciancaglini y a sus asociados.
El FBI, consciente del inminente baño de sangre, tenía la obligación de advertir a las posibles víctimas. Agentes encubiertos se acercaron a Merlino y Ciancaglini para informarles de que Stanfa había enviado equipos de asesinos a por ellos. Los Jóvenes Turcos ignoraron la advertencia. Se negaron a cooperar.
Deberían haber escuchado. Poco después, un equipo de sicarios de Stanfa los localizó y abrió fuego a plena luz del día. Michael Ciancaglini recibió un disparo en el corazón y murió en la calle. Joey Merlino resultó herido. Ahora estaba claro para el FBI que John Stanfa no estaba jugando. Había aceptado el desafío y había respondido con una fuerza abrumadora. Ahora tenían que probarlo.
Tres horas después del tiroteo, la policía encontró un vehículo en llamas que coincidía con la descripción de uno visto en la escena. El coche estaba alquilado a nombre de un miembro de la familia Stanfa, Phil Colletti. Cuando fue interrogado, Colletti afirmó que había estado en casa todo el día y que su mujer había denunciado el robo del coche. El FBI no se creyó su coartada. Colletti se convirtió en el primer sospechoso.
Días después, una pista sobre el segundo tirador llegó de una fuente inesperada. Un médico llamó al FBI para informar de que había tratado a un individuo con quemaduras sospechosas. Los agentes encontraron a John Veasey, otro conocido miembro de la familia Stanfa, en su casa. Cuando le preguntaron por su mano quemada, Veasey dijo que había tenido un accidente con su barbacoa de propano, derramando líquido de encendedor. La historia no cuadraba: las barbacoas de propano no usan líquido de encendedor. Las sospechas se centraron en él.
Pero antes de que el FBI pudiera actuar, Joey Merlino y los Jóvenes Turcos buscaron su propia venganza. En una de las demostraciones de violencia más audaces de la historia de la mafia de Filadelfia, atacaron a John Stanfa en plena hora punta en la autopista Schuylkill. Stanfa viajaba en su Cadillac con su hijo Joseph y un conductor. Una furgoneta se emparejó con ellos. A través de agujeros cortados en el lateral del vehículo, dos pistoleros abrieron fuego con metralletas de 9 milímetros.
El tiroteo falló en su objetivo principal, John Stanfa, pero su hijo Joseph fue alcanzado en la cara. El conductor de Stanfa, en un acto de valentía, embistió la furgoneta, sacándola de la carretera. El ataque demostró hasta qué punto estaban dispuestos a llegar, sin importarles los inocentes que pudieran resultar heridos en el fuego cruzado. Cuando la policía interrogó a Stanfa en el hospital, a pesar del ataque contra él y su hijo, el jefe de la Cosa Nostra afirmó no tener ni idea de quién querría hacerle daño.
La ciudad estaba al borde del abismo. Era hora de que las autoridades subieran la presión. Cualquier asociado conocido de Stanfa o Merlino visto conduciendo por el sur de Filadelfia era detenido. Arrestaron a ocho mafiosos por posesión de armas. El FBI arrestó a Joey Merlino por una violación de la libertad condicional, sacándolo de las calles temporalmente. Con Merlino fuera de juego, era hora de centrarse en el equipo de Stanfa.
El Hombre que Sobrevivió a la Muerte
El objetivo era John Veasey, el sicario profesional. Pero Veasey, enfrentándose a una larga condena por un delito de armas en Nueva Jersey, tomó una decisión que lo cambiaría todo: accedió a llevar un micrófono para el FBI. Veasey era un individuo duro, un antiguo obrero de la construcción cuya dureza había llamado la atención de Stanfa. Se convirtió en su recaudador, su ejecutor y su asesino. Pero ahora, según él, el peso de los asesinatos que había cometido, sumado a la persuasión de su hermano, que temía no volver a verlo fuera de la cárcel, lo convencieron de cooperar. Su decisión fue un golpe de suerte monumental para el FBI.
Veasey se sintió rápidamente cómodo llevando el micrófono. Tuvo varias reuniones, pero las conversaciones no proporcionaron nuevas pruebas contra Stanfa. Estaba un poco desanimado. Los agentes le dijeron que se relajara, que tenían tiempo. Era viernes por la noche. Le dijeron que se fuera a casa y descansara.
Más tarde esa noche, el destino intervino de la forma más brutal. John Veasey, el informante número uno del FBI, fue abatido a tiros por sicarios de la mafia. La mejor oportunidad del FBI para desmantelar la familia criminal parecía haberse desvanecido en un charco de sangre.
Pero entonces, ocurrió un milagro. Contra todo pronóstico, después de que tres balas del calibre 22 impactaran en su cráneo, John Veasey seguía vivo. Desde su cama de hospital, relató lo que había sucedido. Después de quitarse el micrófono, se había encontrado con el subjefe de Stanfa y uno de sus soldados. Le dijeron que querían ponerlo al frente de su propia operación de apuestas y lo llevaron a un local sobre una carnicería para enseñarle el negocio. Para Veasey, era solo otra reunión de negocios. No llevaba el micrófono y no tenía nada que temer.
Mientras estaban sentados a una mesa revisando cifras, el subjefe se excusó para ir al baño. Veasey escuchó la puerta del baño abrirse y luego los disparos. Tres balas se alojaron en su cráneo, pero no cayó. Se giró y miró al tirador, preguntándole qué demonios estaba haciendo. El pistolero, en estado de shock por el hecho de que su víctima siguiera en pie, dejó caer el arma y sacó un cuchillo. Veasey, un hombre de una dureza casi sobrehumana, le arrebató el cuchillo, lo hirió, lo incapacitó y lo arrojó al suelo. Se volvió hacia el otro mafioso, un hombre mayor, quien tartamudeó que todo había sido un error, un malentendido que podían resolver como caballeros. Veasey le dijo que se apartara o lo mataría a él también. Y contra todo pronóstico, John Veasey salió de aquella habitación por su propio pie. Las balas, de un calibre pequeño, habían golpeado su cráneo y se habían desviado, sin penetrarlo fatalmente.
La Caída de los Dominós
Dos semanas después, el ex sicario John Veasey hizo su primera aparición ante el gran jurado federal. Su testimonio fue devastador. Dio nombres, fechas y detalles, proporcionando al FBI todo lo que necesitaban para moverse contra la mafia de Filadelfia. Su increíble historia de supervivencia y su testimonio crearon una onda expansiva. Cuando el FBI aumentó la presión, otros mafiosos, viendo que el barco se hundía, decidieron hacer tratos con los fiscales. Las fichas de dominó comenzaron a caer, una tras otra.
El día de San Patricio de 1994, las redadas comenzaron. Veinticuatro sospechosos fueron arrestados por cargos de crimen organizado que incluían asesinato, conspiración para cometer asesinato, extorsión, incendio provocado, secuestro, juego ilegal y obstrucción a la justicia. Frank Martines y Vincent Pagano fueron declarados culpables del intento de asesinato de John Veasey.
Ese mismo día, John Stanfa fue arrestado. La operación fue limpia y eficiente. Al final, 27 personas fueron acusadas bajo la ley RICO (Ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por el Chantaje). Veinticuatro de ellos fueron condenados o se declararon culpables. El FBI había logrado su objetivo. Habían desmantelado a un grupo extremadamente violento, enviando a muchos de sus miembros a la cárcel por mucho, mucho tiempo, y haciendo de Filadelfia una ciudad un poco más segura.
El 9 de julio de 1996, John Stanfa, el último Padrino siciliano de la vieja escuela de Filadelfia, fue sentenciado a cinco cadenas perpetuas consecutivas. La guerra había terminado. El silencio que siguió no fue el de la omertà, sino el de la derrota. En las calles del sur de Filadelfia, una era de violencia y poder había llegado a su fin, no con un estallido, sino con el sonido metálico de las puertas de una celda cerrándose para siempre.


